El primer título que Alfred Jarry dio provisionalmente a su farsa ‘Ubú rey’ fue el de ‘Les Polonais’ (Los polacos) y aunque más tarde decidió cambiarlo seguía situando la acción en Polonia, es decir, ‘en ninguna parte’. Nuestro Calderón, bastantes años antes, ya había hecho lo propio al trasladarnos en su ‘Vida es sueño’ a la corte polaca para encontrarnos en la prisión del príncipe Segismundo. No pueden ser más elocuentes estos recursos teatrales para conectar con ese imaginario colectivo en el que este país eslavo fue contemplado durante mucho tiemplo ora como una especie de Teruel a la europea o peor aún, con decidido pesimismo, ora como ‘rehén’ de oráculos ancestrales. Recordemos, pues, que debido a su estratégica situación geográfica había sido siempre un codiciado botín tanto para rusos como para alemanes. Así que habrá que esperar al siglo XX para que disfrute de una breve independencia política de tan solo dos décadas que van desde la caída del Imperio Austrohúngaro con el final de la Primera Gran Guerra hasta la invasión de los nazis. Y después, sin solución de continuidad, la bota estalinista mancillará, en esa interminable sucesión de agravios y abusos, su maltrecha inocencia durante otro largo período de tiempo.
Si el teatro nos ha servido de preámbulo el teatro va a marcar también con acentos perdurables y sorprendentes no solo la vida cultural del país entero sino que acabará configurando la misma reconstrucción arquitectónica y urbanística del centro histórico de la capital. Y si, en el primer caso, apelaremos a las figuras emblemáticas de Stanisław Wyspiański, Tadeusz Kantor o Jerzy Grotowski desde Cracovia ya en el segundo, objeto de este artículo, en Varsovia deberemos evocar la labor escenográfica de los vedutistas venecianos del siglo XVIII.
Durante la invasión alemana en 1939 el barrio viejo de la capital, que una vez fue descrita como el ‘París del Norte’, fue destruido en gran parte por la Luftwaffe en una campaña de terror que se fijaba como objetivos clave tanto los edificios de la población civil como los monumentos históricos. Tras las consiguientes deportaciones de los judíos a los campos de concentración se produjeron, con un escaso mes de diferencia, el levantamiento de su tristemente célebre gueto en 1943 y su posterior destrucción por el ejército invasor. La revuelta general, entre agosto y octubre del año siguiente, se saldará con una devastación prácticamente absoluta. Solo quedaron en pie un 15 % de los edificios. Ya acabado el conflicto se acometerá la reconstrucción del centro histórico gracias a un importante esfuerzo de movilización nacional. Y aquí es donde entran en juego nuestros adorados vedutistas y, en concreto, el impenitente viajero Bernardo Bellotto. Nacido en Venecia en 1721 acabó sus días, precisamente en la capital polaca en 1780 en la que se había establecido casi quince años antes para trabajar como pintor de cámara en la corte de Estanislao Augusto Poniatowski aunque su objetivo último era la llegada al mismísimo San Petersburgo de Catalina la Grande, meta que nunca logró.
De esta última época destacan veinticuatro óleos con vistas y panorámicas de la ciudad encargados para la decoración de una de las salas del Palacio Real puesto que a diferencia de sus antecesores sus obras nunca estuvieron dirigidas al mercado del turismo. Son las que servirán, casi 200 años más tarde, a los modernos arquitectos y urbanistas polacos para reconstruir la ciudad con la mayor fidelidad posible. Como si de decoradores cinematográficos se tratara van a levantar una ciudad con la grandiosidad de, pongamos por caso, un Samuel Bronston en una dialéctica que se parece mucho a la fecundación de nuestros cantes de ida y vuelta si se nos permite la digresión musical.
Entre la marcha de su ciudad natal, donde se formó con su tío Canaletto, y su asentamiento definitivo en Polonia Bellotto había recorrido Austria y Alemania documentando sus ciudades con el primor de su acerado pincel en severas composiciones geométricas. En ocasiones tanto el cultivo del mismo género como la cercanía en la ejecución impiden que el espectador sea capaz de distinguir las obras del discípulo y del maestro llegando a confundirlos, máxime cuando él mismo también adoptó el sobrenombre del tío. Para desacralizar el rutilante mundo mixtificador del arte apuntaremos que el subgénero paisajístico de las vedute venecianas se pone de moda en el ‘Settecento’ en manos de los estudiantes que hacían el Grand Tour por Europa, precedente pijo de los ‘Erasmus’ actuales y del turismo en general, cuando se convirtieron en auténticos souvenirs de la presencia de estos petimetres en la ciudad de los canales para llevárselos a sus países de origen como si de postales se trataran. El mercado fue tan pujante que los vedutistas llegaron a un refinamiento tal que consiguieron reproducir con una precisión y fidelidad admirables el modelo original, al extremo de que hoy día constituyen una hacen pensar que se valían de una cámara oscura, ingenio que de modo similar a la cámara fotográfica moderna, proyectaba una imagen sobre una ‘placa’ en la que el artista ya podía dibujar. No difiere mucho del procedimiento que ya habían ensayado antes Tintoretto y Caravaggio al colocar a sus personajes modelados en cera e iluminados por velas en cajas de cartón.
