Las ausencias que me habitan
Marina Medina Poveda
Milmadres, Zaragoza, 2024
212 pp.
La excelencia de esta novela, la primera de la malagueña Marina Medina Poveda, comienza por su título: «las ausencias que me habitan». No solo es un bellísimo octosílabo; también es fiel reflejo del contenido del libro. A todos nos habitan ausencias: a través de un arduo y doloroso aprendizaje logramos sobrevivir a la pérdida de aquellos a los que amamos, pero el vacío que nos dejan perdura en nosotros, continúa habitándonos.
La historia de Adriana, protagonista de la novela, está signada por la dolorosa ausencia de los hijos que no llegaron a nacer, que habitaron ―literalmente― su cuerpo y dejaron en él sendas cicatrices, sendos vacíos. A menudo tendemos a minimizar el dolor que para una mujer supone haber sufrido uno o varios ―cuatro, en el caso de Adriana― abortos involuntarios. La sociedad se resiste a considerarlos auténticas muertes, a comprender el rastro terrible de dolor que dejan en quienes tienen la desgracia de padecerlos.
Uno de los grandes méritos de la novela de Mariana Medina Poveda es que visibiliza este sufrimiento silencioso, socialmente acallado: solo por esto valdría la pena leerla. Pero es que, además, pese a ser la primera incursión de la autora en el género, muestra un sorprendente dominio del lenguaje narrativo. La mayor parte del texto está narrado en primera persona por la protagonista, que explora y documenta su dolorosa experiencia; en ciertos momentos, sin embargo, un narrador omnisciente nos permite una observación panorámica, indagando en los sentimientos y reacciones de las personas de su entorno.
Es una novela escrita con un lenguaje claro y conciso, de una naturalidad sorprendente y fresca, que procura la transparencia necesaria para desvelar este drama oculto, vivido por tantas mujeres, sin alharacas ni estridencias. El ritmo narrativo es ágil. La novela se estructura en dos planos temporales: el más cercano a nosotros abarca unos pocos días, en los que Adriana trata de sobreponerse a la muerte de Jimena, su hija aún no nacida; el otro se remonta a su infancia e incluso más atrás, a sus raíces familiares, y deja al descubierto llagas muy antiguas. Demuestra la autora gran habilidad al hacer dialogar entre sí estos dos planos temporales, graduando sabiamente las revelaciones sobre el pasado que arrojan luz sobre el presente.
Es una novela sobre la familia y su facultad para sanar las heridas; es una novela sobre la infancia y su capacidad de crear símbolos en que refugiarse cuando arrecian las inclemencias de la vida; uno de ellos, poderoso, es el de la inesperada resurrección de un escarabajo ante los ojos atónitos de dos niños.
La novela es la historia de una herida (de muchas, en realidad) y de su curación. Pero cometería un gran error quien creyese que el valor de este libro reside únicamente en lo que tiene de testimonio. Si tal valor tiene ―y, sin duda, es así― es porque una gran escritora ha puesto su destreza al servicio de la trama, convirtiendo una experiencia traumática en una conmovedora obra de arte.
Merece la novela, y espero que la tenga, la mejor de las suertes. Por su honestidad, por su inteligencia, por su belleza. Y porque nos enseña que, aun habitados por tantas ausencias, la vida sigue siendo una aventura irrepetible.
Háganse un favor: busquen en su librería Las ausencias que me habitan ―no siempre lo mejor es fácil de encontrar; no ha sido publicada por una editorial grande ni poderosa― y léanla.