febrero de 2025 - IX Año

‘Ramas de mirto en la ciudad eterna’, de Carmen Palomo Pinel

Ramas de mirto en la ciudad eterna
Carmen Palomo Pinel
XXXIV Accésit Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma
Visor, 2024
106 pp.

El mundo resplandece

La palabra latina carmen significa «canción» o «poema» (del verbo latino cano, «cantar»). No importa que el nombre, que es el de la autora de este libro, tenga otra etimología. Las casualidades no existen y las palabras esconden verdades prístinas: libros como Ramas de mirto en la ciudad eterna nos lo recuerdan, y está bien que así sea, porque en este mundo, tan raudo y tan irreflexivo, nos olvidamos con frecuencia de lo importante. Y lo raigal.

No es irrelevante saber que la autora de este libro, la Carmen de estas canciones, es profesora de Derecho romano. No lo es, porque el mundo clásico es una presencia constante en sus poemas y porque también queda de manifiesto en su obra su profunda preocupación por la justicia. Aunque no sea esa su inquietud fundamental ―«porque el amor es más que la justicia», como escribió en un libro anterior, En tu espalda el desierto; es el amor el verdadero eje central de su poesía―, causan primero sorpresa y muy pronto auténtica maravilla sus referencias a una materia en principio tan árida para el lego como el Derecho romano. ¿Cómo encontrar poesía en los vetustos mamotretos de juristas como Paulo o Ulpiano? Créanme: esta poeta puede. Y no logra este prodigio hermoseando falsamente la realidad, sino abrazando el mundo con la mirada para así hallar la belleza que se oculta en todas las cosas. Ella lo dice mejor: «encontrar en el barro, solo en él, / lo que en sí mismo tiene de belleza».

Uno de los cabos de hilo que mejor permiten adentrarse en la poesía de Carmen Palomo es precisamente el tema de la mirada. Ser mirada es el título del otro libro que la poeta publicó, junto con este, el año pasado. «Ser mirada», pero no en el sentido de ser objeto de la atención ajena, sino en el de convertirse, una misma, en mirada. «Permíteme tener los ojos grandes» es la plegaria con que se inicia aquel otro libro. Mirar es abrazar con los ojos el mundo, acogerlo dentro de sí: amar, en suma. «La realidad guarda secretos que revela / solo cuando es amada», escribe en un poema, mínimo y memorable, de Ramas de mirto en la ciudad eterna, cuyo título, perfectamente adecuado, es «Ábrete, sésamo». Mirar despierta la magia, la belleza íntima de todo. Es caos el mundo hasta que la mirada lo ordena y lo unifica. Y le otorga cohesión y sentido, porque el ojo, nos dice, es «pegamento para esta fragmentaria realidad». Por eso se permite la poeta refutar el verso de Virgilio «Sunt lacrimae rerum» («Hay lágrimas en las cosas»). No, no es así, Virgilio, dice ella, y afirma: «Yo te digo que el mundo resplandece». La tristeza está en la mirada, no en el mundo. «El mundo está encendido», nos dice en otro poema, y también que «todo está radiado de misterios». Hay que aprender a mirar: el secreto está a la vista de todos «y por eso nadie lo miraba». Hasta en lo ínfimo resplandece este brillo secreto: «no hay nada pequeño en esta vida / sino pupila / que aún no se acercó lo suficiente».

Una antigua tradición romana referida por Plutarco, citada en el poema «Vestales», ordenaba que quedara libre el condenado a muerte que tuviera un encuentro casual con una vestal. En el vivir de cada día, la vestal que nos absuelve de nuestra condena puede ser cualquier cosa: un estornino, por ejemplo. «Un estornino parece un estornino / pero es en secreto una lucerna / Una lucerna es en secreto un río / Un río es en secreto un corazón // Y todos / en secreto / son vestales // con el poder de atarnos a la vida». Pero para descubrir estas vestales secretas es necesario saber mirar. Aprender el arte, a la vez arcano y sencillo, de la mirada.