importante fuente histórica para los investigadores. Estas composiciones se caracterizan por un elaborado estudio de la perspectiva basado en profundos conocimientos matemáticos y geométricos. El detallismo topográfico y el inteligente uso del claroscuro de estos artistas que se formaron, en muchos casos, como escenógrafos teatrales, son tan rigurosos queAsí pues, la Ciudad Vieja fue reconstruida meticulosamente reutilizando los materiales originales cuando fue posible tratando de rescatar de los escombros tanto los ladrillos como los elementos decorativos originales. Y en un proceso que ya había anticipado el desdichado Oscar Wilde cuando con fina ironía proclamó, frente a la tradicional máxima aristotélica, que ‘la Naturaleza imita al Arte’, los polacos se basaron en las pinturas ‘arqueológicas’ de Bernardo y en los dibujos de los estudiantes de arquitectura del período de entreguerras para labor tan ardua. Eso sí, la belleza del conjunto se vio recompensada en 1980 al ser declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO como ‘ejemplo único de reconstrucción total del conjunto de un patrimonio arquitectónico histórico desde los siglos XIII al XX’.
La ciudad es la más grande de Polonia, y se ha convertido en su mayor centro urbano y comercial. Actualmente tiene unos 1,700.000 habitantes que llegan a los 3,101.000 si contamos su área metropolitana.
El centro histórico es, desde luego, su barrio más antiguo. Está limitado por Wybrzeże Gdańskie, a lo largo del río Vístula que es su eje urbanístico, y por las calles Mostowa, Podwale y Grodzka La cuadrangular Plaza del Mercado, con sus bonitos restaurantes y sus coquetas terracitas, sus cafés tradicionales y tiendas de todo tipo, es el núcleo del que parten las calles aledañas. Construida a finales del siglo XIII en
el camino que unía el palacio con la Ciudad Nueva, su arquitectura medieval con las murallas, la Barbacana y la Catedral de San Juan le dan un encanto evocador. Pero no será hasta 1569 cuando el rey Segismundo III traslade la capitalidad desde Cracovia. Curiosamente, ocho años antes en nuestro país Felipe II había hecho lo mismo con Madrid.Los palacios, iglesias y mansiones de la ciudad ofrecen una diversidad de estilos que no nos van a dejar indiferentes y que recorren desde la arquitectura medieval a la neoclásica pasando por la renacentista y la barroca. El estilo gótico tiene muestras destacables en las iglesias, y en las fortificaciones de las murallas. Hay que destacar la antigua catedral de San Juan Bautista y la bellísima casa de la familia Burbach, ambas del siglo XIV, la actual catedral de Santa María, la Torre de la pólvora y el Castillo Real todos ellos ya de principios del siglo XV. En cuanto a la arquitectura renacentista, del siglo XVI al XVII, la ciudad conserva la casa Barczyko, el edificio llamado ‘El Negro’ y los conventillos Salwator. Los diversos palacios de nobles e iglesias durante las últimas décadas del siglo XVII nos permiten un recorrido rebosante de historia y belleza que nos lleva del palacio Krasiński a la iglesia de San Casimiro y al palacio Wilanów con sus apacibles jardines, residencia de verano de la realeza que es conocida como el ‘Versalles polaco’.
Para disfrutar de la arquitectura manierista tenemos que darnos un paseo por el ya citado Castillo Real, verdadero crisol de estilos, y la Iglesia de los Jesuitas. Y si nuestra sensibilidad se inclina más por el barroco no deberíamos pasar por alto la majestuosa Iglesia de San Jacinto y la emblemática columna Segismundo en la Plaza del Mercado.
Del estilo rococó debemos recordar la Iglesia Visitacionista por cuanto que en ella está el célebre órgano que tocó el músico Frédéric Chopin y además su magnífica portada es la protagonista de uno de los óleos que nuestro vedutista Bellotto pintó en la ciudad.
Es muy recomendable asimismo perderse en el encantador Parque Łazienki donde se encuentran el Palacio del mismo nombre y el Palacio sobre el Agua que son los mejores ejemplos del neoclásico junto a la Iglesia Carmelita y la evangelista Iglesia de la Santísima Trinidad.
Y, para acabar ya nuestro viaje de la mano de Bellotto como cicerone de excepción, no podemos olvidar una visita al Museo Nacional donde encontraremos sus obras que en contraste con las de su tío acabaron en las colecciones privadas de la realeza europea y que por ello, no son suficientemente conocidas. Solo ya en el siglo XX se redescubrirán y, finalmente, se les podrá otorgar su verdadero valor. Los amantes del artista deberían dar un salto a Alemania para admirar la Gemäldegalerie de Dresde que posee un buen puñado de ellas y que fueron utilizadas en la reconstrucción de la ciudad sajona gracias a la estadía del pintor en ella. Como consuelo para todos aquellos que no puedan hacer una escapada a la capital polaca nos tenemos que felicitar por tener uno de sus ‘Caprichos’ en el Museo Thyssen de Madrid.
A ningún vedutista se le pasó por la cabeza, ni en sus más delirantes sueños, que sus evanescentes escenografías iban a abandonar su efímera vocación teatral para alzarse como una auténtica ciudad de ‘carne y hueso’ por la que deambularían los futuros turistas del siglo XXI en un Grand Tour que no ha hecho más que empezar. Una vez más, la realidad supera la ficción.
El veneciano Bernardo Bellotto no llegó nunca a San Petersburgo, ni falta que le hacía, porque estaba destinado a llegar mucho más lejos.