Hable la luz
José Luis Zerón Huguet
Olé libros, colección Ites,
Valencia (España), 2024
100 pp.
El umbral, entre umbría y lumbre
Portada, entrada: la fotografía de cubierta del poemario introduce, invita a pasar. En la noche estrellada, algo vibra como si estuviera al punto de rasgar el velo opaco del cielo. “Miras el cielo y sientes tu insignificancia”. Umbría, sombría. Umbral, lumbral, limen. Lumbral el umbral, lumbrera que se abre en el cielo de la noche; de la umbría la lumbre alumbra, adviene y “deslumbra / mis ojos”.
De la sombría a la luz: no sólo como sucesión de Apolión a Xenía, sino como umbral. Del ángel exterminador que anuncia la primera parte a la diosa hospitalaria que abre la segunda, dos etapas marcan uno tras otro cada panel del díptico; pero Hable la luz enfoca el punto espacial y temporal exacto donde Xenía interviene en las tinieblas de Apolión:
Los ojos fijos en la otra orilla
del claroscuro.
Naufragados los ojos en lo turbio,
las palabras murmuran
el asombro ante el muro,
perdidas en el sol
y en la sombra, perdidas.
El umbral es pasaje, entrada, tránsito. Como tal, conlleva una promesa: “Volveremos a sentirnos vivientes, / cuando traspasemos, ebrios de mar, los umbrales”. Los umbrales se entienden aquí en un sentido muy general. No sólo entre la noche y el día, la sombra y la luz, el sueño y la vela, sino también entre los individuos: “el yo no es más que un umbral, una puerta, un porvenir entre dos multiplicidades”, como lo notaron Gilles Deleuze y Félix Guattari en Mil mesetas[1]. No por ello sería más fácil el acceso: en todo umbral, a pesar de la esperanza que suscita, hay un guardián real o simbólico, Cerbero, Caronte o San Pedro que vigila, impide o facilita el pasaje, o un protocolo, consenso de voluntades, rito, alguna forma de intercambio o de pago[2].
En una tradición poética muy antigua aparece, de entrada, la metáfora de los ojos como “puerta del alma”, identificados como umbral: “con tus ojos en mis ojos buceo / en el oleaje de la luz y la sombra”. De ahí la singular importancia de la mirada, pero los tópicos de la lírica tradicional están volteados, o pervertidos: es al ”ángel del abismo” a quien “le plantamos cara / con el orgullo derrotado”, de modo que los ojos no son tanto vectores del amor o del conocimiento del otro, o vía de penetración en su intimidad (“Te entrego lo que soy en una / sola mirada”), sino puerta de acceso a la muerte: así la ¿mantis? que “vierte el veneno de su mirada en el corazón de la víctima”, o “los ojos de la derrota”, los del ángel exterminador. El umbral es así el del tránsito fatal, de la vida a la muerte, pero también el de un despertar a la historia.
Se trata primero, y éste es el inicio el libro, del rayo anunciador, del punto de báscula en que se desata el cataclismo. Escrito en el contexto de la pandemia en 2019-2020, el poemario remite a cualquier desastre natural como maremágnum, inundaciones o incendios: se despliega entre la fatalidad de la muerte masiva y la solidaridad individual, y termina con una toma de conciencia.
Por ser muy personales, los versos de Hable la luz invitan a conocer, o reconocer y admitir, los mecanismos de la convivencia con el universo, con sus epidemias y catástrofes naturales. Sin patos ni grandilocuencia, sin concesión a las facilidades de la confidencia íntima, pero llevado por un ritmo exigente, el poemario dice el desamparo y la derelicción absoluta de un mundo que se vive sin dios (“el mudo dios se burla / de tu estupor”); pone en escena un Triunfo de la Muerte medieval de inspiración bruegeliana, diagnosticando al mismo tiempo, con una fría objetividad, la indiferencia absoluta, o peor aún, la insignificancia de la naturaleza ante tan irrisorio baile macabro:
Nadie, nadie reconoce la palabra ‘nada’
nadie en este mundo a punto de desmoronarse
acepta la demolición.
Seguiremos bailando
un vals disparatado y oscuro.
El habla
¡Hable la luz!, más que un voto piadoso, una esperanza —que reza la letanía de Isaías[3] citada en epígrafe— o sencillamente un deseo imperativo, es un mandato, un requerimiento: el de encontrar, en cualquier lugar o momento de tinieblas, el punto en el que habla la luz.
Hable la luz, no Sea la luz. En la palabra bíblica, “Sea la luz, y fue la luz”[4]. Aquí la luz ya es, pero conminada a hablar, como si se enfatizara más el habla que la luz misma. En realidad, el habla es la luz: la necesidad compulsiva de pasar el umbral se confunde con la de hablar, acto creador por antonomasia, que da existencia a las cosas y a los seres:
Nada es esa rama, ni ese fruto, ni ese vuelo,
porque no le basta con existir
a aquello que se extiende dando todo de sí,
si tú no lo creas otorgándole un nombre.
