septiembre de 2024 - VIII Año

‘Un afán perdurable’, de Sergio Álvarez Sánchez

Un afán perdurable
Sergio Álvarez Sánchez
Ilustraciones de interior: Marta Muñoz Cuesta

Ediciones Evohé
Madrid, 2024

LAS ACERAS DIARIAS

Sergio Álvarez Sánchez (Salamanca, 1973) comenzó periplo literario en 2015 con la presencia en las librerías de su carta inicial Las islas del río. Con sosegado equilibrio siguió explorando otras estrategias expresivas, relato y traducción, mientras  desempeñaba labores funcionariales, como biólogo, relacionadas con los entornos naturales y las interrelaciones de sus formas de vida, tantas veces amenazadas por el progreso y los comportamientos colectivos humanos. Retorna a la tarea poética con las entregas Cambiar de vida y Pintadas en los baños de los bares, obras que ratifican un registro poético figurativo que deja en las palabras el cuerpo de tinta de lo cotidiano, el entrelazado de aceras diarias que nos lleva a entender el poema como un espacio habitable. La escritura nunca es ajena al álgebra vital; hay que adentrarse con sosiego en las sendas interiores para explorar contradicciones y sombras, “el anhelo de cotas no alcanzadas”.

La caligrafía poética de Un afán perdurable busca en un puñado de citas, muy bien elegidos, el refrendo de una manera de pensar cuya semántica tiene el empeño de ofrecer resistencia al indeclinable empujón del tiempo. Somos supervivientes, soledades contradictorias que se equivocan, como escribió Luis Rosales en verso memorable, en aquello que más quieren. En este declinar nuestro escaso patrimonio es la memoria biográfica, donde caben lo crepuscular y lo contingente, un río que fluye subterráneo entre el pretérito y el ahora.

Sergio Álvarez Sánchez maneja una poblada biblioteca de preferencias y recurre a la calidad de Miguel d´Ors para buscar el aserto que define la primera sección poética “Cuántas canciones en una canción”. El apartado hace de la ironía, una ironía que sortea paradojas y sarcasmos, al modo de Ángel González, José Agustín Goytisolo y Karmelo C. Iribarren, una media distancia para huir de cualquier truculencia existencial: acaba el año y sus aguas se llevan las buenas intenciones para mostrar la machadiana desnudez de quien se queda ligero de equipaje.

Aunque el modo habitual de escritura es el verso libre, el escritor ensaya también formas cerradas de la tradición literaria, como el soneto. El breve texto “Lecciones de la (mi) guerra civil“ es una incisiva reflexión sobre la vulnerable naturaleza del sujeto, expuesto a las acometidas del reloj. El poeta trastoca las lecciones de la historia y su incansable capacidad de demolición para aplicarse los efectos secundarios del tiempo y el dolor, que sí pasan, que no conocen trincheras efectivas que mitiguen sus disparos de desmemoria y ausencia. Palabras colectivas y pomposas, que ya forman parte de los lugares comunes de lo cotidiano, se integran en un urbanismo cercano, hecho, como escribiera José María Fonollosa, sedimento necesario de una “ciudad del hombre”: “No me hagas mucho caso, / estoy adelgazando, duermo poco, / pero a veces quisiera / vivir un urbanismo más cercano, / funcionarial, certero, / que tenga la medida de este traje, / de estas manos, / de estos ojos, / exhaustos y asombrados”.

En los versos, casi siempre centrados en la grisura concreta del yo, también hay sitio para la mirada crítica sobre un fluir digital que ha perdido la esencia para abrazar solo la apariencia. La imagen visual que cobra tanto sentido como la verdadera realidad. Ejemplo de este rechazo al postureo entre algoritmos es el poema “Instamal: “Vivir para la foto. / Amar para la foto. / Viajar para la foto. / Pensar para la foto y gobernar / también para la foto…”. También el poema “UE” enciende una toma de postura sobre el atroz consumismo que recorre Europa, ese espacio de centros comerciales y autopistas repletas de productos perecederos que convierten al sujeto en simple cliente. Quien ocupa los espejos descubre un ser reconstruido a diario por las manos de la publicidad, deslavazado y frágil, que mitiga hambre y sed en un ciclo interminable y se hace protagonista de hábitos reiterados en un afán siniestro, hecho de soledad y extrañeza.

Luis Melgarejo aporta el enunciado “Mañana cenaremos vino y fresas” que conforma el apartado central. El ensimismamiento requiere una nómina de esperanzas en flor, de píos deseos al comenzar el año de entusiasmo y alegría. El poeta recurre a la intertextualidad de nombres conocidos, como Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo o César vallejo para alentar una reformulación verbal irónica y complaciente, que sorprende al lector y da vuelo a la sonrisa: “Que te olvides de ti de cuando en cuando / -hay selfies en la vida tan duros, yo no sé…-“

Ese instante pequeño del amor como inmenso justificante de vida es otro de los temas esenciales de Un afán perdurable, como se percibe en la emotiva dedicatoria a las hijas. El otro es un andén que habita cualquier tiempo de silencio, aunque sea ese tiempo “modo avión”, durante la recarga del móvil. En este apartado hay composiciones excelentes como “Pues nada hay parecido”, un poema  hecho de especulaciones artísticas e hipérboles que se cierra con gran acierto.

En el tramo final es la poesía de Raquel Lanseros la que presta el aserto “Tanta gratitud como sonrojo”. Comenzar cada día supone decidir entre onirismo y realidad, entre el vuelo y el suelo. Y en ese desajuste de papeles entre el niño y el sabio hay que saber capturar el instante que perdura, ese destello que cobija “amor, humor y calma” y apaga el frío que guarda el corazón.

Con un acercamiento a la palabra intimista y conversacional, nucleado en torno a los movimientos de peón en la costosa brega del presente, Sergio Álvarez Sánchez nos deja en los poemas de Un afán perdurable el agua tibia de la buena poesía, un fondo musical para percibir el sol que nunca cesa de un verso intimista y coloquial, que hace del recuerdo y la memoria vigas de sustentación de la identidad, una presencia siempre marcada por los sentimientos. Son las respuestas en voz baja; las líneas de continuidad de una forma de sentir y de ser de un sujeto instalado en los tonos grises de la normalidad, que recorre la calle de la vida desde un itinerario que está siempre en manos del destino. Nada parece más que el epitelio de un sueño. Y hay que seguir soñando.

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