diciembre de 2024 - VIII Año

‘Novela’, de Javier Mateo Hidalgo

Novela
Javier Mateo Hidalgo
La Tortuga Búlgara, 2024

Si tuviera que definir en una frase la personalidad de Javier Mateo Hidalgo, diría: «El poeta de la sonrisa diligente». Entre los presocráticos, nuestro poeta elegiría siempre a Demócrito de Abdera —filósofo claro y risueño, para quien «Una vida sin alegrías es un largo camino sin posadas» [Fragmento 230 DK]— frente a su contrafigura, Heráclito de Éfeso, paradigma de la oscuridad y la congoja. De hecho, el título de uno de sus poemarios —La imagen sonora (2023)— parece inspirado en el fragmento 142 de Demócrito: «Los nombres son estampas sonoras». Otro de sus libros lleva como epígrafe un término acuñado precisamente por Demócrito: Ataraxia, es decir, «serenidad». Sin embargo, en la página 39 del mismo, el lector tropieza con la atribución a Parménides del símil más distintivo de Heráclito: el del río en cuyas aguas —siempre nuevas— no es posible bañarse dos veces [Fragmento 12 DK]. Mateo escribe: «El río de Parménides / pasó de largo / pero yo congelé la instantánea / y di forma al tiempo».

En alguno de sus próximos textos, el poeta de la sonrisa diligente no tendrá más remedio que ofrecer a Heráclito una rectificación, que tal vez hallaremos bajo el rótulo de “Perdona, Heráclito”, continuando así una tradición iniciada entre nosotros por Bernardo Atxaga, quien renombró “Perdona, Cravan” un poema de 1978, en el que confundió al poeta y boxeador Arthur Cravan con el pintor dadaísta Francis Picabia: «Para cuando Francis Picabia disputó en Barcelona / el campeonato mundial de boxeo / ya todas las cosas estaban dichas». Yo no sé si todas las cosas han sido ya dichas, pero considero que cada generación debe redescubrirlas, recordarlas, repetirlas, reajustarlas, rectificarlas…

Si en La imagen sonora, Mateo acreditaba poseer cualidades esenciales para el ejercicio poético —capacidad de síntesis, sentido de la paradoja, conocimiento de la tradición—, en Ataraxia (2022) daba rienda suelta a su pasión por los juegos sinestésicos. ¿Acaso existe materia más plástica o melódica que la palabra? En épocas tan ahítas de ficción y anémicas de ensoñación como esta tercera década del siglo XXI, Arquitectura del sueño (2024) expresa un contagioso entusiasmo comunitario. Durante varios días, el volumen viajó conmigo en trenes de cercanías, escenario privilegiado para someter un texto a la prueba de la realidad. En alguna ocasión compaginé su lectura con la relectura de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (Rilke, 1910), cuyas páginas contienen uno de los pasajes literarios que más me han obsesionado nunca:

Los versos significan poco cuando se escriben de joven. Más valdría atesorar sentido durante toda una vida —a ser posible, larga—, y al final, quizás escribir esos diez versos que merezcan realmente la pena. Porque, contrariamente a lo que se cree, los versos no son sentimientos, sino experiencias. Para dar a luz un solo verso es preciso haber visto muchas ciudades, hombres y cosas, conocer a los animales, sentir cómo vuelan las aves, saber el modo en que se abren las flores pequeñas al amanecer […] y ni siquiera basta con pensar todo esto. Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor […] y también haber estado al lado de los moribundos […] Pero ni siquiera basta con tener recuerdos. Hay que saber olvidarlos […] solo entonces puede suceder que, en una hora muy rara, emane de ellos la primera palabra de un verso.

Al lado de cada poeta trabaja siempre un prosista y, por momentos, un narrador de la propia intimidad. «Las cosas más firmes son cuanto más tiemblan», declara el autor de Novela, rastreador de antitéticas correspondencias. La infinitud del verbo, la vibración del alfabeto, no solo nos permiten vivir lo «imposible a ciencia cierta», sino rescatar incluso la memoria del «polvo de estrellas» que fuimos, que somos, que seremos. Es preciso ahondar en la experiencia de elevarse —elevarnos: en plural, colectivamente, con todos y cada uno de los otros— hacia ese remoto recuerdo. Algo parecido a una llamada generacional resuena en las páginas de Arquitectura del sueño, por mucha soledad concentrada que contenga. Soledad: piedra de toque de toda tentativa poética.

