Ataraxia
Javier Mateo Hidalgo
Almadenes, 2022
Prólogo de Miguel Sánchez-Ostiz
98 páginas
La joven y entusiasta editorial ciezana Almadenes, comandada por la escritora Rosa Campos Gómez, nos trae uno de esos libros de poesía que a uno le hacen recuperar la confianza en el género y, sobre todo, le ofrecen la posibilidad de acercarse a las nuevas generaciones, que como podemos comprobar —leyendo este intenso Ataraxia— no siempre apuestan por la ramplonería y el simplismo de los hashtags y de otras insustanciales zarandajas digitales que vomitan a diario —en forma de ripios como eslóganes publicitarios de detergentes o champús— las omnipresentes redes sociales.
La elegante edición del libro se beneficia además de una adecuada y bellísima cubierta del ilustrador José Víctor Villalba y de un insólito prólogo del veterano crítico literario Miguel Sánchez-Ostiz, prologuista habitual del pamplonés Ángel María Pascual.
Javier Mateo Hidalgo (Madrid, 1988) es Doctor en Bellas Artes y amante del cine, con lo que ya de base nos garantiza una venturosa lectura.
El propio título del poemario nos da que pensar acerca de las prometedoras inquietudes del autor. Él mismo dice en el epílogo que: «Demócrito describió la felicidad como “placer, bienestar, armonía, simetría y ataraxia”. El último de estos términos viene a traducirse precisamente por “ausencia de inquietud”, “tranquilidad de ánimo” o “imperturbabilidad”. Todas estas definiciones pueden completar el espíritu de quien inició la composición de este libro, allá por el verano de 2020. Han pasado casi dos años desde aquel momento y aquella “ataraxia” ha experimentado modificaciones en una vida plagada de cambios».
Así pues, consideración filosófica que nos hace recordar al epicúreo Ricardo Reis, heterónimo de Pessoa, que cifraba en la serena contemplación su único credo de vida, como podemos apreciar en sus Odas. En nuestro país nos viene a las mientes el magnífico ensayo de Julián Marías, titulado precisamente ‘Ataraxia y alcionismo’, donde el pensador relaciona a Ortega con Cervantes, lo que hace que el hilo conductor — ¿a modo de MacGuffin? — del poeta Javier Mateo tenga venerables antecedentes en ese senequismo tan nuestro. Aunque ya nos advierte el propio autor, en una de las citas (“tanta serenidad es ya dolor” de Claudio Rodríguez) que encabeza uno de sus poemas, que la lectura nos va a deparar también momentos más inquietantes (¡MacGuffin!). No en vano, el primer poemario de Javier llevaba por título El mar vertical, que en sorprendente oxímoron, como certeramente destacara entonces el escritor Francisco López Porcal, nos insinuaba “una naturaleza alterada, propia de una visión fantástica (…)” y nos ponía en guardia sobre las zozobras existenciales del poeta que, si bien, se han ido morigerando con el tiempo para recuperar la horizontalidad que reclama el estado de reposo invocado, no nos libra de algún que otro sobresalto como en una buena película de terror de serie B: “Era aquel abril/ un invierno interminable”, que nos canta en una de sus bellas composiciones, recogiendo el latido de los célebres versos preliminares de La tierra baldía de Elliot.
A su vez, las otras citas poéticas que ha destinado Javier Mateo para entrar en sus poemas no dejan lugar a dudas de dónde se encuentra el corazón del poeta, de sus afectos y sus filias: Zenobia Camprubí, León Felipe, Rosario Castellanos, Anne Sexton, Dulce María Loynaz, Concha Méndez, Ernestina de Champourcin, Rafael Pérez Estrada y Alejandra Pizarnik.
El poemario que nos ocupa consta de cuatro partes diferenciadas (Secuencias, Tranvía de sangre, Sueños y Poemas para Elena) además de una Invocación primera, una Colección de Aforismos y una Despedida. Ya, bajo estos epígrafes, el autor nos avanza los materiales de partida para la construcción de su corpus poético que, con una arquitectura textual e intertextual de fuste y solidez, se alimenta de suculentos ingredientes diversos. A saber: el cine, el mundo pretérito, lo onírico y el amor.
A estos habrá que unir, en una paciente lectura, otros tantos que consolidan la propuesta de Javier Mateo para ofrecernos un vibrante catálogo repleto de miradas, guiños, homenajes y referentes —desde las coordenadas musicales a las pictóricas— pasando, obviamente, por las literarias: universo lírico riquísimo y poliédrico, pues, en una suerte de caleidoscopio multicolor que, no obstante, se configura en una coherencia orgánica envidiable, alejándose decididamente del socorrido collage de urgencias. En este sentido, el poeta hace una declaración de intenciones implícita, en el ya mencionado epílogo, cuando nos confiesa que: «En términos musicales, fue un libro que surgió en forma de “andante”, prosiguió como “allegro” y atravesó pasajes “misteriosos”, “melancólicos” o “furiosos”».
