Cierta como Morgana
Javier Olalde
Ediciones Vitruvio. Madrid, 2022
76 págs.
La última entrega poética de Javier Olalde confirma lo que ya sabíamos: que el autor es un excelente poeta. Tiempo y espacio habrá en otro momento para argumentar y apuntalar con ejemplos esta afirmación categórica, de cuya veracidad dan testimonio, por citar solo dos obras no muy alejadas de nuestro presente, Mi modo de ser árbol y Extravagancia infinita, ambas publicadas también por Ediciones Vitruvio. Más urgente resulta aquí precisar, con tal vez no infundado temor, el posible alcance del plural elegido para conjugar el verbo saber; o, dicho de otro modo, acotar la extensión que en el sentido lógico de la palabra tiene ese club de conocedores de la excelencia de la poesía de Javier Olalde. No me atrevo, como es natural, a aventurar un número de miembros, siquiera fuere aproximado, pero el escaso eco crítico que ha tenido el segundo de los poemarios citados permite sospechar que los integrantes de tal colectivo no sean tantos como cabría esperar, o bien que en él se haya organizado, de forma más o menos clandestina, una sección oficiosa de critpoadmiradores que prefieran venerar en silencio las obras del autor. Dejémoslo provisionalmente ahí.
Cierta como Morgana se inserta sin dificultad en la trayectoria poética de Javier Olalde, pues el tema que aborda, el amor, es tratado de la manera que la caracteriza, esto es, de manera intelectual e inteligente, los dos rasgos que a mi juicio mejor pueden definir su obra; y, por ello mismo, se sitúa con idéntica comodidad en una tradición poética amorosa de la que son exponentes, entre otros, los autores trovadorescos, los del dolce stil novo, Petrarca y al menos hasta cierto punto muchos de los seguidores de este, como Ausiàs March, sin ir más lejos ni tampoco más cerca. Ha de quedar claro, no obstante, que no estamos hablando en ningún caso de influencias directas, pues la sustancial originalidad de la lírica de Olalde vuelve problemático el escrutinio de influencias.
Entremos en materia. La voz que habla en Cierta como Morgana concibe el amor como algo argumentable pero insuficientemente demostrable, de modo que su presencia o existencia, indiscutibles pues se imponen con la rotundidad de lo obvio, requerirán de la fe, una fe que sin embargo se niega de manera obstinada a prescindir de la razón. Y en consonancia con ello la amada de la que habla esa voz no es la concurrida mujer ideal, idealizada o incluso real, sino una mujer ideada, construida y al tiempo esperada, previa y a la vez posterior a tal espera, dentro de un complejo juego conceptual a propósito del que es tentador evocar la noción kantiana de juicio sintético a priori. Tentador y quizá no del todo disparatado, ya que sobre uno de los mejores poemas del libro se cierne con nitidez la luminosa sombra de Descartes:
Pienso, luego existe la tarde
y el mar con ella,
y tu presencia al borde de la tarde y del agua
llegando de algún sitio,
sin que existan la tarde ni el mar
ni tu presencia al borde de la tarde
llegando mientras pienso.
Este mismo texto nos servirá para esbozar algunas de las sutilezas implicadas en el uso que del lenguaje poético hace el autor. Nótese que lo erigido o insinuado en los cuatro primeros versos es minuciosa y metódicamente demolido o si se prefiere recorrido a la inversa en los que siguen; y esto se verifica de manera asombrosa y fluida, natural y superlativamente poética, como quien no quiere la cosa (solo que en este caso es evidente que sí la quiere, que el autor está jugando a un juego muy divertido y muy serio, en el que nos obliga a participar). Dicho lo cual, podemos con toda tranquilidad y propiedad añadir que el poema en su conjunto constituye una portentosa epanadiplosis, esto es, una entidad verbal que comienza y acaba con la misma palabra, si bien esta ya no es la misma en su segunda ocurrencia, dado que acarrea ahora los casi ilimitados sentidos con que se ha enriquecido en el propio transcurrir del poema.
Y, ya que hemos empleado de forma rara la palabra ocurrencia, apuntemos de pasada que ese extraño uso no parece ser ajeno al autor; véanse si no los siguientes versos, entresacados de páginas y poemas diferentes: “Te pienso, luego ocurres”, en el que ocurre recobra su valor etimológico y la amada es literalmente una epifanía; “del amor escindido que sucede / allí donde habitamos”; “y aconteces en este indisoluble estar contigo”. ¿No será que el poeta está dándole vueltas a un campo léxico tan coherente como el que forman los verbos ocurrir, suceder y acontecer, y que en ese nada casual vértigo el sentido que quiere que atribuyamos a ocurrir es el que etimológicamente tenía y el autor sabe que tenía y le viene bien aquí escoger sin por ello incurrir en ningún tipo de exploración arqueológica? ¿No será que nos encontramos ante una poesía auténticamente reflexiva —que se flexiona y vuelve deliberadamente una y otra vez sobre sí misma, en un ejercicio programático de proyección del eje paradigmático sobre el sintagmático, proyección sobre la que algo nos enseñó Roman Jakobson—? En fin, júzguelo el lector. Al que encomendamos también la tarea de comprobar cómo la coherencia es una virtud que puede predicarse de todos los componentes de un poemario del que lo accidental ha sido expulsado: articulación de los poemas en secciones, ordenación interna de cada apartado, paradojas aparentes o reales como la vida misma, dilemas eróticos vigentes pero más bien descuidados en la lírica amorosa actual… O, por ejemplo, el cortés detalle de justificar desde dentro la propia existencia del poemario, pues la naturaleza intrínsecamente verbal del asunto —“porque tú eres el verbo y el mutismo del verbo”— hace conveniente recurrir al lenguaje para expresarlo y desarrollarlo.
Acaso sea este el momento, cuando el presente texto se encamina a su fin, de dejar constancia de lo dificultoso que ha sido hablar de una obra a la que no se pueden aplicar sino en un sentido radical y que requeriría una demorada exégesis los adjetivos que merece y la crítica literaria a menudo prodiga sin razón aparente.
Así pues, Cierta como Morgana: libro esencial e intenso, sólido, deslumbrante; pero, quizá sobre todo, entrañable: incorporable gozosamente a las experiencias no solo literarias sino también vitales de cualquier lector que se sienta interesado por la buena poesía.