noviembre de 2024 - VIII Año

‘Epoca de Idiotas’ de Armando Zerolo Durán

Epoca de Idiotas
Armando Zerolo Durán
Ediciones Encuentro 2022
160 páginas

Armando Zerolo Durán ha presentado en octubre de este año su tercer libro, titulado Epoca de idiotas, un ensayo sobre el límite de nuestro tiempo. La presentación tuvo lugar en el Ateneo de Madrid, el 28 de dicho mes. No es un autor novel, pues anteriormente ya había publicado otras dos obras, Génesis del Estado Minotauro. El pensamiento político de Bertrand de Jouvenel y La Monarquía Constitucional. Principios del Estado Liberal según Chateaubriand. Armando Zerolo, nacido en Madrid en 1978, estudió en las Universidades de la Sorbona (Francia), Würzburg (Alemania) y Notre Dame (EE.UU.), y se ha especializado en la historia de las ideas políticas y en el liberalismo del siglo XX. En la actualidad es profesor de Filosofía Política y del Derecho en la Universidad San Pablo CEU, de Madrid, y participa y colabora asiduamente con medios de comunicación, como el diario El Debate, o la Cadena 13 Tv.

Seguro que no será ésta la última vez que sean tomados como referencia los comúnmente denominados idiotas, necios, estúpidos, imbéciles, locos, estultos o tontos. Referencia positiva unas veces y negativa otras, pero pocas veces tomada con indiferencia. Por ejemplo, los antiguos no los ponderaron positivamente. La misma palabra “idiota” es de acuñación clásica, pues procede del griego ιδιωτης (idiotés), referida a aquellos que no se ocupaban de los asuntos públicos, sino sólo de sus intereses privados. Por el contrario, en los albores de la modernidad ocuparían los idiotas un primer plano en 1511, con Erasmo de Rotterdam, que publicó una de sus más famosas obras, Elogio de la Locura o “Morias Enkomion” (Μωρίας Εγκώμιον), título en el que la voz “morias” se puede traducir como “locura”, la traducción más habitual en español (Elogio de la Locura), pero que también se traduce como insensatez o necedad, sin forzar.

Y, ya en la modernidad, están también los enjuiciamientos positivos de, en este caso, el “ingenuo”, entendido como sinónimo de los tontos, idiotas, etc., que realizaron Baltasar Gracián con su personaje de Andrenio, en su novela El Criticón, y Voltaire con su personaje de Cándido, en su novela homónima. Debe recordarse que la novela Cándido de Voltaire, no solo se inspiró, sino que, mucho más aún, a veces hasta copia de la novela de Gracián. Y tampoco se puede olvidar en este elenco al gran loco egregio por excelencia, el fabuloso personaje cervantino de D. Alonso Quijano, en El Quijote, que ha alcanzado el rango de arquetipo universal, muy por encima de las conceptuaciones que merezcan Andrenio o Cándido.

La novela romántica del siglo XIX retomaría esta temática, especialmente la novelística rusa. Fyodor Dostoievski, en 1869, publicó su novela El idiota. En ella, el gran novelista ruso creó un personaje altamente positivo, el príncipe Myshkin, considerado en general como un “idiota”, pero que se aproximaría a la encarnación más cabal de los ideales cristianos de amor y fraternidad que la humanidad puede alcanzar, aunque sufra los desgarramientos provocados por el conflicto entre los imperativos contradictorios de sus aspiraciones y sus limitaciones terrenales. No mucho después, en 1885, León Tolstoi publicó un relato titulado Iván el imbécil o Iván el tonto, según las diferentes traducciones existentes en español. Es un texto que también trata positivamente a los tontos o imbéciles. En el cuento de Tolstoi, el imbécil Iván es elogiado, pues conseguirá vivir feliz, a diferencia de sus hermanos, el guerrero y el comerciante.

En los tiempos más recientes, la “estupidez” ha sido tratada mucho más negativamente. Quizá el más famoso texto al respecto sea el del economista italiano Carlo Cipolla. Este, en 1988, publicó su obra Allegro, ma non troppo, en la que había incluido un divertido ensayo dedicado a realizar un breve análisis económico e histórico de la estupidez humana, que obtuvo un notable éxito y gran difusión. Parte de su éxito se fundó el planteamiento defensivo ante los estúpidos que proponía el autor, que confesaba su propósito de alertar al común para protegerse de ellos. Cipolla, en su obra, había definido la estupidez en función de tres leyes fundamentales, que puede consultar en internet cualquier interesado en conocerlas.

