Sé bueno hasta la muerte
Zsigmond Móricz
Acantilado, 2016
Por Francisco Martínez
La literatura, en su concepción de ejercicio reflexivo –siempre bajo el argumento primigenio del hombre espiritual y el peso de los avatares cotidianos-, guarda todavía su nido más precioso, creo, en lo que se ha venido en definir la Metaliteratura o literatura de pensamiento.
Siempre, en mi labor como crítico, he pretendido optar por la literatura que piensa frente a la literatura que cuenta. No pretendo disgregar ambas entre sí, desde luego, pero me lleva a tal afirmación el hecho de que la mayoría de los últimos títulos literarios no parecen hacer sino remedar el discurso de la abuela, lugares comunes llenos de personajes comunes que se transfieren problemas comunes: pocos piensan por sí, pocos arriesgan en una actitud propia y libre. A mayor abundamiento, nadie es capaz de contar con el sosiego e intención de la abuela; solo les preocupa, al parecer, urdir una historia anodina que tenga algo de gancho para el productor cinematográfico de turno.
Por el contrario, me gusta el personaje único, raro, distinguido en el sentido de originalidad y riesgo; el que suscita y sueña, el loco, el descarriado que posee una conciencia propia aunque ésta sea juzgada, en un primer momento, desaforada. Como lector me interesará siempre lo distinto, lo nuevo, aquello que desafía el lugar común en favor del humor, de la virtud o el temor; de la inteligencia como lugar sintiente.
«Misi se quedó petrificado y apoyando la espalda contra la pared miró aturdido y pasmado el polvoriento suelo. Estaba mareado, la calle era tan ancha que todo le daba vueltas; hacía tiempo, cuando vivía en casa de los Török, una noche había visto todo un rebaño de vacas pasando tan a sus anchas por esa calle como si fueran por el campo».
Me parece, como lector, un fragmento sugerente con las necesarias sugerencias éticas y estéticas. Como este otro, de un valor ontológico más definido: «El reloj dio la hora. Primero dio lentamente tres campanadas, con un sonido agudo e intenso, y luego cuatro, algo más rápido y grave, picaronamente, como si se estuviera riendo de él. Entonces volvió a sentirse sólo una vez más, una vez más dejó de percibir el menor ruido y una vez más permaneció atento al paso del tiempo».
Se nos propone acertadamente en la presentación del texto que «en esta novela, todo un clásico de las letras húngaras, Moricz –autor elogiado por el elogiable Márai- nos habla de la infancia, ese paisaje mítico en el que convive la alegría con la angustia».
Nos habla de la soledad; tú y yo, lector, lo sabemos.