Estos tópicos recurrentes —a los que se suman la mirada a través del ojo y del espejo, y del mito y su doble— van a hacer alusiones concretas, que reflejan palmariamente los exquisitos gustos artísticos del autor: pintores como Pissarro , El Greco o El Bosco: “Sabré que solo soy una mancha/ asomada a otro ventanal pintado, / inventado por Pissarro”, o en esa afortunada aliteración: “Como un personaje de El Greco/ entre tierra y cielo, astigmático de estigmas,/ todo se confunde”; personajes cinematográficos como la figura de Willa Harper en La noche del cazador que encarnará Shelley Winters, en unos versos arrebatadores: “Todavía lucha por olvidar que la mezcla de colores/ da, casi siempre, el último negro”; las de monstruos como Nosferatu o Frankenstein sin obviar la muy oportuna del Burt Lancaster del film El nadador —sobre el cuento homónimo de John Cheever— donde en su identificación el poeta se sumerge en las procelosas aguas de un desasosegante nihilismo: “Hacia dónde se dirige/ el nadador?/ Va y viene por la piscina/ mientras piensa en cosas/ que están fuera del agua.”
Pero hay más: amalgamando veladas referencias al clásico Vértigo de Hitchcock y al cuento de La Bella Durmiente: “Retorcidos peldaños/ ¿a dónde conducís?// Una voz me llama, /como la de la rueca”, el poeta nos abisma en la ascensión a una torre que nos enfrenta a sus/nuestros fantasmas personales.
La galería de máscaras, en este baile de disfraces que es Ataraxia, tiene algo de pessoano —y volvemos al gran poeta luso—, nos trae también al actor cómico Harold Lloyd, o al guionista de Bollywood Salim-Javed y no dejará asimismo de replicarse en otras proteicas identidades como la de los músicos, sean estos Massenet, Lully, Boccherini o Ligeti: “Pinceles como batutas/ mientras la meditación/ de Massenet suena a lo lejos, / degradando el color”, en versos en los que el recurso de la sinestesia se hace patente como en tantos otros del libro. Asimismo, ya se apuntaba más arriba, el mundo literario por mor de lo mítico no queda tampoco fuera de este itinerario aunque sea para subvertirlo: “Iniciado nuestro viaje, / lo habíamos emprendido/ Penélope y Ulises/ juntos, dejando atrás Ítaca”.
El poema que abre el bloque de Secuencias hace un guiño a El Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara, poniendo el acento en ese voyeurismo que concita el cine, tan caro al autor: “Los colores desaparecieron/ y solo se diferencian imágenes/ saliendo por techos sin tejados”.
Por su parte, los aforismos —34 aforismos oníricos—, instrumentalizando su función temática de acerada reflexión, se transmutan en elocuente metáfora de la simetría axial que divide el poemario casi en dos mitades, evocando el corte preciso de un cuchillo; y por alusiones citamos este: “El inocente sueña descubrir su puñal y el culpable limpiar la sangre”. La insinuación especular no es nada irrelevante ni siquiera inocente puesto que el tópico poético del espejo —como trasunto de la percepción y de la duplicidad— aparecerá en varios poemas del libro: “El yo desdoblado esconde la desnudez y muestra la intimidad”, que busca la desarticulación de lo ontológico en ese aludido carrusel de máscaras, que paradójicamente es complementado con esta otra sentencia aforística: “Soñar nos hace sujeto narrador, narración, objeto narrado y destinatario de lo que narra”, con la que el poeta aspira, en su ensoñación, al anhelo totalizador del demiurgo omnisciente, dueño y señor de su criatura en una megalomanía onanista sin límites que, como bien sabemos, la tozudez de la realidad se encargará de malograr en otra pirueta conceptual de signo contrario para poner las cosas en su sitio: “Frankenstein nos perseguía, (…)”,donde el propio poeta nos advierte otra de sus huidas vitales de la rutinaria cotidianidad, para mantener íntegra su amenazada identidad.
Nos encontramos, pues, con un poemario escrito desde el más insobornable sentir de lo auténtico, con la sinceridad como baluarte en cada verso, en un honesto ejercicio de auto-reconocimiento donde el compromiso ético y moral es parte del cañamazo de lenguaje e imágenes, de metáforas y figuras retóricas que Javier Mateo Hidalgo ha articulado en un admirable monumento a la palabra poética. ¡Sin trampas ni cartón!
¿Se puede pedir más?