Cuentos inevitables. Como hipo, el bostezo, el estornudo
Blanca Sarasúa
Editorial Vitruvio
188 págs.
El título del libro ya nos dice mucho de la duende que se esconde entre sus páginas. Blanca Sarasúa publicó su primer libro, Cuando las horas son fuego, con 44 años, y lo presentó de la mano del escritor Ramiro Pinilla , uno de sus maestros. Estudió siendo madre de familia y eso en su generación no era común. Ha vivido su niñez, su adolescencia, su juventud y parte de su madurez en el franquismo y a veces, para las jóvenes generaciones, es difícil comprender hasta qué punto hacerse mujer en aquellos años se traducía en miles de restricciones que impedían ser lo que una querría ser. Todo aquello dejó una profunda huella emocional en cientos de miles de mujeres que borrando con la firme voluntad de ser otras. Aquellas niñas de los 50 y 60 solo tenían a Celia como referente literario de rebeldía frente a santas, mártires, princesas virtuosas y reinas. Celia cuestionaba de manera ingeniosa y aparentemente inocente el mundo que la rodeaba. Personaje creado por Elena Fortún, a través de cual, la autora, destilaba su rebeldía, su fantasía, sus ansias de libertad, sus anhelos por cambiar una sociedad que la aprisionaba. Celia nos viene a la cabeza una y otra vez cuando leemos a Blanca Sarasúa. Desde el primer relato, cuando Martín, un niño de 7 años, quiere inventar un cuento sin madres y vivir libremente dentro de él. Celia se convierte en una mujer que quiere ser independiente y desea poder convertirse en escritora, pero no lo consigue. Blanca sí lo ha conseguido, es una poeta consagrada y premiada en varias ocasiones. A través de su poesía y de sus relatos aparentemente ingenuos y frescos nos desvela una joven rebelde, a una filosofa que transita por el mundo con una mirada, podríamos decir sorprendentemente posmoderna. Para Blanca la escritura es, como el hipo, el bostezo, el estornudo (que son mecanismos de defensa y limpieza del cuerpo) una necesidad vital.
Abu, ¿en tu tiempo tenías despertador? Así inicia un relato en el que el tiempo es protagonista. En realidad, el aroma del tiempo, tal y como lo describe Byung-Chul Han, está presente en todo el libro. Un aroma que no se aprecia cuando la gente se apresura, yendo a toda prisa de un presente a otro, envejeciendo sin hacerse mayor. Y eso no le ocurre a Blanca. Ella hace referencia a un tiempo lleno de significado, de profundidad, de vida, es consciente de la finalidad de su propio tiempo como queda patente en un diálogo con una nieta: “Yo solo quiero parar el tiempo”. “¿Qué dices?”, le contesta la nieta, “con lo lento que pasa”. “¿Lento? Pues a mí, se me escapa por todas las rendijas”.
El paso y el peso del tiempo son una constante en el libro. Sin melancolía. Sin dramatismos. Saboreándolos. Blanca se demora en sus recorridos diarios, en sus paseos, por contraposición a la sociedad de consumo donde hemos perdido el placer de demorarnos. Se detiene a contemplar lo que le rodea, con una mirada sensible, irónica, surrealista a veces. Blanca nos sitúa ante la materialidad de la vida, dialoga hasta con las farolas, las ballenas, las águilas… Sin embargo, los objetos de Blanca no son dulces, como ocurre, por ejemplo, en Neruda cuyas odas revelan una relación afectiva y sensual, incluso erótica con ellas. Para Blanca las cosas son, tienen vida propia y dialogan entre sí, incluso les hace reflexionar sobre su propia existencia. No hay objeto a contemplar porque la autora se funde en la materialidad de lo cotidiano y todo cobra horizontalidad, en la que, además, Blanca no se diluye. Ella nos descubre la importancia de lo insignificante en lo cotidiano, y sin dramatismos, con fina ironía, desvela también su condición de mujer mayor.
Por supuesto, la naturaleza está presente en sus relatos. Sin épica, sin exaltación, siendo ella misma parte del paisaje, volando como un águila sobre los picos de Europa o recordando su Isla de Ízaro y Arteaga, paisajes que quieren arrebatarle a la niña que dialogaba con las ballenas. Blanca no renuncia ni al humor ni a la magia, y así como Lucía Berlin nos descubre la magia en una lavandería del sudoeste estadounidense, ella nos descubre el mundo mágico de las sillas y las sombras. Si bien, atenta a los acelerados cambios que vivimos, defiende una realidad que le sea comprensible y en la que quiere seguir viviendo. Por eso, no podía faltar la mirada perpleja e irónica sobre los nuevos artefactos, por ejemplo, en Oiga Usted y en Esos bichos con batería. Y, al igual que Alice Munro, escribe con una compasión inteligente y tierna hacia las personas, por ejemplo, en esos diálogos con los nietos y las nietas llenos de humor, desparpajo y frescura. Sus relatos son bellos y nos arrancan una sonrisa porque su belleza es inmanente, brota de ella misma. Su libro rezuma poesía y alegría de vivir a pesar de los problemas y retos del mundo que nos rodea, nos muestra una conciencia de la vulnerabilidad expresada con fina ironía y plena consciencia de la finitud de su tiempo. El libro acaba con la autora compartiendo quejas con Teresa Panza, la mujer de Sancho, sobre la irremediable propensión de los hombres a perseguir imposibles, esa irremediable propensión a la trascendencia que deja de lado la vida y los cuerpos: ¿Y cuándo, Teresa, vamos a salir nosotras en busca de nuestro Dulcineo? ¿Detrás de que mata? ¿Dónde? Blanca es una resistente para quien la rebeldía es la única forma de vida digna como sostiene en su último libro de poemas No estoy de acuerdo (2022). Blanca Sarasúa apuesta por la vida hasta el último minuto: Perdidas las vergüenzas, voy sin lastre y soy feliz… tengo que incordiar bastante, aún guardo munición en la guantera.