Tiempo de espera
José Sarria
Valparaíso Ediciones, 2022
65 páginas
En estas sesenta y cinco páginas, la referencia a la fugacidad del tiempo es constante. El libro se divide en cuatro partes, acertadamente: Tiempo de espera, La tarde, Incertidumbres y Final.
Encontré en su forma estética, poemas de diversa versificación y varias prosas poéticas. Una combinación interesante y enriquecedora que con justa moderación, hace agradable la lectura.
Y está dedicado a su madre, “que me dio tanta luz al nacer” dice el poeta, el hombre, y esto me provocó tanta ternura… y me predispuso a leer, versos que se abrían generosos, luminosos, cargados de recorrido vital y humanismo.
No todos, pero unos cuantos poemas se inician con un epílogo. Lo vemos desde “Tiempo de espera”, primer poema que da nombre al libro y en el que se repite la frase “¿Te he dicho alguna vez mi nombre?” de Antonio Ramírez Almanza; con reiteración manifiesta intentando definir ese tiempo de espera, procurando darle un nombre, porque lo que no se nombra no existe. “Mi nombre es aquella vieja aventura por conquistar los silencios, cuando aspiraba a comprender a los hombres, el asombro de las horas, la ceniza del tiempo, más allá del reloj y sus agujas”.
Haciendo un ejercicio de contemplación, dejando fluir la lectura, permitiendo que cada palabra se eleve y que nos llegue el perfume que impregna cada poema, nos dejaremos llevar por el autor a un tiempo mágico, que nos eleva, nos mueve de nuestra zona de confort y nos hace reflexionar. Poco a poco el poeta nos va introduciendo en un accionar placentero.
Nos invita a parar el tiempo, a detenernos en un tiempo de recogimiento, a solas, con nosotros mismos o a un lado del camino, al inicio o al final del viaje, a parar, a esperar, a tomar aire…
En estos tiempos de vértigo que vivimos, inmiscuidos en una vorágine que nos impulsa y expulsa, estos poemas son un bálsamo. Son poemas de exquisita riqueza sensorial y evocadora que se inspiran en la naturaleza algunas veces, cargados de imágenes, de metáforas: “El recuerdo es el tiempo detenido / en un lugar preciso / donde, jóvenes, / por un instante fuimos / eternos, invencibles, inmortales”. O “Mi nombre es la voz del sauzal y las acacias, siempre inclinados hacia la adversidad y el asosiego.”
Según el autor, este libro fue escrito durante el confinamiento, un tiempo ideal para hacer un viaje de introspección, para zurcir heridas e hilvanar la urdimbre de una trama que, con el tiempo y su debida maduración, se convertirá en el lienzo donde plasmar versos como estos ávidos de certezas, repletos de sabiduría y de vivencias.
La vulnerabilidad, transitoriedad e identidad son los tres pilares sobre los que Sarria edificó este libro, con el tiempo como hilo conductor. El tiempo atraviesa transversalmente toda la arquitectura del libro y va hasta sus orígenes, en busca de aquel niño que todavía habita en su interior, revalorizando la memoria, la ilusión de encontrar Ítaca, rescatando los pájaros y el alma libre, la eternidad contenida en un instante y los fragmentos de vida que nos componen como piezas de un rompecabezas a veces inconcluso.
Y llega la Tarde, el ocaso, la hora en que caen las hojas del calendario y el tiempo pesa, y es hora de balances, de ajuste de cuentas, de planteos y disquisiciones… El poeta nos advierte, el tren pasa una vez y las estaciones quedan vacías. Entonces, sólo nos queda la espera.
Hay una búsqueda de sí mismo, hay un hombre que indaga en su interior, sin miedo, deletreando su existencia, midiendo sus pasos y recordando desde su infancia. Sin dudas, su relación cercana con Marruecos le llevan a la terraza del “Café Hafa” y desde allí su mirada se expande, sin fronteras, ni limitaciones. “Yo soy el oriente”, escribe Sarria, instante de revelación identitaria que le lleva a reconocerse con el otro y en el otro.
La imagen de los arcángeles que bajan a la plaza en la republica de Venecia tiene tanto de mágico, de visionario y de revelación; como si fueran ángeles caídos. La ubicación espacio temporal relacionando las circunstancias que rodearon al apolo XI, la pérdida de la inocencia, la Huerta en el cementerio, la muerte, el milagro de la vida, el Ahora, la tarde…
En esa tarde de la vida, en ese otoño se ubica el poeta, con crisis de fe, (cito el poema “Hace tiempo creí tener a Dios”) con dudas que le asaltan, en constante búsqueda de esas certezas necesarias para combatir las incertidumbres que, con toda la carga de las exigencias autoimpuestas y con todos los miedos y las dudas, lo conforman y lo identifican. El poeta se muestra muy humano, completamente abocado a construir una mirada de pájaro, a encontrar un signo, una pluma, diminuta palabra que llegue a ser tan sublime como la luz, porque como nos hace saber: “Acendrar estos versos / y abatir todo aquello que suponga / un artificio extraño a la emoción: / entonces, solo entonces, / podrá brotar / el nombre puro de las cosas.” El poeta sabe lo que quiere y aunque conozca el final, nada desviará su camino.
Este tiempo de espera, de silencios y reflexión, le ha servido para elevarse, para rememorar y comprender que su patria es “beber a sorbos el café de su madre”, es buscar las respuestas a tanta incertidumbre, es ir hacia ese niño que habita en su interior con la esperanza de un futuro mejor y construir una mirada de pájaro que le permita volar libre, para ser el mismo.
Recomiendo que lean Tiempo de espera, un libro que nos habla desde donde habitan los silencios, con voz suave y esperanzadora, “con la indecisa voz de los primeros dioses”, (rezan los últimos versos del libro) con los susurros que nos llegan al alma en esos tiempos de reloj detenido, cuando lo que se espera es lo que soñamos, lo que idealizamos y esperamos con ilusión, lo que vendrá en el mismo lugar donde van a morir las mariposas.