Valga esta pequeña digresión preliminar sobre el trato dado a los “idiotas”, en general, en nuestra tradición cultural, para aproximarse al sentido específico de la palabra “idiotas” que figura en el título de esta obra. En ella, el autor retoma la conceptuación más positiva de esa voz, con innegables reminiscencias del citado personaje de Dostoievski, el Príncipe Myshkin, de su novela El Idiota. Y, más aún, presenta una concepción contrapuesta a la definición del ιδιωτης (idiotés), antescitado. Sin embargo, aunque aparentemente no sea una cuestión central en su ensayo, el uso de la palabra “idiotas” en el título posee un alcance mayor que el de una mera provocación. Tiene el alcance de una propuesta ética que el autor explicita en las páginas finales.

Dicho esto, ha de añadirse que el libro de Armando Zerolo no se limita a analizar la realidad actual. Quienes se adentren en su texto, pronto descubrirán que las reflexiones del autor se orientan más hacia la comprensión de la idea de “límite” al que también define, a la de los límites de nuestro tiempo y, además, aborda el tratamiento de algunos otros asuntos, de no menos interés y trascendencia. En realidad, el libro de Armando Zerolo es un ensayo que trata sobre uno de los grandes temas de nuestro tiempo: el poder y sus límites.

Frente a las concepciones generales propias del mundo antiguo y el medieval, la modernidad surgida con el Renacimiento expandió los límites humanos, a los que llevó a su límite, valga la redundancia. Una expansión de límites que deparó un desgarramiento, el de la separación del cielo y la tierra y, con ella, una pérdida de creencias. Una pérdida que ha privado a la humanidad el suelo firme sobre el que pisaba y por el que había llegado hasta la modernidad. Las mismas creencias que inspiraron e impulsaron la modernidad se volvieron al final contra ella misma y generaron una idea pesimista del poder. El liberalismo político sería la expresión más tangible de ese pesimismo surgido, paradójicamente, del mismo éxito de la modernidad que se terminaría por imponer de la mano del Romanticismo.

Los límites de la humanidad fueron situados en el poder y, más precisamente, en el poder político, en ese tiempo que el autor considera el último capítulo de la modernidad, que fue el romanticismo. Y así, mientras que los antiguos situaron sus límites en lo desconocido y los medievales en la voluntad de Dios, la modernidad los situaría en las capacidades humanas y, con una vuelta más de tuerca, el romanticismo los puso en “la paradójica incapacidad de limitar el poder del hombre”. El liberalismo político, como señala acertadamente el autor, nacería justo de esa preocupación por limitar el poder, fundada en la desconfianza hacia el poder del hombre en la política. Aunque Zerolo cuestionará la idea de “limitar”, sin más, el poder del hombre, al conceptuar los límites.

Pero la modernidad ha perecido, la filosofía posmoderna lo ha proclamado. Y seguramente murió víctima de sus propias insuficiencias y ambigüedades, que han sido señaladas en los tiempos más recientes por autores tan dispares y relevantes en la actualidad como el español Antonio Escohotado, el italiano Maurizio Ferraris, o el alemán Markus Gabriel; aunque no todos ellos coincidan en el fin de la modernidad, ni en las vías para resolver la crisis espiritual e intelectual en la que se ha sumido nuestra cultura a partir de la segunda mitad del siglo XX. La modernidad ha perecido, de eso no hay duda. Y lo hizo en alguna de las muchas tempestades del turbulento siglo XX, especialmente entre 1914 y 1945. No es tampoco ésta una percepción extraña o extravagante: los terribles espasmos sufridos por la humanidad en el siglo XX han llevado a muchos a enfrentarse a esa constatación.

Amarga constatación, sin duda. Porque nuestro tiempo se ha hecho melindroso y mojigato. Nadie quiere mirar nada de lo que hay para ver, ni se atreve a mirar y menos todavía a arriesgar una apuesta, a precaverse, a prever, a juzgar. Casi nadie se atreve a decir o reconocer que ve lo que ve, es decir, una gigantesca crisis espiritual y de fundamentos. El espíritu científico de la modernidad exige y requiere pruebas y demostraciones para todo. Y todo ha sido invadido por las dudas que genera la desaparición de las creencias. Unas creencias desvanecidas que también son las creencias religiosas, sin duda. Aunque Zerolo toma la idea de “creencias” en un sentido muy preciso y a la vez más amplio que el meramente religioso, pese a que el autor se sitúa en el humanismo cristiano.

