julio de 2024 - VIII Año

‘Luchino Visconti, el don de la belleza’, de Pedro García Cueto

Luchino Visconti, el don de la belleza
Pedro García Cueto
Ondina Ediciones, 2024
140 págs.

Visconti y su obra bajo la mirada de Pedro García Cueto

El libro que nos ofrece Pedro García Cueto casi no nos deja más que destacar la parte que le dedica a su película preferida «Muerte en Venecia». La propia extensión lo hace evidente, y más cuando gracias a ello profundiza no sólo en los aspectos técnicos sino en su temática que contrapuntea con la novela de Mann en la que el director italiano se inspirara.

El análisis de esta película que ocupa el grueso de la tercera parte (cuyo título se equipara incluso al subtítulo del libro: «el don de la belleza»), llegando al cincuenta por ciento del libro, queda así envuelto en una sucesión de breves reseñas ordenadas cronológicamente, muchas (en particular las primeras) un tanto descuidadas, alguna («La terra trema») reducido incluso su valor y su significado tras una supuesta intencionalidad «documentalista» también aplicada de hecho a «La terra trema», una película que a mi juicio considero enlazada a «Rocco y sus hermanos» de las que se deja de lado su auténtico significado, en la segunda explicitado en la secuencia final que García Cueto omite y que propone como única salida una feliz adaptación a las circunstancias (con lo que los protagonistas de la primera, aferrados a sus tradiciones, así como la tragedia en la que caen los demás hermanos, resultan ciertamente denostados más que… simplemente retratados).

En el análisis de «Muerte en Venecia», Pedro García Cueto exhibe por el contrario una redacción esmerada, ausente en uno u otro grado en las reseñas anteriores, realizando un verdadero y digno estudio, detallado y en profundidad, de esa obra que, aunque en menor medida y con extrema brevedad, se contagia por así decirlo a las otras reseñas que componen la tercera parte. Aquí, por fin, se impone el alma de poeta de Pedro de la que parece tener que disculparse en su preámbulo como en sus «conclusiones», dejando atrás a su vez una serie de salpicaduras de tinte ideológico que aparecen cada vez que puede dar muestras de ello de un modo bastante rebuscado casi como para que «nadie» lo confunda, no vaya a ser…

Por el contrario, en la reseña de «Muerte en Venecia», logra realizar el estudio que merece toda obra de arte, elaborado a partir de los elementos que realmente la componen; esto respetando la visión de la misma del autor que en muchos aspectos yo interpreto de otro modo (precisamente lo que me permite atribuir a toda la filmografía Visconti un único sentido, sin esas no explicitadas pero indirectas «luces y sombras» que parece ver la otra alma de Pedro; la que lo induce a reducir los dramas a la mencionada intencionalidad «documentalista»). Así, en el tratamiento de «La muerte en Venecia» (y en parte en toda la «tercera parte»), el poeta García Cueto pone en evidencia que estamos ante una tragedia individual al margen de la posición social de los protagonistas y del ambiente (que es como debió ser visto el ambiente en «La terra trema» y otras): el tema de la muerte, tanto en la novela como en la película, según anticipan el título que comparten ambas, vivido de manera inmadura. La muerte que tan solo ocurrirá “en” un lugar como podría haber acaecido en otro, eso sí, para un individuo particular, preso de unas vivencias perturbadoras determinadas por el sentido de la proximidad a la inutilidad que le promete la vejez… Esto es así más allá de que la muerte tenga a la peste como causa inmediata, un accidente que tan solo acelerará lo inevitable y, en última instancia, lo anímicamente próximo. Pero en particular, la muerte no aceptada, el deseo de recuperar en los hechos el tiempo perdido.

Cueto lo ve evitando caer en consideraciones forzadas como las que salpican muchas de las reseñas previas, por eso no insiste en la decadencia social ni, por ejemplo, se le ocurre considerar al mendigo como símbolo de la pobreza sino como lo que sin duda es: anuncio de la cercanía de la muerte, del desgaste corporal que la anuncia., desgaste por cierto que se muestra inclusive en el joven por medio de sus dientes. Es decir, la sombra siniestra que va detrás de todos.

