noviembre de 2024 - VIII Año

‘Aliento de luz’ de María Jesús Mingot

Aliento de luzAliento de luz
María Jesús Mingot
Ediciones Vitruvio, 2016

 

 

 

 

Por Teodosio Fernández

Ignoro qué es la poesía, pero la reconocí en Cenizas y Hasta mudar en nada, libros en los que María Jesús Mingot ya demostraba haber encontrado su voz. Aliento de luz me ha permitido repetir la experiencia, ahora más rica, pues esa voz muestra una madurez novedosa, como la de alguien que regresa y descubre cosas y matices que antes no había percibido. Esa experiencia difícilmente puedo compartirla con otros lectores: explicar un poema es decir de otro modo lo que ha quedado dicho de manera definitiva y única, para bien o para mal, por el poeta. Ojalá estas líneas no se alejen en exceso de lo que ofrece Aliento de luz.

El libro se organiza en tres partes, lo que puede tomarse como una propuesta de lectura: «Amanecida», «Elogio de la ceguera» y «La sombra de la luz». La distribución de los poemas trata de ajustarse a esa propuesta: sin duda la luz o su ausencia resultan fundamentales para la atmósfera que los poemas pretenden crear. En la primera parte la luz ilumina las cosas, anima la existencia con el encanto de lo nuevo, de lo que comienza o recomienza con la vida o con cada amanecer, y no es extraño que en el poema precisamente titulado «Amanecida» se personifique en una joven virgen, con las connotaciones que eso puede aportar. El encanto de lo que empieza a revelarse se asocia alguna vez al desapego por el pasado y aun el presente, lo que se hace sentir como una conquista de la libertad frente a cualquier atadura, un despojamiento que permite dar relieve a la insignificancia del instante en el que una transparente gota de lluvia se desvanece o un leve copo de nieve se deshace, o fijar la atención en el móvil contorno de la duna que el viento dibuja. Ese desasimiento se traduce en una actitud estoica que vela la voz al hablar del sufrimiento, del placer, del amor o de la felicidad, sin exigir arraigo ni certezas, lo que no impide detectar en la evocación nostálgica de la infancia, menos hecha de recuerdos que de sueños, la búsqueda de un lugar en el que anclarse. La peculiar y lograda atmósfera lírica del libro está en buena medida ligada a esa actitud vital (y filosófica) de quien percibe el encanto de lo que no pretende permanecer en sí mismo. Se trata de apreciar la plenitud de cada instante, «también cuando la muerte nos pisa los talones», como consta en el verso final de «Decálogo», un poema que bien puede constituir una propuesta ética y estética a la vez, una propuesta personal de María Jesús que busca cómplices para afirmarse, como en tierra fértil. Es algo que tiene que ver con la esperanza, con el renacimiento, con la superación del pasado, con la admiración asombrada ante la ilusión renacida que a pesar de todo ilumina el mundo.

El título «Elogio de la ceguera» acierta en la difícil tarea de resumir los poemas cuyo denominador común podría ser la captación imposible del instante que media entre la caída y el resurgimiento, de la fragilidad de la luz que persiste en la sombra. Nada hay mejor que los versos finales del poema «Caer en gracia» para hablar del deseo de permanecer a ciegas, de habitar en lo oscuro y a salvo de una ceguera estéril por exceso de luz. Ese juego (o esa conjugación), que construye con variados matices un espacio intermedio entre luces y sombras, parece desarrollarse sobre todo en los imprevisibles espacios de la memoria, que en su penumbra aloja inescrutablemente unos momentos o manchas y no otros, o en las abisales llanuras del sueño. El tema es siempre el tiempo, eso que somos, pero que aquí verdaderamente se revela como «un topo ciego cavando y sepultando la misma galería». Eso presta relevancia inusual a la capacidad de los poemas para ocuparse no de lo que pudo haber sido y no fue, sino para asumir como irreversibles las experiencias vividas, aunque dolorosas, y para encontrar en la consciencia de la muerte inevitable el estímulo para hacer del vivir un arte capaz de retener la amable superficie de las cosas. Es lo que parece deducirse de esos versos que hablan del vapor de agua que se desvanece, de la levedad de la sombra de un árbol y su vida secreta, de la inocencia transitoria de una niña a la orilla del mar.

La sección «La sombra de la luz» parece reunir los poemas más desesperanzados, o al menos los caracterizados por formas diversas de fijar la atención en las sombras aun cuando la luz no haya desaparecido del todo o los recuerdos permitan recuperarla. La reflexión siempre profunda sobre la fugacidad de las experiencias vividas subraya que no somos otra cosa que tiempo, pero ahora se acentúa el esfuerzo con frecuencia inútil para salvar lo salvable de lo que no es ya sino humo y cenizas, en alguna ocasión desde haberse sabido en la noche del instante previo a la muerte, o de haber gustado «el sorbo del silencio anterior al Silencio». Alguna vez esos dominios del silencio, ausencia muy presente en esta parte del libro, encuentran un paisaje tan preciso como el páramo helado y yermo del poema final. Pero incluso en las sombras y nieblas de esta sección he sentido menos el pesimismo o la resignación que la voluntad de vivir en lo que se disuelve, de asumir la desorientación, de encontrar en la sed una fuente de aliento y en el mañana imprevisible las razones para la esperanza. Y siempre una voluntad de captar lo que se nos escapa, como ese espacio que se adivina entre la última nota musical y el silencio, o los vacíos que dejan las posibilidades que se desvanecen, el futuro que no se concreta.

He leído los poemas en el orden que Aliento de luz propone y también al azar. Basta con modificar aquella lectura lineal para comprobar que ese proceso de la luz a la sombra se convierte en una conjugación de sombras y luces extraordinariamente rica en matices, tan rica como las vivencias que aquí se transforman en poesía. No faltan evocaciones de la infancia (o reconstrucciones de infancias diversas), ilustraciones de la condición peculiar del artista o del poeta (incluso marginal o anómala), u ocasiones para mostrar un universo luminoso, orgánico, vital, animado a veces de sensualidad y aun de erotismo, siempre con un lenguaje trabajado con rigor, hasta conseguir la entonación personal que da unidad al volumen. Los poemas lo son porque María Jesús Mingot ha sabido transformar vivencias y reflexiones (otras vivencias) en un lenguaje rico en símbolos. Me han llamado especialmente la atención los que por su levedad refieren con mayor eficacia lo transitorio: el copo de nieve que se deshace, el vapor de agua o la gota de lluvia que se desvanecen, una luz tenue que se apaga. Es el vértigo de una revelación en los límites de la nada y del silencio, o en el instante que los anticipan. Quizás no hay recursos mejores para expresar el desapego, la ausencia, la soledad, sin que esas y otras experiencias (también de lo indecible o inapresable) remitan obligatoriamente a las circunstancias personales, felices o dolorosas, que pudieron determinar los versos. Como una música, el poema debe distanciarse de su autor para que los lectores puedan descubrir en él algo íntimo que puedan compartir o sentir como propio. Los de María Jesús Mingot consiguen plenamente ese objetivo: su lectura constituye una experiencia que ningún inte
resado en la poesía se debe perder.

 

 

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