El mundo, mirado por Carmen Palomo, resplandece, tanto por su belleza como por su íntima y serena alegría. Su poesía es profundamente espiritual, mística y contemplativa. Mirar, ya lo hemos dicho, es, en este libro, sinónimo de amar, porque solo con el amor está en verdad completo el mundo. Y el amor ha de ser incondicional, intransitivo: no es verdadero amor el que persigue interés o recompensa, Ni siquiera necesita ser recíproco para ser pleno. En un poema inspirado en el amor no correspondido de Dido por Eneas evoca la poeta un texto místico medieval, The Cloud of Unknowing, del siglo XIV, para recordarnos algo que nunca deberíamos olvidar: que el amor posibilita entender lo que no se le alcanza a la inteligencia.

La de Carmen Palomo es una mirada profundamente enamorada: del mundo, de Dios, de los seres humanos, de la palabra. Es una mirada maternal que re-crea el universo, que permite «[t]ener la realidad entera como hija». Dios ―«el Dios que sangra, el único en que creo»― es el principal destinatario de ese amor y de esa mirada. Dios, el nombre detrás de todos los nombres, es el de muchos de los poemas de este libro, profundamente religioso, en que se alude, sin nombrarlos, a místicos como Hildegard von Bingen o San Juan de la Cruz. Pero Dios no es el único del poema; puede ser también, como en las cantigas de amigo, un amado que no corresponde al amor del sujeto lírico. Como Eneas para Dido, o como el chico de los sueños de cualquier adolescente enamorada. El mundo no está completo si falta el amor.

Y la palabra… Sería artificial, en este libro, separar el verbo mirar del verbo decir, o del verbo vivir. Todo es uno y lo mismo. Plantea Ramas de mirto en la ciudad eterna una poética que es también una ética. Aunque esa (po)ética impregna todo el libro, es en poemas como «Passim» donde se nos expone más abiertamente. El adverbio latino passim significa «por todas partes»: la poesía no está (solo) en los poemas; la poesía «puede estar en cualquier parte o en todas». La poesía es una forma de mirar y de incorporar el sujeto al mundo, y el mundo al sujeto. La poesía es amor. «Abrir los ojos es romperse por el centro», escribió Lezama Lima. Abrir los ojos es dejarse inundar por el mundo. La poesía es, también, la necesidad de seguir adelante, la confianza en el futuro, la esperanza en un mundo mejor, a pesar de la incertidumbre y aunque la Humanidad parezca haber entrado en un callejón sin salida. La poesía, para Carmen Palomo, es una invitación a la alegría, a «ir a por áspides como quien va a por lirios». A intentar lo imposible, como dice, invirtiendo una máxima jurídica latina, en el primer poema del libro.

El título nos procura otro cabo de hilo para adentrarnos en ese laberinto diáfano que es la poesía de Carmen Palomo: el fervor clasicista. Roma, la ciudad eterna, y el mirto, la planta consagrada a Venus, diosa del amor. Ya hemos mencionado como eje cardinal la dedicación profesional de la autora al Derecho romano: los poemas de la primera sección del libro, innominada, están todos dedicados a figuras jurídicas latinas: «Actio quod metus causa», «Actio redhibitoria»… Y están muy lejos, lejísimos, del prosaísmo forense, porque, ya lo sabemos, no están la prosa ni la tristeza en las cosas, sino en quien las mira. Y en los antiguos juristas latinos encuentra la autora vida y lirismo: en las voces, por ejemplo, de un gladiador o de una esclava fugitiva. Ya hemos citado también aquella tradición, mencionada por Plutarco, que permitía a un condenado a muerte salvarse si se encontraba con una vestal (y en otro poema, «O lumen», acuña la autora un neologismo cuyo sentido se desprende de esta costumbre: el adverbio vestalmente, esto es, o así lo entiendo yo, con obstinada esperanza).

