Que dijese que «un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia» es algo que se le puede perdonar, concebida como fue aquella frase en el fragor, también rugiente, de las vanguardias, cuando Filippo Tommaso Marinetti buscaba sitio para su nuevo movimiento, el futurismo. Menos disculpables son su belicismo a ultranza («Queremos glorificar la guerra —única higiene del mundo—»), con el que, por otro lado, fue personalmente coherente, ya que participó como voluntario en las dos guerras mundiales; o su temprana y muy entusiasta adhesión al fascismo, credo político al que sería fiel hasta su muerte, durante la República de Saló.
Pero fue a finales del año 1930 cuando el ánimo blasfemo de Marinetti, apóstol de la velocidad y de la fuerza, alcanzó su punto de no retorno. Por entonces apenas había diferencia entre futurismo y fascismo: Marinetti, embajador, académico, era uno de los propagandistas más vehementes del nuevo régimen. Así que fue no solo en su condición de poeta futurista, sino en la ―mucho más temible― de poderoso dignatario fascista, como decidió declarar la guerra a la gastronomía tradicional en pro de una alimentación moderna y saludable.
Empezó, como la guerra de Troya, con un banquete. Un banquete futurista que el dueño del restaurante milanés Penna d’Oca, Mario Tapparelli, quiso ofrecer a Marinetti y sus acólitos Boccioni, Sant-Elia, Russolo y Balla. El menú era indudablemente exótico: incluía platos como «caldo de rosas y sol» o «cordero asado en salsa de león». No está claro si fue del todo o en parte del agrado del líder futurista, pero sí que le proporcionó el pretexto para su cruzada gastronómica: anunció el advenimiento de la cocina futurista, que debía ser liberada «de la vieja obsesión del volumen y el peso» para adaptarse a las nuevas necesidades de «la raza». Y su primera directriz era la abolición de la pasta, que debería ser sustituida por el arroz. Nada más y nada menos: el iconoclasta Marinetti la emprendía contra el icono sagrado y multiforme de la alimentación italiana. Ahí sí estaba incurriendo, el excéntrico personaje, en delito de lesa italianidad.
El 28 de diciembre de 1930 (fecha que induce a tomarlo por broma, pero no), aparecía en el diario turinés Gazzetta del Popolo el «Manifiesto de la cocina futurista». En él emite Marinetti su definitivo anatema contra tallarines, espaguetis y macarrones, que constituyen la «absurda religión gastronómica italiana». Si sigue alimentándose de pasta, advierte, el italiano será «cúbico, macizo, lastrado de una ciega y opaca densidad»*, cuando se precisa que «la raza» sea ágil, adaptada a la de los nuevos trenes de aluminio (?!). Sobre todo porque el belicista Marinetti prevé (no se equivocaba) una próxima conflagración, y en ella, sin duda, ganaran «los más ágiles» y los mejor «adaptados a una vida cada vez más aérea y rápida».
Para sustituir a los caducos fusilli, rigattoni y tagliatelle presenta Marinetti su nueva cocina futurista. Entre sus propuestas, algunas son muy dignas de tener en cuenta: por ejemplo, que en la mesa no pueda hablarse de política y sí, en cambio, de poesía; o que se potencien los sabores cuidando al máximo la armonía visual. Más radical, y menos asumible, es su aspiración a abolir el uso de cuchillo y tenedor, facilitando así el disfrute táctil «prelabial» de los alimentos.
Los platos, desde luego, han de ser originales y variados, un continuo estímulo de la imaginación, pero no demasiado copiosos. Nada de favorecer el torpor y la modorra. De cada plato ―él propone que se sirvan diez o veinte diferentes para cada comida, en rápida sucesión― lo que más interesa es su capacidad de evocación. «Un bocado podrá resumir todo un capítulo de una vida, el desarrollo de una pasión amorosa, o un viaje por Extremo Oriente». No le hace ascos Marinetti a utilizar elementos artificiales, lo que él llama «complejos plásticos comestibles». Un ejemplo, que Marinetti aporta en el mismo manifiesto: el complejo plástico comestible «Ecuador + Polo Norte», creado por el pintor futurista Enrico Prampolini. Consiste ―nos explica― «en un mar ecuatorial de yemas de huevo de ostra roja con pimienta, sal y limón. En el centro emerge un cono de yema batida y solidificada relleno de gajos de naranja como jugosas rodajas de sol. La parte superior del cono estará salpicada de trozos de trufa negra cortados en forma de aviones negros conquistando el cenit». Toma ya.
Otras exquisitez futurista era la «carne cruda despedazada por el sonido de la trompeta», plato cuya degustación exige alternar la masticación de la carne, previamente macerada y triturada, con enérgicas notas de este instrumento: masticar y soplar, masticar y soplar. Los nombres de los platos son en verdad sugerentes: pescado colonial al redoble de tambor, truchas inmortales, esquiador comestible, fuselaje de ternera… Entre los postres, es muy destacable la «fresamama», servida en un plato rosa, «con dos mamas femeninas eréctiles hechas de requesón enrojecido con Campari y de pezones de fresa confitada». Entre la gula y la lujuria, ¿por qué elegir?
Menudearon por entonces los exaltados banquetes futuristas, y abrió sus puertas al menos un restaurante enteramente consagrado a la nueva cocina, la Taberna del Santo Paladar (Taverna del Santopalato), en Turín. Lo que no significa que, fuera de los círculos más cercanos, el rechazo a las propuestas culinarias futuristas no fuese total. Al pueblo se le daba una higa de estas modernidades. Las mujeres de L’Aquila dirigieron una carta a Marinetti solicitando clemencia para la pasta, y en Nápoles hubo manifestaciones populares en las que participó el propio alcalde de la ciudad. Bien está que se diviertan los señoritos, pensarían, pero con las cosas de comer no se juega. Y más cuando, dadas la precarias condiciones económicas de gran parte de los italianos, no estaba el horno precisamente para bollos.
En fin, que después de hacer mucho ruido, las insignes majaderías de Marinetti fueron pronto olvidadas: mucho antes, incluso, de que la guerra deparase a los italianos preocupaciones bastante más urgentes. Los complejos plásticos gastronómicos (quién lo iba a decir) no prosperaron, y la Taberna del Santo Paladar tuvo que cerrar. Y, por supuesto, la pasta siguió siendo la principal seña de identidad de la cocina italiana. Hasta ahí podíamos llegar.
Aunque también es cierto que en la nouvelle cuisine preconizada por los gastrónomos parisinos en los años 1960, y que todavía no ha terminado de deconstruirse, no es imposible rastrear algunos ecos de las fabulaciones del zumbado de Marinetti.
Para entrar en los contenidos adicionales pinche en los enlaces 1 y 2