Adolescente fui en días idénticos a nubes
José Luis Rey
Ediciones Vitruvio, Colección “Baños del Carmen”, nº 769
Madrid, 2019
160 páginas
De una de las rimas más famosas de Gustavo Adolfo Bécquer, Luis Cernuda extrajo el título de su poemario de 1933 Donde habite el olvido; el también poeta andaluz José Luis Rey (Puente Genil, Córdoba, 1973) ha tomado precisamente un verso de esa obra para dar nombre a su poesía de primerísima juventud, escrita entre 1987 y 1992: Adolescente fui en días idénticos a nubes. Y con ello no sólo ha subrayado la trascendencia de esa forjadora etapa de la vida: también ha querido alimentar, explícitamente, el fuego de lo mejor de una tradición, que va pasando de época en época transformado, adaptado a la sensibilidad de cada meandro de la historia. En el salto del siglo XX al XXI, la obra de José Luis Rey –ensayista, traductor y, sobre todo, voz muy relevante de nuestro panorama poético actual, con galardones en su haber como el Premio “Jaime Gil de Biedma”, el “Fundación Loewe” o el “Tiflos”- constituye uno de los ejemplos más elocuentes de cómo la tradición puede cobrar renovados bríos sin caer en el acartonamiento ni en el cultivo sistemático de las pequeñas formas imitativas o manieristas. En sus dos partes, de 2001 y 2009, La luz y la palabra demostró una feracidad expresiva y una exuberancia de giros y acentos que tuvo en el monumental poemario de 2018 La epifanía –más de 500 páginas divididas en cinco libros- su particular coronación. Por el camino, trabajos como La familia nórdica (2006), Barroco (2010), Las visiones (2012) y La fruta de los mudos (2016), dieron cumplido testimonio de la “potencia creadora”, “fuerza simbólica” y “capacidad visionaria” de las que, a propósito de la obra de Rey, oportunamente escribiera el crítico literario José Enrique Martínez.
Todo partió, sí, de los también numerosos poemas compuestos por el autor entre sus catorce y sus diecinueve años de edad. Algunos de ellos, en 1999, y en una muy pequeña edición no venal, habían visto ya la luz: en concreto toda la primera sección, “Primeros poemas”, de lo que hoy es Adolescente fui en días idénticos a nubes; conjunto espléndidamente editado por el sello Vitruvio, que se completa con una amplia segunda parte titulada con igual sencillez: “Otros poemas adolescentes” –adolescentes e inéditos hasta ahora-. En el prólogo del volumen, José Luis Rey afirma que, a sus catorce años, experimentó “la revelación y el Pentecostés de la poesía”; los dos sorprendentes, hermosos e impecables sonetos con los que se abre el libro, “El rostro perdido en las aguas” y “La paloma”, dan noticia, además, de que a aquella venida del espíritu poético le había precedido un muy temprano conocimiento de la técnica versal y de las creaciones legadas por los grandes nombres de la poesía en castellano. Estructuras arromanzadas, con detalles de vívida imaginería, recuerdan a Federico García Lorca (“El aire de las riberas, / vaga flor que cierra el tiempo, / era sangre en las orillas, / mimbre roto por mi cuerpo”; “Los hombres lavan estrellas / en la loca zarabanda / de los puentes florecidos / al amor de viejas faldas”), mientras que una fresca influencia de Rubén Darío se advierte en el sensual soneto alejandrino “Hurí del agua” o en el poema “Cuento” (“Donde los cisnes sueñan, en la fría laguna, / con los cien caballeros de la piel de aceituna / que hechizara la bruja con su voz de oropel”). Las resonancias machadianas de “Nostalgia” (“Campanas tristes, campanas / desnudas, frías y viejas, / esta tarde, como a mí, / nadie os llama ni os espera”) conviven armónicamente con las de Vicente Aleixandre en “Luna de otoño”; entre unas y otras, ocho liras rinden homenaje a Fray Luis de León -configurando una “Oda” que aboca abiertamente al ejercicio de estilo- y, además, el soneto “Lope recuerda a Marta” se halla concebido como un brillante guiño culturalista en clave de monólogo dramático. Junto a detalles de memorable imaginación (“El mar dobla en tus ojos su guitarra imposible / mientras corre su cinta de verde espuma ardiendo”; “El sol (…) estira su corbata de nubes y viñedos”), estrofas de singular belleza y hondura brotan, aquí y allá, conforme avanzan las páginas (“Habrá un hombre lejano, habrá una pena, / libros marchitos y una luna llena. / Sabré que vivo sin estar viviendo”), al tiempo que se constata cómo los sonetos, los romances, las liras o las décimas van dejando paso al verso libre –incluso a los dos poemas en prosa incluidos en el volumen, “Dictadura” y “Revelación en si menor”-. Y, más importante todavía, al tiempo que la general impronta, deudora del espíritu totalizador de Juan Ramón Jiménez, va atreviéndose a indagar en los primeros indicios de la edad –“Un tiempo breve y luminoso fui / vecino del gran oro / y ellas y yo brillamos / sin que nadie supiera que vivíamos”, leemos en el poema “Las espigas”- y a adentrarse en la reflexión metalingüística (“Oh nombres que me cantáis / la realidad recreada / (…) Cuando os nombremos seréis / -flor hablada, nube escrita- / la verdad de nuestras almas”).
En la décima titulada “Paraíso adolescente”, cabe encontrar dos versos que bien podrían condensar el universo lírico de este volumen: “¿Quién inflamará mi vida / para hacerme más ausente?”. Amor y desamor latiendo, sí; latiendo entendidos con amplitud, y sublimados por una fuerte impresión de unidad en los planos perceptivo y sensitivo, lo que, en ocasiones, llega a advertirse sin ambages en el fenómeno sinestésico (“Sonora sensación de luz erguida”). Amor y desamor, y también la amistad fuerte, formidable, como la que edifica “Los jóvenes caídos”; oportuno y afortunado homenaje al malogrado novelista francés Alain-Fournier, fallecido al comienzo de la Primera Guerra Mundial cerca de Verdún, y autor de la mítica “Bildungsroman” El gran Meaulnes. Pero lo más relevante del caso es cómo, a pesar de los instantes de desencuentro con el mundo –“Busco lo que no sé / y pierdo lo que me encuentra”-, el sujeto poético alcanza el noble poder de la capacidad de entrega: “Yo tenía una moneda / de oro gris dentro del alma. / Y el día que yo la di / gané el sol de la mañana.” Es el instinto de la celebración –al venerable amparo del genial Claudio Rodríguez- el que acabará imponiéndose, como acabará imponiéndose del mismo modo un verso libre cada vez más audaz y personal –revísese, por ejemplo, la composición titulada “Efigie de fundador en un parque público”-.
“Enemiga Belleza (…) / ¿tú que puedes sin mí?”, se pregunta José Luis Rey, con impulso juanramoniano, en el ingenioso y agudo poema “Los rivales”. Consecuentemente, pocas páginas después afirma: “Todo está claro ya: la poesía / es el estado natural del mundo”. En última instancia, Adolescente fui en días idénticos a nubes representa la persecución y consecución de esa claridad. Sin duda para “tener el horizonte”, y “sentir el poniente como la misma orilla / donde empieza otro reino”.