Prontuario de inocentes
El entusiasmo infantil muere al morir la inocencia. El niño permanece mientras ignora las reglas del juego.
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El inocente ignora la tragedia. Ni cuando sobreviene, lo cerca y fatalmente lo desgracia, recela de su condición. Funciona esa inocencia al modo en que lo hace la fe en quienes ven en la muerte un tránsito, no un cese. Todo en el inocente es optimismo, todo es contemplación ciega.
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Si tenemos suerte y un buen abogado, en el Juicio Final puede haber sorpresa: las pruebas de la culpabilidad de Dios son abrumadoras.
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La perfecta inocencia del caníbal.
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Nadie enferma de inocencia.
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La inocencia es la caligrafía de la pureza.
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El Dios de Israel, para entretenerse un rato, puso a prueba a Abraham: «Anda, mátame a tu hijo, que me aburro». Abraham obedeció; a regañadientes, pero obedeció. Solo en el último momento Dios desveló la broma: «¡Inocente, inocente!».
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Un inocente reconoce a otro. No se agasajan con la candidez prevista ni se ignoran, no se aplauden cuando contemplan las proezas de su párvulo ánimo. Son gente rara, en el fondo. Conviene no exponerse en demasía a su influjo.
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Los que han alcanzado ese grado de candor puro que anticipa la inocencia ignoran para siempre la malicia, confían en el prójimo, desoyen las admoniciones de todos los augures y no llegan jamás a celebrar la primera comunión.
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Mayor hipocresía no cabe que la que reservamos para el cordero. Que quite el pecado del mundo y que tenga piedad de nosotros, le pedimos, y a continuación nos lo comemos, bien sazonado, y sin piedad alguna.
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El armiño prefiere morir antes que manchar de fango su piel blanquísima. ¿Símbolo de la inocencia o fashion victim?
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La inocencia dice de alguien lo que ni él sabe.
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Todo inocente es un sátiro anticipado. No hay lobo que no haya sido cordero.
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Se es inocente hasta que trae a cuenta decir que en verdad lo somos. La inocencia es siempre humilde, timorata y ágrafa.
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Será verdad que poco antes de morir recuperamos la inocencia que se tenía al nacer. Los ancianos son ingenuos, frágiles, limpios de corazón, niños también. El hecho de que muchos pierdan la memoria, ¿no será una evidencia más de que han regresado al lugar desde donde partieron?
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Llegada cierta edad, para conservar la inocencia es absolutamente necesario ser imbécil.
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Para ser inocente, como demuestra la historia de Edipo, lo mejor es no hacerse demasiadas preguntas.
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En tiempos bíblicos gustaban mucho las matanzas de niños. En nuestros tiempos no faltan insignes aficionados a este antiguo deporte, como Benjamin Netanyahu.
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La inocencia no se finge. Tampoco tiene instrucciones ni una pedagogía. Es la cabal respiración de la sangre antes de que la malee el cansancio del corazón. La inocencia es la sangre primeriza, el rubor de ese fluir loco por la aurora del tiempo.
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La inocencia del terraplanista es anagrama: NO CIENCIA.
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En los sueños nadie es inocente. Es curioso cómo en su transcurso somos avaramente lo que en la vigilia no nos atrevemos a ser. Nadie nos cuenta un sueño en el que peque de tonto o de iluso o ingenuo. Ni siquiera somos castos en los sueños.
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«Candidato» viene de «cándido». No es que quien presenta su candidatura a un cargo político sea inmaculado, pero aún podrían hallarse en él rastros de blancura, o hasta cierta candidez. Después, en el ejercicio de su cargo, ni el más remoto recuerdo.
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El inconfesable placer de mancillar la inocencia de la nieve.
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La grandeza del inocente es metafórica.
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Uno entiende a los veganos, claro está: ¿por qué asesinar a inocentes animalitos? Aunque, por otro lado, ¿qué nos da derecho a suponer que una lechuga es menos inocente que un cordero?
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Los lienzos de Henri Rousseau, el Aduanero, son ventanas al paraíso terrenal, a la inocencia edénica anterior a la caída: cuando todo era asombro y nada podía darse por supuesto.
Ante una selva pintada por Rousseau nos sentimos un poco como Adán cuando Jehová le hizo la primera visita guiada al Paraíso.
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Platón expulsó de su república a los poetas, pero hubiese querido dar puerta a los inocentes.
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Pese a todos los indicios, era inocente: el culpable fue su ángel de la guarda.
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El inocente ríe cuando el filósofo llora.
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Un pasable sucedáneo de la inocencia puede lograrse, nos recuerda Tartufo, con esmero, paciencia e hipocresía.
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El tigre es tan inocente como el cordero: en lo que difieren es en sus hábitos alimenticios.
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También la inocencia codicia malearse.
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Del Cándido de Voltaire, o de Forrest Gump, admiramos su capacidad para, pese a haber sufrido experiencias durísimas, seguir siendo igual de tontos.
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La literatura nunca es inocente, cierto, pero en algunos casos es francamente delictiva.
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Cayó la ciudad de Béziers en manos de los cruzados. La orden era exterminar a todos los considerados sospechosos de profesar la herejía albigense, mayoritaria en la ciudad. Ante las dificultades que implicaría tener que distinguir entre culpables e inocentes, el legado pontificio optó por la vía rápida: «Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos». La frase tal vez sea apócrifa: la matanza fue muy real. El papa que había convocado aquella cruzada se llamaba Inocencio.
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La memoria incurre a veces en sentimentalismos: le da por convertirnos en niños de nuevo y hacer que el limpio amor ignore la cruel verdad.
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Era tan inocente que se creyó a sí mismo.