Historia de Marruecos
María Rosa de Madariaga
Ediciones Los libros de La Catarata, 2017
Este es un libro más que oportuno, ahora que la prensa habla de los disturbios en Alhucemas, esa zona del norte marroquí siempre dejada de lado, y cuando acaba de fallecer Juan Goytisolo, uno de los pocos escritores españoles que se ha acercado a Marruecos.
Marruecos siempre ha estado en la historia de España. Baste con citar cuatro acontecimientos que cambiaron el rumbo de nuestro país: la invasión musulmana de comienzos del siglo VIII, la batalla de Alcazarquivir que traerá como consecuencia la accesión de Felipe II al trono de Portugal, la dictadura de Primo de Rivera, que viene provocada por el desastre, o los desastres, de la guerra del Rif, y la sublevación del 18 de julio.
María Rosa de Madariaga, en un libro muy completo, dividido en tres partes, nos ofrece una mayor visibilidad de la historia y la realidad de nuestro vecino del sur, tan poco o tan superficialmente conocido, aunque más de medio millón de españoles lo visiten anualmente.
La primera parte trata de los orígenes del reino, de las sucesivas dinastías, como los benimerines y los watasies, hasta llegar a la jerifiana actual, la alauita. El papel de los bereberes de las montañas, que eran los antiguos pobladores antes de los musulmanes, no queda muy dibujado a pesar de que el elemento bereber es, hasta hoy día, fundamental en la constitución y en las contradicciones, del Estado marroquí.
Los almoravides y los almohades representarán una renovación, hasta el punto de que los marxistas marroquíes consideran la revuelta almohade de Ibn Tumert una pequeña revolución de los más desfavorecidos contra el poder almoravide, que ya se había corrompido.
La segunda parte abarca principalmente desde el siglo XIX hasta la Segunda guerra mundial. El colonialismo hispano francés en Marruecos, el Protectorado, tuvo tres particularidades: primero siempre se mantuvo la idea de un poder dual -una ficción casi- de un Estado soberano, con un sultán y el Majzén, más religioso y feudal, sometido a las presiones y tutela de Francia y España así como de los grandes grupos financieros y mineros europeos; segundo, la interacción de las potencias y la presión internacional que limitó, de hecho, las prerrogativas que Francia se quería atribuir, y, en tercer lugar, la colaboración de los señores feudales que, al abrigo del ejército francés, van manteniendo su modus vivendi, que no es otro sino la explotación del pueblo, de las masas campesinas.
El tratado o convenio de Algeciras de 1906 garantiza los llamados «derechos» de España y Francia, pero limitados al control internacional, y se trasluce el papel muy subalterno que jugó España. Las presiones alemanas, solo aliviadas tras la entrega de parte del Congo francés, que ampliaba su domino sobre el Camerún, las italianas, que hallaron su compensación con las manos libres en Cirenaica, Abisinia y Somalia, las inglesas, con el estatuto especial de Tánger, enfrente de Gibraltar, y las manos libres en Egipto, quedan perfectamente descritas. De gran interés es el análisis de la formación de grupos económicos, sobre todo franceses, en torno al auténtico botín que significaba el reino alauita.
El mariscal Lyautey, que es un personaje digno de una novela de Pierre Benoit, encarna la orientación del colonialismo francés en el país, con una notable diferencia respecto a otras políticas coloniales, principalmente Argelia y Túnez. Lyautey querrá preservar la civilización marroquí para facilitar la dominación francesa, lejos de los reglamentos y normas impuestas por el lejano París.
Quizá solo se eche en falta un análisis más detenido de cómo la República española no consiguió aplicar una política más clara y menos colonialista, lo que sin duda explica la inmediata adhesión en pleno del gobierno jalifiano de la zona española al Movimiento sedicioso, con la movilización de todas las mehalas compuestas por aguerridas tropas marroquíes, que constituirían precisamente la punta de lanza de las tropas franquistas en la guerra civil.
La lucha por la independencia y la evolución del país desde 1956, constituye la tercera parte de la obra. Es muy pertinente la explicación pormenorizada de las contradicciones de los grupos nacionalistas y en particular la descripción del caso Ben Barka que todavía hoy oscurece el proceso de independencia nacional. Madariaga se detiene en una notable exposición de todos los golpes, frustrados contra Hasan II, sobre todo el de Sjirat y el atentado contra el avión real. Madariaga afirma, con datos muy concretos sobre la personalidad y antecedentes de los perpetradores, entre ellos el siniestro Oufkir, que no garantizaban ni mucho menos una evolución democrática sino lo contrario.
Hubiera sido interesante dar más datos sobre la población europea, que había inmigrado a Marruecos desde principios del siglo XX, constituida por colonos y pequeños trabajadores, incluso, en Casablanca, por muchos exiliados republicanos españoles. La población europea, en efecto, no era solamente la de las grandes empresas sino una pluralidad de nacionalidades, con un corte social de clases medias y medias bajas, incluida la minoría judía, establecida allí desde la época romana y reforzada con la expulsión de España en 1492. La ‘marroquinización’ no fue precisamente un avance, sino que se perdieron también las posibilidades de una mejor transición económica.
El caso del Sáhara Occidental es tratado con mucha objetividad, limitándose a ofrecer los hechos, los datos, y dejando al lector que forme su propia opinión. Esto es muy necesario porque en España hay una tendencia a justificar y apoyar sin mucho conocimiento todo lo que vaya contra Marruecos, sobre todo entre una izquierda que todavía guarda rencor y resabios contra la antigua monarquía de Hasan II.
En conclusión, el libro de María Rosa de Madariaga contribuye a analizar mejor la situación de Marruecos, en plena contradicción entre liberalización e islamismo. Es prudente y hay que tomar con cautela los disturbios de Alhucemas, que la prensa española jalea sin mucho tino, pues se ha visto que en toda la historia de Marruecos muchos conflictos terminaron de manera inesperada, con efectos a menudo contrarios a los que se pretendían.