julio de 2024 - VIII Año

‘Rayografía’, de Nicolás Casariego

Rayografía
Nicolás Casariego
Editorial Debate, 2023
 392 páginas

El Rayo Vallecano es fuerza y juventud

Todos los equipos de fútbol felices se parecen unos a otros, pero cada equipo infeliz lo es a su manera. Por su procedencia, por su pobreza, por su angustia permanente, o porque se ve rodeado de dos gigantes impermeables.

El Rayo es así: pobre, angustiado por la Segunda, rodeado por colosos y de un barrio tan cercano a la Puerta del Sol que se diría todo de abandono. Como en todos los extrarradios ocurren maravillas, las tres primeras palabras que aprendí a decir fueron «mamá», «papá» y «rayo», y eso significó que un equipo como el Rayito tenía su importancia, al menos en mi vida y en su principio. Y en la vida de otros muchos elegidos.

Cuando salí de la clínica donde nací no llegué a ver la gran nevada que había caído en el barrio de Retiro. Tampoco puedo asegurar que esa temporada se vieran rayos y se oyeran truenos, por lo que lo de la palabra «rayo» habría de tener otro origen.

Claro es que el Rayo Vallecano es infeliz a su manera: carente de estadio propio, permanentemente olvidado por los medios de comunicación, acusados sus seguidores de todo tipo de vilezas cuando hay un desastre en la capital, vendedor de las figuras señeras que van apareciendo, políticamente despreciado desde que nació en la casa de Prudencia Priego (Calle Puerto Monasterio, 8) en 1924. En esa fecha Vallecas era todavía un municipio independiente, con historia muy propia y con cierta hidalguía; el fútbol ya calaba y la gente ahorraba para asistir a uno de los campos que había en Madrid.

Sus seguidores también padecemos su infelicidad. No hay domingo que nos asista, y los pocos triunfos se vuelven hazañas griegas que nos sirven de consuelo o expiación. No hay una interpretación para los que lo hemos defendido desde siempre, desde pequeños, sin vislumbrar el porqué, sin hacernos la pregunta de ¿para qué venir aquí si tenemos un colchón mullido y un merengue dulce esperando más allá de la avenida de La Albufera?  Con la convicción de que este año la salvación estaría ahí mismo, entrando por Arroyo del Olivar y saliendo por Los Monegros (hoy Payaso Fofó) después del correspondiente empate (o del 0―2 que nos bajaba a Segunda o a Segunda B). Hubo una vez que ganó sin contemplaciones al Real, al Barça, al Atleti y a otros, y entonces nació el término Matagigantes, la única palabra que jamás definiría al equipo. Yo fui testigo de aquello, del nacimiento de esa palabra en la cabina de megafonía del estadio.

Y en eso viene a vernos Nicolás Casariego, y nos dedica un libro (Rayografía; Editorial Debate, 2023) y nos convence de su conversión, o de su descubrimiento, o de su apología.

Sí, amigos, yo no soy de llorar, pero cuando el Rayo perdía un partido trascendente, mis ojos se humedecían. Y cuando en Madrid había un tumulto o una revuelta, y los dirigentes de la Comunidad aducían que la culpa la tenían los seguidores del Rayo, mis ojos se enturbiaban. Y cuando jugábamos con el Tarrasa, el Baracaldo, el San Andrés, el Linares o el Onteniente, mis ojos se preparaban para lo peor. Lágrimas con mucha sal de Vallecas, con mucha sal de aperitivo de Casa Zapico, o de Casa Oter, o del Bar Lago. Sí, hay que tener dos gónadas para ser de Vallecas y para ser del Rayo, pudiendo nacer en Retiro o ser del Atleti.

Nicolás Casariego nos ha hecho un bien. Ha viajado, ha sufrido, ha hablado con hinchas, ha conocido parte de nuestra andadura, no toda, ha resucitado un recuerdo, ha revivido en mí una zona de mi historia personal, se ha tomado un aperitivo en un bar de la Avenida de la Albufera, ha hecho lo que todo merengue debería hacer al menos una vez en su vida para descubrir que la vida en el fútbol es efímera, y que hay otros equipos en otras galaxias, aparte de la aburrida Copa de Europa. Casariego, claro, nunca habló conmigo.

Desde los cuatro años yendo al viejo Estadio de Vallecas, que se caía a trozos, al Vallehermoso (exilio en un estadio de atletismo), y así hasta el nuevo estadio, que nos pareció una bombonera rodeada de viviendas populares. 16.000 espectadores, además de los vecinos de la calle Teniente Muñoz Díaz asomados en sus balcones, dos graderíos enfrentados y unas instalaciones sobrias y dignas.

Di la mano a muchos presidentes y a unos cuantos jugadores: a Pedro Roiz Cossío, a Miguel Rodríguez Alzola, a Marcelino Gil, a Paco Encinas, y la larga lista: a Felines, a Potele, a Alcázar, a Anero, a Uceda, a Fermín, a Landáburu, a Bordons, a Dueñas, a Maradona…Por cierto, un vallecano ilustre, Miguel Ángel Revilla Roiz, célebre presidente de la Comunidad Autónoma de La Montaña de Castilla, es sobrino de Pedro Roiz. También di la mano a algún entrenador: voy a colocar aquí el sagrado nombre de Alfredo Di Stéfano, y voy a añadir a Peñalva, a Olmedo y a Rojo.

Escuché mil veces, y lo sigo haciendo, el Himno del Rayo, el clásico, cantado en 1952 y copiado en un disco de pizarra. Sus voces eternas, el coro que me regala una estupenda voz inolvidable.

Casariego se da cuenta que un equipo de futbol es algo más que una patria. Que por un equipo se hace lo que no se haría por un hijo, o por un ejército o por una religión. Que el hincha padece y sueña, se revuelve un lunes y acaricia el éxito un viernes por la noche. Y cuando ese equipo es pobre, y rodeado de poderosos, la heroicidad es indudable. ¿Qué mueve a alguien a recorrer La Albufera con una bufanda de una escuadra de barrio, cuando su vecino merengue lo llama al triunfo permanente, o cuando el amigo culé se mofa de su sala de trofeos? Puede que toda una memoria, una infancia, una emoción, una lucha constante. Pretendemos que el fútbol sea catártico o salvífico, pero es sólo lo que es: una distracción de la maldad reinante, de la molicie diaria, como un modo de huida, una expulsión del resto de las hormonas que nos molestan con su insistencia barata. También puede que Vallecas esté detrás, y toda una tradición. Nicolás Casariego ha escrito un buen libro de recuerdos del futuro y regreso a las estrellas, se ha empapado de lluvia rayista y de historias personales, de preguntas sin respuesta, de trofeos inalcanzables. Debería haber llegado a la conclusión de que el Rayo Vallecano es el Santísima Trinidad en medio de una tormenta.

La semana pasada hubo una efeméride: 100 años y allí estuvimos.  «Rayografía» ha surgido de manera oportuna, pocos cumplen los 100 años. Desde Doña Prudencia hasta la permanencia, una vez más, esta temporada 2023-2024. El Rayo se salva por los pelos y el Real gana otra Copa de Europa. Hace mucho que Julio Iglesias llenó la kermés de la Plaza Vieja y que las chicas le rogaran que volviera otra vez con «La vida sigue igual», balada que resume el quehacer de una civilización.

Acaso Vallecas haya desaparecido, los vallecanos estén ya muertos y que lo único que quede de 1924 y de 1961 sea el Rayo. Y de aquí esa insistencia en ser lo que somos.

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