Piedras
Roger Callois
Siruela, 2016
Por Francisco Martínez
La palabra, y, por extensión, el discurso literario, sirven, en esencia, para la manifestación tanto interior como exterior del hombre. Su doble vida, la de los sentidos y la de los sentimientos –o, dicho de otro modo- la conceptual y la poética, han venido siendo expresadas mediante el uso –a veces racional, a veces no tanto- de la palabra.
Pues bien, tal es el instrumento que este polifacético autor francés ha tomado como recurso para, amparándose en el tema de las piedras, hacer un elogio de la palabra en sí, de la inteligencia observadora y de la conciencia poética; para hilar un discurso tan sencillo como lleno de sugerencia y belleza donde las piedras, los minerales, son el nexo de unión entre una forma material fría, concreta y definida, y el mundo poético e imaginativo que una piedra pueda despertar como una forma de sueño visual –y casi sensual- en el ojo humano.
El propio Callois ha pretendido justificar este trabajo literario (modelo de ensayo) titulado ‘Piedras’ del siguiente modo: «No pretendo reconocer especies, sino hacer perceptible la fuerza de una fascinación. En esta visión un tanto alucinada que anima lo inerte y va más allá de lo percibido, a veces me ha parecido captar en directo uno de los nacimientos posibles de la poesía».
Y -terminará por decirse el lector- a fe que da buena prueba de ello cuando se propone la lectura, la forma de ‘entender’ a propósito de la hematita iridiscente; veamos: «En Río Marina, en la isla de Elba, los mineros extraen cristales con una gran proporción de hierro. Es ya de por sí una maravilla un metal geométrico por naturaleza. En ocasiones lo recorre un reflejo verde intenso, cargado por entero de tinieblas, una intensificación del verde como lo es para el azul el azul más negro que el negro de las alas de los cuervos».
¿No es casi obligado, por parte de cualquier lector, sentir una cierta fascinación por una descripción tan vívida, tan limpia y gráfica de un trozo de mineral que ha sido sacado a la luz? Pero el encanto continúa: «El verde se desliza por la superficie del hierro y le añade un brillo impaciente que se estremece en el espejo sombrío como el agua al entrar en ebullición. Se encuentra ahí reverberado (¿de dónde vino?), color de ultramundo bruscamente captado y rápidamente devuelto, como el fino relámpago de un rayo minúsculo».
Una delicia de lectura, en verdad. Un texto que es capaz de suscitar un sentimiento noble en el que lee, por cuanto en el fondo viene a cumplir el gran argumento vital de toda escritura; transmitirle, a solas, al que ha abierto el libro, que él también es capaz de percibir una cierta belleza en las cosas.