La idea de “creencia” que sostiene en su ensayo posee un sentido profunda e intensamente orteguiano, modulado por la interpretación que de Ortega y Gasset realizó María Zambrano, que el autor acoge, como él mismo explicita con detalle en el texto de su ensayo. Más aún, el autor recibe y toma la definición orteguiana del hombre como ser histórico

Armando Zerolo concluye su obra planteando un dilema: ¿estamos en una época de resistencia o más bien nos hallamos ante un tiempo de renacimiento? El dilema es trascendental y seguramente se encuentra en el punto de partida de todo su ensayo. Para Zerolo, en ese dilema se basa su apelación al tiempo de los “idiotas”, que es también nuestro tiempo. Y su apelación a los idiotas la efectúa en muchos sentidos, pero desde una perspectiva llena de positividad. Es la actitud ante el mundo del hombre que se ocupa de su vida y sus asuntos, y que lo hace con dedicación y esfuerzo, el “idiota” del autor, la actitud ética que reclama Zerolo al reivindicar a los no siempre apreciados “idiotas”.

No es aventurado suponer que la utilización de la palabra “renacimiento” en las páginas finales no es, ni casual, ni inocente. Como él mismo afirma con ironía, el tiempo presente es la “Era de Job”, el santo de la paciencia. Vivimos una época confusa en la que la población mundial se encuentra en trance de alcanzar los 8.000 millones. Una población que, en los últimos treinta años, ha visto desaparecer las hambrunas y caer los índices de pobreza, y que ha visto el aumento de la esperanza de vida, entre otros grandes logros. Sin embargo, y simultáneamente, no caben muchas dudas de que vivimos un tiempo peculiar, pues es el tiempo en que más juicios negativos se lanzan contra ese mundo, desde ese mismo mundo. Un mundo en el que los logros tecnológicos han acostumbrado a muchos a creer que se puede domesticar al universo y crear en la tierra paraísos a la carta, que indefectiblemente devienen en infiernos.

Markus Gabriel, en su Ética para tiempos oscuros (2021), propuso una “Nueva Ilustración”, no un nuevo renacimiento. También este autor considera que la modernidad ha llegado a su final y se ha agotado. Los principios de la modernidad, desarrollados a gran escala por los ilustrados y aplicados en los siglos XIX y XX, no han dado resultados tan satisfactorios como muchos esperaron, lo que ha conducido al desengaño y a una cierta decepción. El balance de la modernidad no ha sido muy satisfactorio al final, pese a que bajo la inspiración de la modernidad se hayan realizado grandes avances sociales, económicos y políticos. Los mayores seguramente en la Historia de la Humanidad.

El hecho de que vivimos un tiempo de resistencia, la “Era de Job”, tampoco ofrece dudas: Son ya muchos los años en los que nuestra cultura padece el constante vendaval de las sucesivas crisis intelectuales y culturales, es decir, espirituales, del mundo, desde el siglo del Romanticismo, el XIX. La última oleada fue la irrupción, a finales del siglo XX, de la filosofía posmoderna, que pareció que terminaría de arrasar todos los fundamentos del ser y del pensar. Pero la tormenta pasó, aunque ha dejado graves secuelas que aún padecemos. Estamos ante un tiempo en el que, aprovechando las crisis como oportunidades, como dictaba el viejo consejo, quizá haya llegado el momento de plantear si el siempre inquieto espíritu de nuestra tradición cultural puede emprender un nuevo renacer, o si se habrá de prolongar la ya larga resistencia.

El libro de Armando Zerolo ofrece un aliciente adicional, pues sin duda se aleja de la temática abordada en sus dos obras anteriores, Génesis del Estado Minotauro (El pensamiento político de Bertrand de Jouvenel) y su La Monarquía Constitucional (Principios del Estado Liberal según Chateaubriand), que estaban centrados en el estudio del pensamiento de esos autores. Este último libro de Armando Zerolo es personalísimo, propio, es él mismo. Por primera vez muestra el autor de modo directo y expreso su pensamiento.

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