Las razones del hombre delgado
Rafael Soler
Nueva York Poetry Press
Nueva York, 2021
166 páginas
No ha sido casualidad, sino intuición, si he elegido como marcapáginas del poemario de Rafael Soler, una tarjeta postal que representa al ángel Gabriel de la catedral de Reims, con una bellísima sonrisa gótica y una mano destrozada por el tiempo. Después, he leído, casi sin sorpresa, en las primeras páginas del poemario:
Mano así desprotegida
ángel mío caído del deseo (p. 45)
… y me he dado cuenta que era el marcapáginas adecuado. Misterios de la intuición. También, cosa rara en mí que no soy bebedora, me he servido, al comenzar la lectura, dos dedos de Chivas. Pero desobedeciendo a los entendidos, he puesto un cubito en el vaso de cristal para que tintinee. La mejor música para acompañar un poemario de Soler, me he dicho. Amargas lágrimas, lengua encendida. Sé ya que no saldré indemne de esta lectura, conozco al pájaro.
Pronto me doy cuenta de que Soler ha elegido no un tema, sino el tema por excelencia, el temazo. Pues el amor y la muerte son nuestros dos grandes asuntos. Aquí se trata de la finitud y del deterioro, que aún es peor. De esa desmedida violencia que nos inflige el tiempo como a los ángeles de las catedrales, sin la mínima consideración hacia nuestro deseo de perdurar y hacia eso, que, pretenciosos como somos, llamamos “dignidad humana”. Soler parece que se lo toma a chunga, que se chotea sin parar de todo ello, que se burla.
esta nana muy al gusto del Gran Topo (p. 25)
Pero los que estamos acostumbrados a sus travesuras, nos tensamos, no sólo por la atención que merece el poemario, sino por lo que intuimos que en él nos aguarda:
y si desnudo nací desnudo sigo
a la espera de una cita con El Cuervo (p. 25)
ya suena la edad que nos debemos (p. 27)
sonó la flauta que convoca a misa (p. 29)
desplante del empeine al comprender
que pronto será losa
cardumen con su lanza (p. 30)
oronda placidez tanatopractor
cuando he sido con mi cirio convocado. (p. 36)
La burla es continua. La guasa refinada y ensombrecida por la melancolía, a veces incluso un poco desaforada.
Burla, sí, pero también estremecimiento y, naturalmente, desdicha:
canción, temblor y comisura. (p. 33)
con un porcentaje elevadísimo
de lágrimas (p. 53)
Los grandes burlones, los grandes amargos, los grandes escépticos y también los crísticos, como Pascal, Montaigne, Schopenhauer o Vallejo, son los que nos enseñaron que ante la muerte todo es – o parece – irrisorio. Los mismos nos señalaron nuestros ridículos, vanidades, y necedades diversas, y casi de forma descarnada, nuestra desdichada condición. A todos ellos parece haber convocado Soler en su poemario que sin embargo es tan suyo, tan propio, tan inconfundible, con su estilo fulgurante, con su compasión y su acidez, con sus certeras cuchilladas a lo inane, sus arcabuzazos a nuestro corazón glacial, su festivo tiroteo que no deja títere con cabeza, en pos de más verdad, de más piedad, de menos vanidad, pues, también caerá, como todos, el chulito de la chamarra de cuerina. Y todos los mandamases habidos y por haber. Una verdadera Vanitas, que recuerda a las de los pintores barrocos de la Escuela de Sevilla.
El alto grado de conciencia del poeta es aquí el de un moralista sin moralina, y su arte, el de un artista sin concesiones. Las razones del hombre delgado son las razones de un poeta exigente. Y una vez más, Soler es Soler en estado puro. Hombre desesperado por el hombre y su precaria condición, pero poeta que cuenta las sílabas que mide, recorta, poda, pone, quita, borra, labra y siembra. ¡Vaya si siembra! Siembra un poco de pánico, como todos los que advierten. Advertir puede ser una misión y cada manera de habitar la lengua un acto político. La manera de Soler es casi revolucionaria. Pero hay tales hallazgos, tales divinas componendas, tales melodías, tales artísticas disonancias, tales “sagaces combinatorias” como diría Paco G. Marquina, tal maestría en suma, que, en lugar de ceder al pánico, recibimos los bálsamos, los ungüentos, los reconfortantes caldos, los vinos dulces que nos administra la mano altamente compasiva de su técnica.
Porque aquí no hay impúdico desahogo, la íntima cloaca, ni patética gesticulación, sino poesía, y por muy escabroso y desagradable que sea el tema, en cuanto la técnica es la adecuada, sentimos el suavísimo goce de lo literario, el delicioso estremecimiento que nos procura el acercamiento a la verdad y la extraordinaria fuerza que nos transmite la belleza. ¡Qué terrible nos parecería Pascal sin su admirable prosa! ¡Qué apesadumbrado Vallejo sin su sustancia poética! ¡Qué cascarrabias Schopenhauer sin su relación filosófica con la verdad más extrema!
Poco importa entonces que nos pongan de cara a la pared si, como decía el delicado Levinas, el artista, gracias a su profesión, hace relucir el Ser ante nuestros ojos expectantes, ante nuestras almas estupefactas. O, por su pasión constructora y por su libertad auténtica, se alza con el Ser como también lo formulaba nuestro místico Jorge Guillén, a la vez tan lejano y tan cercano al poemario que leemos. Porque cuando la lengua se hace filigrana, bordado, base de apoyo y dulzor, cuando la lengua alcanza su máxima intensidad, su máxima expresividad, su cósmico anhelo, el tema más intratable, como en este caso, también se convierte en Cántico, y ese hombre delgado, ese poeta que se confiesa frágil, vencido, asustado en su intento de plenitud y de duración, triunfa al mismo tiempo que la lengua que ha sabido magnificar. Y mal que le pese –pues no se escribe un poemario como este sin ser profundamente humilde– entra en su gloria.
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