noviembre de 2024 - VIII Año

Una visita al Hermitage

El autor relata, con asombro, humor e ironía, su reciente y desesperante visita al Museo del Hermitage (San Petersburgo, Rusia)

Sanpeter1Natasha, nuestra guía rusa, nos reunió en un extremo de la plaza, distribuyó los auriculares, se ajustó el micrófono inalámbrico, lo probó un par de veces y dijo:

-Ahora iremos hacia la entrada del Museo. Por favor no se separen del grupo porque hay mucha gente y es fácil perderse. Si alguien se extravía, que vaya al pie de la columna de Alejandro y espere allí porque a eso de las cinco o Clara o yo pasaremos a buscarle.

Y sin más preámbulos echó a caminar a paso vivo.

La visita resultó inolvidable. Todo salió mal desde un principio. La avalancha de visitantes, la larga cola para entrar, los empujones desde el primer momento. Había varios grupos de turistas chinos y Natasha no les ahorró invectivas desde el principio.

-No respetan los turnos -dijo, visiblemente irritada, mientras esperábamos para entrar-, lo arrollan todo a su paso. Además, muchos de sus grupos llevan guías ilegales. Por supuesto, siempre llevan un guía ruso acompañando, pero es el guía chino quien habla. Algunas amigas que saben chino y se han tomado la molestia de escucharlos, dicen que no saben nada, que lo confunden todo. En cierta ocasión, con la ayuda de una traductora, hice unos carteles en chino con instrucciones básicas de comportamiento y se las fui mostrando. Entonces sí hicieron caso. Pero, claro, eso no se puede hacer siempre. Así que, por favor, manténganse unidos y hagan como ellos: no se dejen arrollar.

Cruzar los controles de seguridad resultó tedioso. Y hasta donde fui capaz de juzgar, perfectamente inútil pues los funcionarios, abrumados, pasaban olímpicamente de nosotros y apenas hacían algo útil salvo estar allí, obligarnos a dejar las mochilas y los bolsos sobre la mesa, y asegurarse que franqueábamos los arcos y los tornos de uno en uno. El vestíbulo de entrada estaba abarrotado. Los guías agitaban sus banderitas. Grupos de gente se movían en todas direcciones, chocaban, se separaban y volvían a unirse a los pocos pasos. Los flujos de entrada y de salida se cruzaban en ese vestíbulo y los atascos eran constantes. Me pregunté por qué la dirección del museo no organizaba la circulación de visitantes en sentido único como, en periodos de gran afluencia, se hace en muchos museos del mundo. Para colmo, al fondo y a la derecha, junto a la escalera principal, se encontraban los baños, tanto de hombres como de mujeres, y muchos grupos, incluido el nuestro, debían detenerse allí para esperar a aquellos que no habían tenido mejor idea que satisfacer sus necesidades en aquel lugar.

Sanpeter3-¡Mira que no haber ido en el restaurante! -bramó una señora de Bermeo cuando por fin regresaron.

Habíamos tardado casi media hora en llegar todos juntos al pie de la majestuosa escalinata que da acceso al piso superior, eran las tres y media y, teóricamente, la visita debía terminar a las cinco porque a las seis había un espectáculo optativo de ballet en el Teatro Marinski al que se habían apuntado muchos miembros del grupo. Cundió el nerviosismo. Natasha agitó su varita de amapolas y subió por la escalinata a paso de carga. Entrecortada, su voz nos llegaba por los auriculares:

-El Museo se compone de cuatro edificios: el Palacio de Invierno (donde estamos ahora), el pequeño Ermitage, el antiguo Ermitage y el nuevo Ermitage, unidos entre sí por varios pasos elevados, a los que habría que añadir el Teatro. La escalera por la que ahora subimos se llama escalera de los Embajadores o escalera del Jordán pues una vez al año, el 6 de enero, día de los Reyes Magos, el zar bajaba por esta escalera para bendecir las aguas del Neva….

