noviembre de 2024 - VIII Año

‘Los escarpes de la edad’ de Gregorio González Perlado

Los escarpes de la edad
Gregorio González Perlado
Editorial Círculo Rojo, Almería, 2022
116 páginas

Abre Los escarpes de la edad una buena colección de citas, debidas a Cesare Pavese, Paul Valéry o Constantino Cavafis; también a José María Álvarez y Jaime Siles, referentes aún más cercanos a nosotros, al menos en el espacio y en el tiempo. De Álvarez y Siles podemos leer algunos versos especialmente significativos. Del primero: “Escribe. / Tus días y tus páginas. / Acepta ser como el viento que pasa”; del segundo: “Cada uno se es en lo pensado / y lo pensado dura en lo ya sido”. Pese a la intensa impresión de fugacidad que transmiten ambas citas, y casi cabría aventurar que a despecho de ella, brota con abundancia la vena lírica de Gregorio González Perlado en los, por regla general, muy amplios textos de su nuevo libro: Los escarpes de la edad, sí; el más reciente poemario de este escritor, periodista y gestor cultural madrileño, nacido en 1947, y en cuya trayectoria destacan aquella inaugural obra merecedora del Premio “Vicente Aleixandre” de 1971, Versos para la primavera, y, por supuesto, aquel volumen de título absolutamente prodigioso –que yo suscribo con alma plena y plena vida-, Todo lo que no es música se confunde en el silencio, del año 1980. Undécimo de sus poemarios entregados a la imprenta, estos Escarpes… llegan, ahora, aproximadamente cinco lustros después de La Centena, que en 1996 había sido dado a conocer –como los anteriores Cariátide y Al cabo, nada os debo, todo un explícito homenaje al magisterio de don Antonio Machado- por medio de la Editora Regional de Extremadura. Reabiertas por fin las esclusas del verbo poético de un autor tan solvente y convincente como González Perlado, de dilatada, contrastada e importante trayectoria, se diría que todo cuanto necesariamente había de remansarse durante veinticinco años no podía sino volcarse con generosidad en este esperado libro, poseedor de treinta y un poemas, quedando veintinueve de ellos repartidos en cuatro secciones de lo más nutridas y sugerentes (“No conciernen al tiempo los anhelos”, “Así tu vida, piensas”, “Mi corazón de agua y luz”, “Y ahora, como piedra de culto, permaneces”, sus respectivos títulos).

La fecunda y sólo aparente contradicción del “Prólogo final” y el “Epílogo inicial” –es decir, el par de páginas que le sirven a Los escarpes de la edad de alfa y omega- enmarcan un viaje literario cuyo centro es la escritura misma, mas no porque nos hallemos ante una obra que haga de la metaliteratura su bandera, sino porque la escritura, aquí, es sinónimo de una conciencia existencial asumida plenamente. “Escribimos a mitad del sobresalto”, afirma el autor –recurriendo a un relevante uso de la primera persona del plural-, para seguir más tarde del siguiente modo: “Escribimos a mitad de la zozobra y el quebranto, / lejana ya la juventud, arraigada la madurez profunda”. Y desde esa profunda madurez, el sujeto poético realiza una doble constatación: por una parte, la imperiosa necesidad de los recuerdos, y más concretamente del “tiempo de cerezas” que viene a simbolizar la primera memoria, es decir, la de la infancia, la adolescencia y los fragantes albores de la juventud (“…ahora que la edad registra y delata / incluso nuestros pliegues más insignificantes, / volvemos a escribir de un tiempo de cerezas, / agrandamos el horizonte y fortalecemos las palabras / como si realmente nada hubiera sucedido desde ayer”); por el otro lado, la irrefrenable presencia en nuestras vidas del deseo, de ese “afán” que, mutatis mutandis, quizá podría recordarnos a aquel otro, mucho más extravagante, de los Juegos de la edad tardía de Luis Landero, el gran novelista pacense. Aquí, no obstante, el deseo –ese deseo que marca “el rumbo de la vida”- se conjuga abiertamente con lo genérico humano y su perecedera condición, de manera que, al ser “conscientes de nuestra fugacidad, más deseamos cuanto más vivimos”. Y es en este punto donde, a mi juicio, Los escarpes de la edad alcanza el apogeo de su gracia y sus virtudes, pues el tema de la dignidad no demora su comparecencia en estas inspiradas páginas. “La dignidad es un atributo irrenunciable / y, sin embargo, / se trata de un acervo tan escaso / como preciada su posesión”, afirma Gregorio González Perlado sin ambages. Dignidad que, sin ambages igualmente, se asocia a la figura del hombre cotidiano, del hombre corriente, en lo que vendría a representar una suerte de épica cercana, de epopeya amable, cuyo posible imaginario sonoro podría remitirnos a esa célebre Fanfarria para el hombre común que el compositor norteamericano Aaron Copland acabaría incluyendo en su espléndida Tercera Sinfonía. El hombre cotidiano, escribe González Perlado, “habita su identidad expresa por voluntad madura / y de ella recibe el fundamento de ser, / la sinrazón de la congruencia, la concordia, / el intermitente placer de estar vivo”; porque “aquel hombre (…) se entristeció a diario con sus vaivenes, pero resistió el oleaje, / para recalar al cabo en una playa sosegada”. Comprendiendo que olvidando “se encuentra”, que amando “es posible ser amado”, el hombre cotidiano alcanza “a preservar su dignidad” entre la incertidumbre.

“Tu mirada serena y profunda envejece / con el papel de los libros que has leído”: tal hallazgo tiene cabida, sí, en Los escarpes de la edad, donde también pueden encontrarse bellos poemas de amor –a veces silencioso; otras, incluso no confesado-, y una página tan curiosa como “Aparente exilio en un país sin geografía”, capaz de proponer un juego afortunado de citas e intertextualidad con referencias a Villon, Manuel Vicent, García Márquez, Cernuda e Yves Bonnefoy, junto a una larga cita extraída del guion del famoso filme italiano de Giuseppe Tornatore Cinema Paradiso. Y hablando de cine: cómo no reparar en estos otros versos, “¿Qué resta hoy de aquel tiempo? / Un rancia foto de juventud”, con su alusión velada, o no tan velada, a Que reste t-il de nos amours?, la hermosísima canción de Charles Trenet que François Truffaut escogió para abrir su memorable película Besos robados. Los lectores habrán de reparar también, sin duda alguna, en la extensa composición titulada “Madre”, concebida como una “carta de amor”, y a lo largo de la cual el sujeto poético sale bien librado del nada fácil ejercicio que supone ponerse en la piel, efectivamente, de la progenitora ante su descendencia.

Desde la “libertad”, la “individualidad” y el “conocimiento”, y desde un inquebrantable compromiso cívico que no excluye la celebración de una bien fundada heterodoxia –cuyos acentos se van desgranando poco a poco-, Gregorio González Perlado afirma los cimientos de la edad madura, pondera sus atalayas, y cristaliza esas verdades del barquero que nunca están de más. Sobre todo si, con ellas, se acierta a componer una estrofa tan redonda como la que clausura el poema dedicado a la memoria de Ángel Campos: “Ni siquiera sabemos qué es la vida. / El tiempo nos lo impide. / Sabemos, eso sí, que todo se repite / a fuerza de ser irrepetible. / Que todo se afinca en la memoria / y que vivimos. / Y que morir resulta necesario. / Pues si ni siquiera sabemos qué es la vida, / cómo entender el arte de la muerte. / La más estricta ausencia”.

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