En este libro traspasado de clasicismo, transfigurado de latines, no está Roma solo en su dimensión jurídica, ni muchísimo menos. La mitad, o poco menos, de los poemas, tienen su título en latín. Comparecen varias figuras de la Antigüedad: Ovidio y Cicerón, Plutarco y Empédocles… También se releen (se reinventan) los viejos tópicos de la literatura clásica: Collige, virgo, rosas; Tempus fugit; Carpe diem. Y la mirada que Carmen Palomo dirige a estas viejas ideas latinas nada tiene de tópica, sino todo lo contrario; reinterpreta y actualiza las viejas fórmulas para que cobren nuevo sentido, nueva luz.

La intertextualidad va más allá de Roma; en estas páginas se oye cantar, muy quedo, a otras voces. Hay ecos de Cavafis, de Jorge Guillén, de Luis Rosales, de Claudio Rodríguez y, por supuesto, de San Juan de la Cruz. Uno encuentra también afinidades, que pueden ser casuales, entre la poesía de Carmen Palomo y la de grandes voces de la espiritualidad contemporánea como Daniel Cotta: un aire de familia. Lo cual no impide que la de la autora de Ramas de mirto en la ciudad eterna sea una poesía muy personal, inconfundible.

La poesía, nos lo dice la misma autora en «Passim», «nada tiene que ver con las palabras / rimadas o ritmadas»; aun sabiéndolo, no puede dejarse de ponderar el dominio que de las palabras rimadas y ritmadas tiene Carmen Palomo. Logra auténtica excelencia en los poemas breves, de uno, dos o tres versos ―cada uno de ellos un prodigio, una joya―, pero también sabe derramarse torrencialmente en versículos de misteriosa musicalidad, o abordar el poema en prosa, o cultivar formas métricas más estrictas. Así ocurre en la tercera sección del libro, en que dedica tres sonetos a sendos lienzos famosos (aunque a continuación dirija una merecida filípica a la institución, tan propia de nuestros tiempos, del museo, donde, entre la muchedumbre de los cuadros que solicitan desesperadamente nuestra atención, se extravía la mirada).

La escritura de Palomo Pinel es pródiga en imágenes de hermosura radiante y esclarecedora. Más que emprender una (imposible) exégesis de su lenguaje, prefiero que brillen aquí algunos ejemplos señeros: «el vértigo solar del tobogán»; «la fresa y la ternura, escalas hacia el sol»; «muriéndome de erizos»; «la celeste escarlatina, los monóculos / de Dios escrutadores / de lo vivo y lo inerte» (el cielo estrellado); «si su sedosa ofrenda presta caución al alba» (la rosa). Recurre la poeta a menudo a la paradoja y al paralelismo; también, en ocasiones, descose las palabras y vuelve a componerlas: «(h)ay lágrimas que fueron proteína»; o subvierte felizmente las categorías gramaticales («esta deliciosa perversión de utilizar a veces los sustantivos como verbos porque yo angoro tú angoras él angora algo que abrigue mucho en esta vida antártida»). Su vocabulario poético es rico en palabras poco usuales que relucen como denarios de plata al ser traídas a la luz: «agrazón», «escarzada». Y, por supuesto, no podían faltar los latinismos, algunos, como «caución», tomados del lenguaje jurídico; otros más literarios, como «diuturno». No se piense por ello que estamos ante una poesía indescifrable y hermética. Al contrario, se entra fácilmente en el libro, y es un placer ir descubriendo sus innumerables maravillas.

Carmen Palomo Pinel, jurista, profesora, poeta de ojos grandes, madre de palabras que salvan, ha publicado ya siete libros. Yo conozco solo tres: los tres me parecen ―me atrevo a decir: son― extraordinarios. Los tres me han deparado instantes preciosos; los tres me han descubierto una belleza inesperada y salvífica; de los tres, pasada la lectura, queda un recuerdo grato, como de haber pasado el tiempo en amistosa y amena conversación

Poesía que acompaña, mirada que ilumina. O mucho me engaño o Ramas de mirto en la ciudad eterna, al igual que el resto de los libros de Palomo Pinel, será un clásico, aere perennius.

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