No voy a traicionar a Borges
José Luis Rodríguez Zapatero
Ediciones Huso, Colección “Palabras Hilanderas”, nº 8
Barcelona, 2021; 104 páginas.
Ríos, y más que ríos: cataratas de tinta –y las que quedan- se han vertido a propósito del genial trabajo literario de Jorge Luis Borges. No ha de extrañarnos. Cuesta recordar, cuesta siquiera concebir una poética tan radicalmente singular, tan rematadamente propia, y a la vez tan poliédrica y capaz de apelar a las más hondas inquietudes del ser humano. Siendo, como lo fue, un lírico sobresaliente, los cuentos del escritor argentino, sutiles y rotundos, de un riquísimo estilo tornasolado que nunca incurre ni en la sobreabundancia ni en el engolamiento, representan una conquista objetiva de la lengua castellana, y la definitiva razón de su soberano influjo en la mejor literatura universal de nuestra época: nadie, hasta entonces, había sabido fundir como él erudición, emoción y desvelos metafísicos; nadie, hasta entonces, se había servido de la narrativa al extremo de plantear, en rigor, un nuevo género, abierto a la profundidad del ensayo, los juegos metaliterarios y la intensidad, subjetividad y concentración inherentes a la poesía, sin menoscabo de la fuerza que cabe exigir, en un molde como el del cuento, al rayo conductor de la trama –y este concreto logro quizá resulte lo más genial del caso-. De todo ello acaba de hacerse eco, con ardor no por conciso menos entusiasta, José Luis Rodríguez Zapatero (Valladolid, 1960), en el pequeño volumen titulado No voy a traicionar a Borges. El expresidente del Gobierno de España, profesor en su día de Derecho Constitucional en la Universidad de León y miembro nato del Consejo de Estado, descubrió al escritor bonaerense en su primera juventud –a los dieciséis años- por medio de una primera lectura de “El Aleph”, y, desde entonces, su bien conocida predilección borgiana –devoción borgiana, cabría decir incluso- no ha hecho sino intensificarse. Algo que le honra, indudable y absolutamente, sobre todo si tomamos por contexto el panorama político actual de nuestro país, más aficionado a las ridículas agudezas de Twitter y a los seriales encopetados de Netflix que a la excelencia de la cultura y de las artes-.
No voy a traicionar a Borges no es tanto un breve texto ensayístico como algo de mucha mayor singularidad: unas fervientes notas borgianas; algo así como las anotaciones que un consumado lector del argentino ha ido dejando en los márgenes de sus libros de cuentos, poemas y ensayos. Así, José Luis Rodríguez Zapatero parece engarzar dichos apuntes presentándolos con el debido empaque, ordenándolos con perspicacia, concediéndole a la propia voz de Borges, no pocas veces, la primacía del discurso en su desarrollo –“Mis páginas son páginas con Borges”, leemos en la página 27-. Una sana modestia (“Comparezco ante las lectoras y los lectores de mi escritor predilecto, en tal condición y no en ninguna otra, como uno de ellos”) merced a la que cabe encontrar más de un rotundo acierto en el decurso de la obra. Por ejemplo, el capítulo dedicado a la política, en el que se logra formular un “humanismo borgiano” basado en la ética, el diálogo y el mutuo reconocimiento entre las distintas civilizaciones y culturas, tras haber propuesto una reflexión de gran lucidez e inequívoco compromiso con los valores del progreso: “Como en su literatura, en el pensamiento político borgeano hay más laberintos y espejos que certezas y caminos fáciles. La diferencia entre ambos, no obstante, es clamorosa. Su obra literaria nos conmueve; su discurso político, no”. Por ejemplo, el capítulo dedicado a los prólogos y epílogos que Borges escribió para sus propias obras, en tanto en cuanto ayudan al lector “en ese exigente reto que fue siempre su literatura”. Por ejemplo también, las anotaciones con las que el pequeño volumen camina hacia su cierre, con su esfuerzo de síntesis –“Borges es el maestro de la duda inteligente y el gran dialéctico de las inquietudes de la vida, pero que a la vez nos genera una serenidad cierta”- e incluso algún juego en la intemperie, si bien en plena sintonía de miradas –“Con estos apuntes finales tengo la sensación de que puede iniciarse otro ensayo. Y con ese nuevo ensayo otro y otro y así hasta el añorado infinito”-.
La idea feraz del contrapunto y sus procedimientos lleva al autor a establecer un parangón entre literatura y música; entre Jorge Luis Borges y Johann Sebastian Bach, para ser exactos. Con todo, no hubiese desmerecido a estas páginas alguna alusión a Alberto Ginastera o Astor Piazzolla, tan argentinos y cosmopolitas como Borges; tan representativos de un tiempo que ya es posteridad, y de un lugar de todos los lugares, por decirlo así. Quizá resulte preferible subrayar una delicia: entre los apuntes de Rodríguez Zapatero, figura una lista no ya de adjetivos típicos sino de adjetivaciones –en cada caso con el sustantivo explícito- netamente borgianas por su capacidad de sorpresa –todo un “homenaje a nuestro idioma”-. Inspirado por Borges, el autor incluso aventura –mientras repasa algunos poemas memorables como “Los justos”, “Las causas” o “La lluvia”- un feliz acercamiento a la raigambre de la poesía: “… es sentir que la belleza nos hace entender lo intemporal”. Desde la convicción inquebrantable de que alejarse de toda presunción confiere a su homenaje mayor autenticidad –no fueron raros los instantes en que Borges subrayó públicamente algunas supuestas limitaciones de su quehacer-, José Luis Rodríguez Zapatero ha dado forma a una suerte de devocionario borgiano, cuya pasión acaba trascendiendo al propio genio para celebrar el prodigio, gozoso y doble, de la escritura y la lectura. No se priven de un deleite así.