marzo de 2025

‘La sombra arrojada’, de Marta Pumarega Rubio

La sombra arrojada
Marta Pumarega Rubio

BajAmar Editores, colección Avanti
Gijón, 2024 
84 páginas 

Hace unos meses, tuve la suerte de poder acompañar a Marta Pumarega Rubio en la presentación de su tercer poemario, La sombra arrojada, publicado por BajAmar Editores. Esta reseña recoge las palabras que le dediqué aquella tarde a un libro que se define por la intensidad y la elegancia con las que la autora comparte sus emociones.

Cuenta Marta Pumarega en el Prefacio de La Sombra arrojada cómo en su niñez los poemas de Neruda sustituyeron a los cuentos infantiles y nos recuerda este conocido fragmento: “puedo escribir los versos más tristes esta noche”. La autora aprende demasiado pronto a familiarizarse con la oscuridad y a encontrar las palabras que se ocultan en ellas. No es casual que la noche sea una constante que recorre todo el libro y que la poesía se convierta en paradoja, porque precisamente es su luz lo que revela la sombra: “No quiero saber nada de la poesía / hoy todo son ruinas”, se lamenta al comenzar. Pero es la palabra poética lo único capaz de reconstruir lo que ha caído y por eso, poco después, la retoma y nos la ofrece: «lee este poema / como si fuese una nana a un niño”. Igual que las piezas de un puzle que se va completando, se suceden “La calma”, “El poema”, “El hambre”, “La Juventud”, “El reflejo…” Títulos breves y concisos que terminarán por confirmar la reconciliación con la poesía, como rezan estos versos: “salvar los poemas / de la sal y el olvido, / de la humedad y del naufragio, / de la ola y de la espuma”. En sus textos está presente la huella de Joan Margarit, la de Benedetti o la del propio Neruda, pero estas influencias se funden para formar parte de un universo personal y único, para construir con solidez una poética que se alimenta de la observación y de la experiencia propia.

En la primera parte del libro, donde la oscuridad se llena de árboles, pájaros y viento, hay un espacio emocional reconocible y la poeta nos convierte así en cómplices. Con ella compartimos la prosa que permanece anclada al paisaje cotidiano y, de este modo, somos también capaces de viajar en la línea seis de metro, de escuchar un violín desafinado o de asomarnos a la habitación del hijo ausente. La conciencia del tiempo que huye se presenta y entra en conflicto con la identidad personal. Esto podemos apreciarlo en uno de los poemas centrales, “El reflejo”, donde el extrañamiento que produce la contemplación de la propia imagen nos aporta muchas de las claves de la obra: “esa mujer no soy yo, / ha ocupado en algún momento / otra mi lugar, / más vieja más cansada”, nos dice. Frente a esa situación, y desde la prudencia de quien ya conoce la herida, se impone con tanta fuerza como delicadeza la celebración del amor en sus múltiples formas. Se sabe de lo efímero, del instante fugaz, y lejos de vivirlo desde el impulso, se captura mediante la pausa en el espacio íntimo. Así podemos percibirlo, por ejemplo, en estos versos: “Me detengo / en tu paisaje. En la arboleda de tus manos / florece mi deseo”, o en estos otros: “Hay un hombre / que descansa en mí / los días de lluvia”.

La segunda parte, Cartas a mi padre, no se lee sin un nudo en la garganta. La mención al género epistolar anuncia ya la brecha, la asincronía comunicativa, la ausencia. El escenario ha cambiado y el reloj comienza a detenerse en un lugar ya definitivo. Existe un frío que traspasa la piel y un tiempo que gotea con lentitud a través de los pasillos y paredes de un hospital donde la primavera sigue su propio ritmo y donde no siempre hay belleza en el lenguaje de las flores. La muerte y el miedo aparecen aquí personificados, incluso enérgicos, y ellos son quienes se adueñan del verbo: “la muerte ha vuelto, / y canta su espanto, / chirría en mi oído / su canción”, clama la autora. Leí o escuché en algún lugar, ya no recuerdo dónde, que la muerte es siempre absurda y precisamente ese es el título que cierra el libro: “El absurdo”. El poema que nunca fue leído, pero que ahora la poeta nos entrega para que cobre sentido a través de nosotros.

En definitiva, la mirada de Marta Pumarega es la de quien contempla y a la vez comparte, incluso lo más doloroso, con una voz potente pero que consigue traspasar “los huesos bajo la carne”.

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