Por Ricardo Martínez-Conde
(www.ricardomartinez-conde.es).-
John Berger
A Betanzos se le distingue enseguida desde lejos. Está allí, al fondo, agarrada a la cima de ese montículo a cuyos pies discurren dos ríos, tal como podría ser el lugar fantástico de una leyenda muy antigua donde el paisaje también es protagonista.
Quizá por esta razón, porque esta villa, dada su ubicación geográfica, sigue trayéndonos a la memoria aún hoy la imagen de un lugar de aventura y de transidos amores, es por lo que el viajero que les habla echa de menos un castillo. ¿Se imaginan: desde la cima de los altos que rodean la ciudad ver, silencioso y ubicuo, el caserío apiñado, como cosido a la tierra, derramándose por la ladera hasta el río. En lo más alto de todo, firme, impresionante, el perfil del castillo almenado donde altivos guerreros estarían dispuestos a dar su vida por su defensa. (Con el perfil, arriba, de un castillo, Betanzos resultaría incluso más romántico, pues el marco que le rodea es, como diría nuestro señor Cunqueiro «apropiado para los cantos de amor»).
Hoy, sin embargo, la realidad nos dicta que la villa es una población modernizada dotada de toda clase de servicios y vías rápidas de comunicación. Pero sigue siendo, en su esencia, una villa histórica que tuvo sus épocas de esplendor, allá cuando los gremios mercantiles eran ricos y fuertes: así el de los labradores, de los mareantes o marineros, de los zapateros, de los sastres o alfayates, «que data de 1162, cuando Betanzos estaba emplazado en las alturas de Tiobre».
Se pueden distinguir en el enclave tradicional dos zonas bien definidas y a la vez íntimamente relacionadas entre sí: de un lado sus iglesias, de traza bellísima y sólida construcción en granito (de Santiago, de San Francisco, de Santa María do Azogue), y de otra sus calles pendientes, abalconadas y silentes, que bajan hasta la orilla de los ríos. Una parte de su sabor añejo lo guarda aún en numerosos recodos (rúa dos Plateiros, da Cañota, praza do Campo, Arco da Ponte Vella, rúa das Monxas), y el olor a caldo que este viajero pudo percibir el día lluvioso en que la visitó no invalida el sentido antiguo del tiempo que discurre por sus calles, antes al contrario parece confirmarlo.
Betanzos es un lugar poco predispuesto a favor del viajero automático y con prisas. Hay que ir allí con la predisposición de ir a perder, gozosamente, el tiempo; reposar la espalda en un banco de piedra y mirar: unas veces las balconadas de madera pintadas de vivos colores y cubiertas de flores, otras las largas galerías acristaladas, bien ‘afeitas’ al clima. Escuchar el paso del tiempo a la vista del río. Comprar mercancía nueva en grades tiendas viejas. Visitar las iglesias, dentro de las cuales uno ha encontrado, en más de una ocasión, el sentido de las cosas. Tomar una taza de vino al amparo de parroquianos que siguen convirtiendo el hábito de vivir en una lenta filosofía…
Betanzos es un lugar todavía tranquilo y por ello proclive al paseante. Allí se va a oler, a escuchar, a pasear, a curiosear distraídamente a un rincón y otro. Es, esencialmente, una ciudad antigua que establece una relación persuasiva con el viajero. Y es que ella, en efecto, también mira: ¿cuántas de esas galerías, cuántos de esos balcones nos miran cuando paseamos las calles betanceiras?
El hecho de que se llegue a la villa por distintos caminos supone ya una característica distintiva; así ocurría, en los asentamientos medievales, con las ciudades mercado, una característica muy propia y definitoria de muchos pueblos de Galicia: Caldas de Reis, Tui, A Estrada, Cambados… La ubicación suponía ya como una forma de ser; para el caso de Betanzos, como cabeza de comarca confluía hacia sí numerosos caminos por donde habían de acceder paisanos y productos que darían sentido y realce a su condición de mercado principal.