Cuando habla la luz, dice —o más bien canta— el asombro y la sensualidad: “Canta… / Canta… / Canta… / Canta… / Canta… / No dejes de cantar… / Canta exhausto, canta”.
Canta el asombro frente a la belleza del mundo, ante la tornasolada diversidad de los seres vivos —como alcaraván, tórtola, abubilla, ratonero, mantis, ave oculta, mochuelo, zancuda en el arenal, jilguero—; de los colores —como ”amarillo mimosa”, “el cadmio y el violeta”, “ocres y rojos, azules y verdes y purpuras”—; de las plantas —beleño, betel, flores del tilo, cerezos, laurel, higuera, melocotonero, rosales, lilo, celinda, jazmín—; de los ruidos —“los pífanos de la luz”, “el picoteo de la alondra / en la avena”, ”el primer / zureo de la tórtola”, “el ultimo ulular de la lechuza”, los “murmullos de bosque”, “el chasquido de las ramas quebradas”, el canto de las aves, “el bisbiseo de la serpiente y el zumbido de los insectos”—; y de los olores —“olimos su saliva salada”, el “aroma de ebriedad”, el olor a liquen y a tomillo, “huele a rocío”—; dice la sensualidad del “aroma dulce / a limones y naranjas caídas”, de “la pulpa de los primeros frutos del otoño”, de “la carnal humedad de la mar / y la llama radiosa de su savia” o el esplendor del espectáculo natural, de “la fugaz orfebrería vespertina” con su “hilera de nubes rojas”, “el crepúsculo… con sus oros y azules” y “la luz rubicunda del alba”: “el mundo… es ahora… una sustancia resplandeciente y sonora / que a mi se entrega”.
En el habla, el léxico de las lenguas antiguas, griego y latín, restos de la presencia de aquellas civilizaciones en la región, revela los estratos del idioma español, confiriendo una tonalidad algo erudita pero altamente simbólica: Stabat mater, Vita flumen, Ab ovo, Angelus Novus, Locus amoenus, De senectute, Ut pictura poesis, Ars poética, Obstinatio, lista en la que “Introito”, que huele a latín, explica el argumento y pide de entrada indulgencia al público, como en el teatro del Siglo de Oro, mientras los binomios Apolión y Xenía, Aión y Cronos, convocan a otro binomio helénico, Aidôs y Dikè.
Aidô te kai dikèn
Lo que distingue la poesía de José Luis Zerón es cierto pudor y discreción, igualmente opuestos tanto al lirismo como al amarillismo o a una poesía de pura comunicación de sentimientos u opiniones del poeta. En eso evoca las virtudes cardinales que, según Platón, Zeus envió a los hombres para que sean capaces de convivir en sociedad, “aidô te kai dikèn[5]”: pudor (αἰδώς) y justicia (δίκη), aunque ninguna traducción unívoca es satisfactoria. Aidôs, elevado como Dikè a la dignidad de divinidad, representa una actitud y un sentir de respeto, reserva y recato, combinados con solidaridad, expresando un consenso con las normas —que no es conformismo— por la cortesía, el respeto al otro, la exigencia de no hacer nada que pueda ofender o molestarlo —lo cual no significa dejar de combatirlo, o criticarlo en sus actitudes o creencias erróneas, nefastas o injustas. Por ello el aidôs debe conjugarse con la dikè que, como lo recuerdan sus traducciones al francés, es a la vez justice (justicia) y justesse (exactitud, acierto).
“En este tiempo / adicto a las catástrofes“, “Tiempo oscuro” en el que vivimos —“Tiempo nublado” como dijo otrora Octavio Paz, por no llamarlo siglo de las tinieblas— el siglo de la desregulación climática y de las pandemias, en el que las redes sociales tienden a sustituirse a las relaciones sociales, aquellas virtudes, en vías de desuso, merecen una necesaria reivindicación. De modo que no se puede prescindir de reconocer en los poemas de José Luis Zerón una dimensión ética.
Todo aquello se puede leer en los versos de Hable la luz, donde la generosidad del sujeto y del tono no excluye la radicalidad con la que denuncia la crueldad, incluso la “ferocidad” o peor aún, la indiferencia del entorno. La mantis de “Ritual” es al respecto un excelente símbolo, una sobrecogedora evocación de la indiferencia o mejor dicho de la insignificancia de la naturaleza, que nos remite a “nuestra insignificancia”, la de un hombre preso en la naturaleza.
El habla no sólo da existencia a los seres y las cosas: por el acto de hablar, el “hombre preso” se constituye como sujeto: nos queda el “rezo / sacrílego a la nada”, la “oración de quien quiere creer bajo las bóvedas de un mundo / que se desmorona dócilmente…” y entonces podremos decir con él:
me pregunto
si seré capaz de mantener viva
la llama que se extingue
y hallar en las sombras, como desearía,
las aladas semillas de la luz,
la gloria de un júbilo que palpita
en la liturgia de la carne.
