El sermón de la montaña
Fernando Cabrita
Baile del Sol, 2018
Asistimos durante este sermón ―en realidad, una (anti)oda dividida en VIII capítulos― a un deliberado y sentido homenaje al confeso padre espiritual de nuestro autor, que no es otro que el estadounidense de la Generación Beat, Allen Ginsberg, aunque por el camino se rinda también tributo a la influencia que Ezra Pound y otros intelectuales han ejercido en su escritura y en su forma de ver el mundo a través de la poesía, con nuestro Vicente Aleixandre entre ellos, digamos de pasada.
Sus versos, a veces tan largos como un gato desperezándose, están repletos de preguntas por contestar, así como atravesados de punta a punta por los incontables viajes que ha llevado a cabo este olhãnense errante, que le sirven para hacer referencia tanto a vivos como a muertos, así como para confesarnos y reconocer algo que a bote pronto puede sonar terrible:
Mira cómo corren los caballos, estas
ágiles palmeras mesadas por el viento, sus crines,
sus largos meses, el horizonte donde cada barco
expone los árboles viejos, el índigo crudo de los días, la
[ceniza acre de las calles
―y cómo yo, que las he atravesado por evitar Portugal,
¡me pienso cada vez más portugués!
También hay lugar para otra de las constantes en la escritura de Fernando, como es el uso y disfrute de otras lenguas ajenas a la suya ―en este caso con claro predominio del inglés―, y para rendirse a una de sus más claras debilidades:
… Sevilla, mi dulce Sevilla, cuyos vericuetos caminé
bajo esta felicidad grácil que revive en el aire andaluz, Sevilla
cuyas noches he tenido por plazas y orillas, de la Sevilla
[magnífica
que tiene el rostro de María Paz, su sonrisa dulce y
[encantadora…
Aclaremos por último que este particular texto fue escrito entre su ciudad natal y la infinita Nueva York hace justo veintiún años, y que tan solo ahora, felizmente, ve la luz, con el inconfesable deseo de no espantar a ninguno de sus (im)posibles lectores.
Ya en su segunda parte se nos ofrece una Oda en viaje que cinco años después podemos disfrutar en castellano, gracias al buen hacer del reputado traductor onubense Manuel Moya, que volcó todo el libro a nuestro idioma. Y siguen como divisa poética las preguntas:
¿Habrá todavía una palabra que diga lo que siento
cuando ya no sepa sentir?
¿Habrá aún algún dios imperturbable
que se desasosiegue entre los ruidos de la bruma?
Abundan las ocasiones en que damos con versos sueltos que nos zarandean de lo lindo, porque constituyen verdades como puños:
La hierba crece sobre los imperios muertos.
Para tan solo un poco más adelante pedirle una imposible aspiración al sueño:
Dame la oda, la oda, la oda,
la oda-sueño donde todo se confunde con todo
y donde los caminos
siempre conducen a donde no sabemos.
Como no podía ser de otro modo, hay tiempo y lugar también para que surja la confidencia desde lo más profundo de su alma lusa, lo cual le sirve para mostrarnos ―por extensión― el sentir de nuestros vecinos:
A veces golpea en mí una nostalgia intraducible,
y una oda busca un suelo donde brotar.
Estamos hablando aquí de una poesía que viene a mostrarnos a las claras que lo más importante para quien la tiene como cotidiana herramienta, no es ni mucho menos su hallazgo definitivo, sino más bien su constante búsqueda y el hacer de ella gozoso camino:
Sigo soñando la oda que todo lo diga y todo lo resuma
en esa sola palabra,
la que no existe,
la que yo busco,
la que se deshace en niebla y lago
cuando me acerco a ella.
Oda única, en suma, que Fernando pretende sea así:
… extraña y bella como un dios agnóstico,
dios sin rostro que no cree en sí mismo, incluso si lo tuviera.