La desaparición y probable asesinato del disidente y columnista Jamal Khassoggi compromete a clientes y aliados de Riad
El secuestro, la desaparición y la muy probable muerte por asesinato de Jamal Khashoggi, miembro de una riquísima e influyente familia saudí de origen turco y columnista de los diarios estadounidenses The New York Times -The Washington Post, se ha convertido en un suceso de alcance mundial por sus implicaciones de todo tipo: desde las éticas a las diplomáticas, las económico-financieras, las mediáticas y, señaladamente, las geopolíticas. Jamal, divorciado y padre de tres hijos, vivía exiliado en Estados Unidos tras abandonar Arabia Saudí de donde procede su familia mequí, unida a la monarquía wahabita desde principios del siglo XX. Su bisabuelo fue médico personal del fundador de la dinastía de Saud. Su tío, Adnan Khashoggi, ha sido considerado uno de los hombres más ricos del mundo, fruto de sus tratos relacionados con la venta de armas y el tráfico de influencias a escala mundial. Por cierto, Adnan, dueño de la mansión Baraka en Marbella, fue propietario del yate más grande surgido de astillero alguno, el Nabila, inicialmente adquirido por 20 millones de dólares y posteriormente vendido por Donald Trump, futuro presidente de Estados Unidos.
Tras la salida de Jamal del reino del desierto hace un par de años y después de un divorcio, inició una nueva relación con una mujer turca residente en Estambul con la que se propuso contraer matrimonio. Así, el pasado 2 de octubre, acudió al consulado saudí en la ciudad bicontinental turca para solicitar un documento necesario para formalizar su nuevo matrimonio. De allí no saldría con vida. Revelaciones realizadas por las autoridades de Turquía, país que mantiene una acusada rivalidad geopolítica con Arabia Saudí a propósito de la pugna por la hegemonía en el Medio Oriente y el Asia Central, informaron a mediados de octubre que el columnista había sido mutilado primero y degollado posteriormente, tras ser retenido en el recinto diplomático y sometido a un aterrador interrogatorio a manos de un grupo especial de 15 agentes saudíes desplazados a Estambul para la ocasión.
Detalles tan atroces como el hecho, denunciado por las autoridades turcas, de que un médico forense adscrito al supuesto grupo criminal recomendara a otro de los agentes ponerse cascos y escuchar música para no oír los gritos desgarradores del infortunado Kashoggi mientras estaba siendo torturado, amén de su condición de secuestrado en una legación diplomática a la que había acudido para oficializar documentalmente y por imperativo legal un nuevo amor, han convertido este caso en un fenómeno de extraordinario alcance mediático y político. Y ello por cuanto que involucra a las máximas autoridades políticas y a los poderosos aliados del país que pasa por ser el más rico en recursos petroleros y el más dispendioso del Planeta, por sus adquisiciones multimillonarias de armas y por las reiteradas contratas de obras públicas faraónicas, entre otras actividades derivadas de su formidable potencial exportador petrolero, que le convierte en el Estado hegemónico dentro de la OPEP, el principal cartel energético mundial de hidrocarburos.
Numerosos países occidentales, entre otros, España, pero señaladamente Estados Unidos, mantienen estrechos vínculos comerciales, financieros, económicos y militares con el reino saudí, alguno de cuyos integrantes de cuya casta dominante, concretamente el príncipe heredero y ex ministro de Defensa Momamed bin Salmán, nacido en 1985, se ve muy presumiblemente involucrado en un crimen que da una idea del tipo de prácticas criminales en las que habría incurrido y que dañarían muy gravemente la catadura moral no solo propia sino también de todo aquel estado que negocia con la Corona saudí.
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Empero, el aluvión de noticias y/o conjeturas verosímiles, pero aún no confirmadas como veraces, relativas a la desaparición de Khashoggi, aluvión vertido sobre este caso, y dada la presumible proyección de sus efectos, percibida como un verdadero cataclismo internacional, permite indagar sobre el cui prodest, la pregunta de a quién beneficia en mayor medida un presumible crimen de tal naturaleza. Porque el juego no parece haber terminado. Cuando en la Prensa saudí comparece, junto al rey Salman, su hijo el príncipe heredero y supuesto inductor del asesinato de Jamal Khassogi, dando personalmente el pésame a Saleh, hijo del columnista desaparecido, mientras todas las pruebas intermitentemente filtradas incluso por el propio presidente turco Recip Tayyip Erdogan señalan al heredero como mentor del asesinato, algo no cuadra. Todo parece demasiado claro para tratarse de un asunto tan oscuro.