Pronto quedó muy claro que lo de menos iban a ser sus explicaciones: nuestra atención debía centrarse en no perder contacto con el grupo y en defendernos como fuera de las hordas de turistas que, como nosotros, trataban de adelantar a otras hordas y ocupar, durante el mayor tiempo posible, los mejores espacios alrededor de, o frente a, las piezas (esculturas, cuadros, mobiliario) señaladas como ‘maestras’ en sus guías. A menudo era una lucha cuerpo a cuerpo. Que adquiría rasgos tragicómicos cuando buena parte de la horda trataba de situarse de espaldas a la ‘obra’ para hacerse uno o varios selfies, individuales o de grupo. Lo de menos parecía la obra en sí (por ejemplo, las dos Madonnas de Leonardo), su historia, la de su autor, su significado estético o sus peculiaridades estilísticas. Lo importante era el selfie, la irrefutable muestra gráfica de haber estado allí.

Era imposible disfrutar la contemplación de lo que nos rodeaba porque, sencillamente, era imposible contemplar nada. Ni la fantasía de las molduras, ni los frescos de los techos, ni las columnas de mármol, ni los candelabros soberbios, ni los trampantojos de las ventanas. De vez en cuando conseguíamos hacernos hueco, reagruparnos, prestar atención a Natasha (‘Esta que ven, el Joven en Cuclillas, es la única obra de Miguel Ángel en el Museo. Fue realizada para la tumba de los Medici en Florencia…’), para, rápidamente, ser desplazados por otra horda, normalmente de chinos (aunque las había de otras seis o siete nacionalidades), que pugnaba por ocupar el mismo espacio. En las salas pequeñas hacía calor, el ambiente se tornaba irrespirable. Me pregunté si los rusos, educados desde la escuela primaria en la idea de que su país se forjó en una dura lucha de tres siglos contra los ‘invasores tártaro-mongoles’, no estarían empezando a ver en estas nuevas ‘hordas bárbaras’ una re-edición, corregida y aumentada, de aquellas invasiones.

Sanpeter4Con gran dolor y una creciente sensación de irrealidad, pasamos a uña de caballo por las salas dedicadas a la pintura veneciana, al arte italiano de los siglos XIII a XVII, a la pintura flamenca y a la pintura española. A duras penas, conseguimos reagruparnos en una sala con cuadros de pintores holandeses poco conocidos, ante un lienzo de mediano tamaño donde se veía a una joven desmayada y, a su lado, a un hombre y una mujer de mediana edad que la observaban alborozados.

-Parece un cuadro sin historia -dijo Natasha-. E, incluso, un poco absurdo. ¿Qué puede haber de divertido en el desmayo de una muchacha joven y de buen ver? -Y tras una pausa destinada a captar nuestro interés, agregó-: La explicación está en el brasero que ven ustedes en el ángulo inferior derecho. Si se fijan verán que hay restos de seda negra en él. Conociendo las costumbres de la época sabemos que en la Holanda de entonces una práctica habitual para saber si una joven estaba embarazada consistía en quemar seda negra en su presencia. Si ésta, al aspirar el humo, vomitaba eso significaba embarazo. Si no vomitaba era que no lo había. Y como pueden ver no hay trazas de vómito en el cuadro. Por eso la mujer, probablemente su madre, y el hombre que, por la actitud y el atuendo, seguramente es el médico, están tan contentos. La chica no está embarazada y el desmayo obedece solo al mal de amores.

Sin duda, Natasha se había detenido muchas veces ante ese cuadro para contar la misma historia. Pero lo hizo con gracia y en el momento preciso, y el truco funcionó. Por unos segundos, logramos olvidarnos de las hordas que nos rodeaban, nosotros mismos dejamos de ser horda, y tuvimos la sensación de estar realizando una visita minuciosa y personalizada. Sin embargo, cuando un poco más adelante, trató de detenernos ante El hijo prodigo de Rembrandt, las hordas volvieron a envolvernos, a arrollarnos, a castigarnos con su pueril afán de apropiación, sus palitos de selfie y sus posturas ridículas, y cualquier disfrute se hizo imposible. El arte y la historia regresaron a su condición de objeto de consumo, de espectáculo trivial, espasmódico y banalizado. Además, el tiempo se acababa de modo que Natasha nos dirigió de nuevo a la gran escalera y por ella al vestíbulo de entradas y salidas.

Sanpeter2-Quienes no van a ir al ballet -advirtió- pueden quedarse en el museo hasta la hora de cierre y recorrerlo por su cuenta.

