Poesías
Miguel de Cervantes
Cátedra (ed. Adrián Sáez), 2016
Por Francisco Martínez
Es un hecho (una fortuna) que la palabra poética permanecerá cuando la oportunidad o la fortuna hayan cedido ya su lugar efímero en la historia de la literatura. Y tal será el caso de la poesía de Cervantes, pues no sería prudente desconfiar de la obra de un autor que, habiendo dado muestras de claridad e inteligencia, capacidad emotiva y trascendencia en su discurso literario, pueda desmerecer una parte de éste (su poesía, menos conocida) respecto de la acuñada calidad de su obra.
Bien es cierto que en algunas tareas habría de resultar su discurso más atinado y evocador por razón del tema (y ese sería el caso excelso de Cervantes y el Quijote), pero tengo para mí, como lector, que una sola de las redondillas que don Miguel redactó en memoria de la temprana muerte de la reina Isabel (consorte de Felipe II) valdría para destinarle un lugar preferente en el Parnaso poético.
Dice así (¡tan delicada y dulcemente!) el autor a propósito de la desdicha de muerte tan preciosa: Cuando un estado dichoso/ esperaba nuestra suerte,/ bien como ladrón famoso/ vino la invencible muerte/ a robar nuestro reposo;/ y metió tanto la mano/ aqueste fiero tirano,/ por orden del cielo,/ que nos llevó deste suelo/ el valor del ser humano
Resulta inevitable, desde luego, la comparación que podría establecerse con las Coplas de Jorge Manrique, pero bienvenida sea la comparación por cuanto, en la historia de la literatura española, pocos ejemplos habrá que igualen el sentimiento sincero, la expresión contenida y la gracia del ritmo de esas coplas que permanecen tan fácilmente en la memoria por razón de su alto valor poético. Y así estos cantos, que son lamento, del tránsito de la reina una vez que la muerte arrebató su presencia terrenal. El sonido armonioso, el sentimiento preciso, la hermosura de la evocación conforman un discurso poético que es bien fácil asumir como sentimiento paradigmático; no ya personal, sino como expresión universal.
Reparemos, si no, en esta otra redondilla: Un alma tan limpia y bella,/ tan enemiga de engaños,/ ¿qué pudo merecer ella/ para que en tan tiernos años/ dejase el mundo de vella?/ Dirás, Muerte, en quien se encierra/ la causa de nuestra guerra,/ para nuestro desconsuelo,/ que cosas que son del cielo/ no las merece la tierra
Alaba, así, metafóricamente, la condición celestial de la reina a la vez que llora y se lamenta la ausencia; se acepta el destino que extingue y, al tiempo, se duele de la pérdida.
Ojalá siempre el texto poético supiese definir con tanta galanura dolor y aceptación –y ello como causa de amor, como razón de amor- para aprender a sobrellevar el destino que al humano le espera.
Valga, una vez más, la palabra bien elegida y la memoria del poeta como consuelo, como reivindicación del propio sentimiento de dolor, esto es, de amor.