O bien Bin Salmán no solo sería un redomado asesino sino además un pérfido hipócrita, o bien se le está achacando un crimen que pudo haber sido cometido por inducción de sus enemigos en la propia Corte saudí, a la que el heredero puso recientemente en jaque, apartando del poder a numerosos miembros de las familias regias –en conjunto 10.000 individuos multimillonarios- por oponerse a su política de reformas, como desde sus escritos denunciaba también el desaparecido columnista Jamal Khashoggi. ¿Qué reformas proponía el heredero?: según ha señalado la Prensa internacional, postula un profundo cambio del modelo económico petrolero-exportador vigente hasta ahora en el reino saudí por otro, consistente en cimentar una apuesta tecnológica propia a base de una política de infraestructuras y de energías alternativas, ante el horizonte probable del agotamiento de los recursos en hidrocarburos petroleros propios y ajenos.
Cabe preguntarse entonces si, de no ser Bin Salmán el inductor de la eliminación de Khassoggi, como todo parece indicar, ¿pudieron -o no- ser sus enemigos, o los enemigos de sus amigos y aliados dentro y fuera de la familia real y de la casta dominante saudíes, quienes echaron la muerte del columnista a los pies del controvertido heredero para truncar sus políticas? ¿Fue posible que el equipo de 15 ejecutores, al menos media docena de ellos con vínculos personales probados con el heredero, fuera infiltrado por agentes fieles a los enemigos de Bin Salmán que forzaran el asesinato de Jamal? ¿Tuvieron algo que saber o que ver los enemigos -o los amigos- de Donald Trump, de Erdogan o de Nethanyahu, en este tenebroso asunto? ¿Se frota las manos Irán por lo sucedido? ¿Qué tiene que decir el lobby petrolero mundial ante tamaño supuesto crimen? ¿Lo sucedido va a promover un relevo del heredero saudí?
Muchas de estas preguntas son pertinentes por cuanto que los llamados crímenes de Estado, como parece ser el caso, nunca vienen solos y presentan gravedad no solo cuando se cometen y para quien los comete, sino que, además, adquieren extrema gravedad cuando en realidad no se ejecutan por aquellos a los que se acusa de su comisión: admitir la elusión de su autoría se convierte, en los regímenes totalitarios, en muestra evidente de debilidad política y, por tanto, de vulnerabilidad achacable a quien se ha dejado meter tan grave tanto en su meta.
A nadie se le escapa que el asunto, en su proyección exterior, salpica señaladamente a Donald Trump, cuyo primer viaje al extranjero recién accedido a la Presidencia de los Estados Unidos fue, precisamente, a Riad, para suscribir con el heredero Bin Salmán la venta de 110.000 millones de dólares en armas estadounidenses para la monarquía saudí. Curiosamente, Alemania ha protagonizado ahora un frente mundial para impedir la venta de armas al reino wahabita, mientras el clima de indignación moral extendido por todo Occidente convierte en sospechoso de complicidad todo nexo con el poder actual en Riad. ¿Podrá Trump eludir sus nexos con el heredero? ¿En qué medida afecta o no al inquilino de la Casa Blanca su hostilidad declarada hacia la Prensa?
Lo curioso es que sea un crimen individualizado, el que supuestamente ha descuartizado a Jamal Khashoggi en la sede de una misión diplomática, el que haya conmovido los cimientos éticos de las sociedades bien-pensantes occidentales, mientras pasa casi inadvertida la guerra del Yemen, en esta ocasión probadamente inducida por el príncipe heredero saudí y aplicada a sangre y fuego con armas occidentales que, mediante bombardeos indiscriminados sobre población civil indefensa, iniciados el 25 de marzo de 2015 y avalados por una coalición militar internacional de diez países que comen de la mano de Arabia Saudí, han causado ya decenas de miles de víctimas y éxodos bíblicos de refugiados cercados y sometidos a un inhumano bloqueo de víveres y medicinas. Ante este otro drama bélico -que no ha sido precisamente un paseo militar como el heredero saudí y ministro de Defensa pensaba dada la resistencia de los hutíes yemeníes- no parece que se escandalice casi nadie.
Incluso, sectores obreros golpeados por las políticas desmanteladoras de las industrias nacionales aplicadas por los Gobiernos neoliberales vendedores de armas a los saudíes, se aferran a que se mantenga tal tipo de ventas como presunta garantía de sus puestos de trabajo; parecen desconocer que el principal riesgo de la pérdida de sus trabajos ha sido, precisamente, la acción gubernamental industrialmente desmanteladora promovida por aquellos Gobiernos que vendiendo armamento enriquecen exclusivamente la bolsa privada de destacados agentes suyos, mediante jugosas comisiones distraídas de cualquier eventual beneficio colectivo.