Salimos con dificultad por una de las estrechas puertas que dan al muelle del Neva y diluviaba. Cruzamos la avenida a la carrera, defendiéndonos como pudimos de la lluvia y el viento con nuestros pequeños paraguas, y de pie junto al pretil de granito, sin un mísero toldo, esperamos al autobús bajo un aguacero de aúpa.

-Menos mal que el chaparrón no cayó mientras hacíamos la cola para entrar -exclamó alguien a nuestra espalda-. Hubiera sido terrible hacer la visita empapados-.

Me volví. Era una señora morena de mediana edad, de Zaragoza, bien parecida que viajaba con su hermana, unos años mayor que ella. La única en nuestro grupo que practicaba el selfismo. La vi hacerlo, desde el primer minuto, cuando aún estábamos en el aeropuerto, la noche misma de nuestra llegada. Y había seguido en ello, incansable, desde entonces: al entrar en el hotel, en el comedor durante los desayunos, en el autobús, durante las visitas… Por lo que pude observar lo hacía de manera continuada y compulsiva, mientras los demás chalaban, hablaban con las guías, hacían fotos o paseaban, generalmente sola, como si no pudiera o no supiera hacer otra cosa, en un ejercicio de narcisismo fotográfico como no había visto antes. Ni siquiera entre las hordas de turistas asiáticos. Solo el tener que sujetar el bolso con una mano y el paraguas con la otra parecía haberle impedido su práctica favorita por unos momentos.

Camino del hotel le fui contando a Pilar lo que nos habíamos perdido: la colección de pinturas de Matisse, una de las mejores del mundo; la gran colección de pintura francesa de los siglos XV al XIX; y, sobre todo, las joyas de la pintura francesa de finales del XIX y comienzos del XX (los Dégas, Renoir, Cézanne, Van Gogh, Gauguin, Bonnard, además de los fauvistas de Vlaminck y Derain), así como los treinta y siete Picassos entre los que se encontraba La Bebedora de Ajenjo. Todo lo cual le permitía al Ermitage rivalizar con el Louvre en este apartado.

Sanpeter5-Es indignante -exclamó-. No se puede organizar una visita al Ermitage de este modo. Es culpa de la mayorista rusa. Tiene más interés en las visitas opcionales, que son las que ella organiza y donde probablemente obtiene mayor beneficio, que en el programa regular. Desde luego pienso quejarme. Sin embargo, lo que me tiene ‘hablando sola’ como vulgarmente se dice no es tanto eso como el turismo ‘de horda’, que estamos viendo. Nunca había sido tan consciente de que este tipo de turismo lo cambia todo, lo resignifica todo.

Esa noche, en la habitación del hotel, navegando por internet antes de dormir, Pilar dio con el último número de la revista Tinta Libre.

-Mira -me dijo.

Miré. La portada, multicolor e ilustrada, de la revista llevaba por título El turismo salvaje. Había artículos sobre el tema de Ramón Lobo, Pilar Rubio, Gabi Martínez y Pablo Bonet. Hojee alguno de ellos. Un párrafo atrapó mi atención: Sobre todo es la rutina del viaje la que se ha hecho banal. Un ir y venir sin otro propósito que huir del tedio, de los vínculos que ahogan, de los escenarios conocidos, del tiempo plano sin sobresaltos, pero que pocas veces resulta en una celebración de la diferencia o de la diferenciación a través de la propia experiencia viajera. Me pareció sugerente. Sin embargo, no estaba seguro de que reflejara cabalmente lo que habíamos vivido. ¿Regular el turismo de masas? ¿Limitar los aforos de cascos históricos y otras zonas sensibles? ¿Y por qué precisamente ahora, cuando millones de chinos e indios, pobres y parias hasta hace poco, han comenzado a viajar? ¿Con qué consecuencias económicas y de todo tipo? Además, ¿se puede en realidad hacer? ¿Quién? ¿Los mismos Estados que han ido perdiendo capacidad de intervenir ante las fuerzas que mueven el capitalismo mundial, incluido el turismo de masas? ¿Cómo? ¿Con tasas que no disuaden, que tan solo suben el precio de las visitas? ¿O imponiendo, como en Bután, un númerus clausus que siempre se saltarán quienes más poder, dinero o influencia tengan? ¿Por qué las ‘hordas de turistas’ siempre son ‘hordas de otros’, nunca de nosotros mismos? Justo ahí me quedé dormido.

 
 

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