En un texto de 1946 —subrayo la fecha: 1946— titulado ¿Para qué poetas?, Heidegger evoca los célebres versos de Hölderlin: «La naturaleza abandona a todos los seres / al riesgo de su oscuro deseo / sin proteger a ninguno». Y glosa: «El ser es el riesgo por excelencia […] Arriesgar es poner en juego […] juego universal del ser». Tras citar de nuevo a Hölderlin —«Donde está el peligro, crece también lo que salva»—, concluye: «La propia desprotección procura una seguridad […] ser significa estar presente […] y, por tanto, en riesgo […] Lo que aporta seguridad es el riesgo». Así pues, la esencia del ser no es otra que el riesgo. De ahí la gravedad del juego, de los juegos de lenguaje, capaces de enriquecernos o arruinarnos, iluminar u oscurecer nuestro camino de conocimiento.

Paso a paso, tomamos conciencia del pasado, que al ensanchar nuestro presente nos vuelve eternos —culturalmente eternos—, «a través de la palabra que talla, / duro trabajo, siempre con la gubia, / puliendo el oído de quien escucha», leemos en Arquitectura del sueño, entrega inmediatamente anterior a Novela, título nada inocente para un libro engañosamente transparente. Las analogías, esta vez, apuntan hacia Dylan Thomas: Retrato del artista como perro cachorro (1940), donde el propio artista se compromete a rendir cuentas de su aprendizaje: «A todos os pondré algún día en una historia», asegura el poeta galés. «Algún día escribiré sobre todo esto, / sobre todos vosotros haré una novela», promete el castellano.

Si, como escribía Montaigne, «el testimonio más seguro de la sabiduría es un constante gozo interior» [I, XXV], el libro que presentamos revela la sabiduría de su artífice, capaz de conjugar los consejos de Ezra Pound —«tratamiento directo, economía verbal, frase musical, ninguna palabra superflua, ningún adjetivo que no revele algo»— y las máximas de Valéry: «La íntima alianza del sonido y el sentido es la característica esencial de la expresión poética […] una ligazón tan íntima como la del cuerpo y el alma» (1941); «Cada palabra reúne un sonido y un sentido. Me equivoco: es a la vez varios sonidos y varios sentidos» (1927).

Autorretrato del artista cachorro, pero lo bastante maduro como para lanzar una primera mirada retrospectiva sobre el imaginario del niño que no dejará de seguir siendo. Cada año, eso sí, un poco menos sentimental, un poco más cargado de experiencia. ¿Es la poesía otra cosa que «experiencia confesa», como indica Rilke, «experiencia condensada», como señala Mateo? La tercera estrofa de su composición número 12, reza:

Éramos todo futuro
y ahora el pasado empieza a hacer cuentas.
De la ilusión se pasa a la nostalgia,
los cambios del cuerpo
se acompasan con los del alma.

Son —aclara en la número 24— «los últimos días del pasado. / Una bisagra entre dos tiempos». En la 25, añade: «Ante sus ojos / la gran encrucijada». Y en la 28, se burla de sí mismo: «La joven promesa / se iba convirtiendo solo en promesa. / ¿Y después, qué?». En la 32 recapitula: «miré lo que dejaba atrás, […] / lo que me quedaba por andar. // El tiempo discurre sin manecillas / y lo que pasó se funde / con lo que pudo haber pasado».

Aristóteles, al fin. Volvemos al principio: el poeta como historiador de lo improbable. ¿Quién dirá que no es dura su vida, dedicada a eternizar lo pasajero, interminable su oficio, consagrado a promover lo inalcanzable? «Siempre hacia adelante. / Caminar hacia ese horizonte / que jamás se alcanza» (30).

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