El distintivo de tal condición de mercado lo corrobora el calificativo de una de sus iglesias, Santa María do Azogue, «en recuerdo del mercado o zoco que había a su pié en tiempos antiguos» (En las primeras décadas del siglo pasado se produjo, sin embargo, una circunstancia muy peculiar y simpática a propósito de este adjetivo: del Azogue. Alguien, leyendo literalmente, creyó que el hecho de titularse así quería decir que el montículo sobre el que se asienta la villa sería una rica mina de azogue, razón por la cual solicitó permiso para perforar la colina y, concedido éste, se pusieron picos a la obra practicando numerosas galerías hasta que las protestas de un rico-hombre que veía peligrar los sólida cimientos de sus posesiones lo denunció. Eso y la constatación de que en aquel terreno no existía un solo gramo de mercurio hizo desistir de su empresa, tan inútil como descabellada, a su promotor) La crónica de Betanzos está plagada de anécdotas curiosas, como el proyecto de aquel francés que proponía explotar las junqueras, a lo que el pueblo se opuso.
Cabría preguntarse: ¿todos los atributos que posee la bella Betanzos –una de las siete ciudades emblemáticas del antiguo reino de Galicia- serían tan significados e importantes si no estuvieran en su paisaje, unidos a él, los ríos Mandeo y Mendo, que han sido a un tiempo sus vías de comunicación y su defensa? A buen seguro que no. Betanzos sin los ríos sería una ciudad más triste y envejecida: le faltaría ánimo, aventura para la imaginación. Hubo un tiempo en que el lugar tuvo su importancia portuaria y era abundante la pesca en sus proximidades; ahí están los litigios mantenidos con los puertos de Ferrol y A Coruña para no perder la condición de destino final de algunos productos. Es el paisaje de agua el que justifica la abundancia de los puentes que citan los cronistas: a Ponte vella, a Ponte Nova, a Ponte do Carregal, a Ponte das Cascas…
Los ríos, como ha dicho el poeta melancólico, «van a dar a la mar», y la mar ha resultado caprichosa para con esta villa. Betanzos le dio nombre a la ría pero ésta, con femenina infidelidad, le dio la espalda un día. Las arenas de la mar habían ido ocupando el paisaje que antes había sido dominio de las aguas. Y de ellas nacieron los juncos y cañaverales, y de éstos la vista de pastizal que hoy distingue el entorno lacustre y fangoso de la salida a mar abierto. Es un paisaje llano y armonioso que contrasta vivamente con la visión orgullosa y erguida del caserío.
¿Habrá sido el poder mirar a la ría desde lo alto lo que llevó a los betanceiros (o garelos, que es otro nombre dialectal que ha servido para definirles) a celebrar la fiesta del patrón San Roque haciendo elevar hacia el cielo un enorme y frágil globo de papel, único y aéreo ejemplar de todas las celebraciones de Galicia? El globo de Betanzos, en efecto, forma ya parte de su pequeña mitología artesanal, lo mismo que el discurrir, río arriba, de las barcas cubiertas de toldo vegetal hasta el lugar de Os Caneiros: un lugar para la fiesta báquica en esta tierra báquica que nos acoge. Es de suponer que bajo la sombra de las espesas carballeiras y abedules, los festejantes comen y cantan y reposan como faunos que honran a la naturaleza con sus costumbres. Allí brindarán con el vino suave y delicado que engendran sus laderas circundantes, el mismo que «las naves que iban a América lo llevaban, y Felipe II llegó a estar en deuda por este concepto con el Ayuntamiento».
Razones hubo de tener, a buen seguro, el cardenal Jerónimo del Hoyo cuando, al describir la comarca de Betanzos, allá por el siglo XVII, comentó que «toda la tierra paresce un paraíso de flores y frutas». Una visita obligada, pues, para todo viajero que aspire a conocer, de verdad, la vieja Galicia.