En el estudio de «Muerte en Venecia», Garcia Cueto hace una lograda e interesante composición contrapuntística entre la película y la novela en la que el director se inspirara, mostrando los matices que alejan y acercan ambas obras maestras entre sí. Eso sí: quedando claro que la temática en ambos casos gira en torno a un conflicto individual que sólo secundariamente tiene lugar en un entorno de esplendor que está al margen de cualquier valoración social (como la del capitalismo que podría ser simbolizado por el cólera de haberse intentado por aberrante y rebuscado que hubiese sido esta vez). Aquí el poeta García Cueto no puede caer en tamaña butade ideológica, como la que que le permite «El Gatopardo», por ejemplo, colocado en su segunda parte: «aristocracia y pobreza», siendo que bien podría haber sido parte de la tercera, como otras, desde la propia óptica del poeta.  Y que sin embargo, como he dicho ya, cae al tratar y agrupar la mayoría de las demás películas en lugar de privilegiar la para mí auténtica preocupación de Visconti, presente en toda su obra: el drama del individuo o los individuos expuestos a circunstancias de las que no pueden salir cuando no son capaces de adaptarse pragmáticamente. Y conste que no se trata de cambiar un juicio de valor por otro sino sólo de no perder de vista el objeto que se estudia, es decir, de evitar amoldarlo a un deber ser cualquiera, a una función que estría por encima del arte, imponiéndole una predeterminada función, particularmente social, ideológica o política.

De ahí que yo interprete la elección por el compositor (el principal protagonista) de la máscara del maquillaje y la persecución del mismo al Ángel de la juventud (es decir, a mi criterio, no de la muerte) como símbolos del intento imposible, inevitablemente condenado al fracaso, de recuperar la juventud perdida  (de hecho “lo bello” para una personalidad narcisista en uno u otro grado, latente o tendencialmente presente en todo ser humano) más que como muestra de la voluntad de conquistar al joven cuya belleza sin duda lo enamora, aunque en un segundo plano a mi criterio; una belleza que querría para sí. De ahí que el maquillaje se deshaga en paralelo con la vida porque en la muerte ya no hay lugar para la mentira. Y este es para mí el tema central de la película como del texto de Mann por encima del voyerismo y la homosexualidad presente sin por ello ser a mi juicio lo crucial. Lo que hipnotiza al compositor es la belleza y la juventud por él perdidas e inalcanzables, a lo que no se resigna. Lo que persigue es lo que intentará inútilmente revertir, un imposible como le dicen los espejos. La juventud que envidia cautiva de su narcisismo. El teñido al que recurre, insisto, muestra no un intento de conquista como de recuperación, por ese medio visualizada, y que el posterior desteñido patético del maquillaje, de la máscara, se produce acompañando la total entrega solitaria, resultando la mortaja de un individuo que ante la muerte estará ya definitivamente despojado y solo. Decrepitud que, como ya he señalado, también afecta al joven a través de sus dientes: juventud y belleza igualmente condenada, igualmente destinadas a desaparecer como el compositor (y el escritor respectivamente) no acaban de aceptar, preso de su inmadurez.

En cualquier caso, existiendo diferencias entre mis interpretaciones y las de Pedro, nos encontramos en esta parte ante verdaderos análisis artísticos que ponen de relieve los aspectos que a mi entender habría querido poner en evidencia Visconti y que también son destacados en mayor o menor medida en los otros más breves que completan la tercera parte: los efectos devastadores del tiempo, la locura como refugio ante la hostilidad del mundo, el absurdo que se deriva de la falta de sentido imperante, la tristeza de un intelectual de otro tiempo ante el vacío que vislumbra en el futuro que se le ha hecho presente, el desborde de los celos que lleva a la destrucción del inocente de hecho pero culpable inmediato para el protagonista de lo que lo tortura. Todos temas que enfocan a individuos desolados e impotentes ante los hechos que se les imponen y que no son capaces de afrontar; personalidades a fin de cuentas ancladas a su propia «parcela de cielo» (Marx dixit) en nombre de la cual sucumben, tanto si son pescadores pobres («La terra trema») como si se trata de ricos aristócratas («El gatopardo») o burgueses («La caída de los dioses»). Situaciones que muchas veces llevan a Visconti a denostar sin más en tanto que derivadas de un rechazo de la impotencia (sin mostrarse dispuesto a comprender sus causas) y de la a veces supuesta inmadurez. En definitiva, con textos que dejan atrás las forzadas referencias dogmáticas que desmerecen las obras de arte (muchas de las cuales, desde esta óptica y otras, merecería la hoguera… o «la cancelación»). Dogmas que para colmo están más cerca de los eslóganes de Dulcino, el de la Edad Media, y de la Inquisición.

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