El Angelus Novus
Al ángel exterminador le sustituye Angelus Novus, que Walter Benjamín llamaría “el ángel de la Historia”. Ángel a nuestra imagen, escéptico ante el porvenir, esta figura ambigua procede del pasado y se enreda con sus alas en el presente. Vale citar el momento ecfrástico de Walter Benjamín, que suena a su vez como un magnífico comentario del poema de José Luis Zerón:
Hay un cuadro de Klee llamado Angelus Novus. Muestra a un ángel que parece estar a punto de alejarse de algo que está mirando. Tiene los ojos muy abiertos, la boca abierta y las alas desplegadas. Éste es el aspecto que debería tener el Ángel de la Historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros vemos una cadena de acontecimientos, él sólo ve una catástrofe, que amontona constantemente ruina sobre ruina y las arroja a sus pies. Le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo que ha sido desmembrado. Pero una tormenta sopla desde el cielo y se enreda en sus alas, con tanta violencia que el ángel ya no puede cerrarlas. Esta tormenta le empuja irresistiblemente hacia el futuro, al que da la espalda, mientras el montón de ruinas que tiene ante sí se eleva hacia el cielo… Esta tormenta es lo que llamamos progreso.[6]
Desconcertados como él por el presente (“Ahora nosotros vemos / cómo declina / la luz de la certeza”), volteados todavía hacia “nuestros abuelos”, no podemos desprendernos del pasado. El Ángel Nuevo, recibido por Xenía en su umbral, no anuncia más que la paradoja del “ser allí […] y ser aquí”, “tan adentro y tan afuera” —de preguntarse, como Neruda “¿de dónde, por dónde, en qué orilla?”[7] Por ello, lo verdaderamente nuevo que se da a ver en esa “imagen auténtica” no es de naturaleza temporal ni espacial, sino figurativa: “En otras palabras, la imagen es dialéctica en paro[8].” El Angelus Novus, y por ende el poemario de José Luis Zerón, aparece, en términos de Walter Benjamín, como una imagen “dialéctica”, pues reúne tesis y antítesis, “tanto el progreso como la decadencia[9]”, el pasado y el presente; en ella “el Antes se reúne con el Ahora para formar una constelación[10]”.
Despertar a la historia
El ángel nuevo anuncia así un despertar a la historia: “de la misma manera que Proust inicia la historia de su vida por un despertar, cada presentación de la historia debe comenzar por el despertar y no debe, incluso, tratar de ningún otro asunto.[11]”
Respira el aire
de este crepúsculo […]
La ventana entreabierta, …
la mirada afilada de hoz
reclamando la dignidad
de los emigrados,
los perdidos,
los explotados, los que combaten sin descanso
contra la muerte y el olvido”.
Por ello el sujeto no se conforma con la convivencia con la naturaleza: “residir en la tierra” —vale parafrasear la expresión de Neruda— supone también pasar el umbral de las ciudades, “tras las últimas casas / del extrarradio, / frente al polígono industrial”:
¿Qué verbo es capaz de describir
el aliento de las afueras? […]
pasas por delante del cementerio
de automóviles y el motel ruinoso. […]
Llegas a la ribera del rio,
cuerpos duermen en lechos de cartones,
bultos clandestinos sin vuelo.
Ellos encarnan
el dolor de la historia sin saberlo,
ellos están dentro de ti,
son la imagen de la naturaleza mancillada.
Ellos huelen a morgue y a clínica de urgencia,
ellos viven la enfermedad de ser acosados
por la enfermedad y gritan en sueños
al mismo tiempo que las aves agoreras.
El sujeto puede concluir:
estoy dispuesto a dedicar…
Estoy dispuesto a compartir…
Estoy dispuesto a habitar contigo…
Estoy dispuesto …
a combatir…
Estoy dispuesto
a levantar puentes en el aquí
y abrir rutas en el ahora.
Por ello, hablando en plural,
Volveremos a sentirnos vivientes,
cuando traspasemos, ebrios de mar, los umbrales.
NOTAS
[1] Gilles Deleuze et Félix Guattari, Mille plateaux, Paris, Les Éditions de minuit, 1980, p. 305.
[2] Véase la parábola de Franz Kafka, “Ante la ley” (1915).
[3] «Esperamos la luz, y he ahí tinieblas» (Isaias, 59, 9), p. 14.
[4] Génesis, 1, 3.
[5] Platón, Protágoras, 322 b-c.
[6] Walter Benjamín, Sur le concept d’histoire, IX, 1940, Paris, Gallimard, Folio Essais, 2000, p. 434.
[7] Pablo Neruda, Residencia en la Tierra 1, 1925-1931, “Galope muerto”.
[8] Walter Benjamín, Paris capitale du xix siècle ; le livre des passages, Paris, Cerf, 1989, p. 481.
[9] René Schérer «Sur le seuil. Entretien avec René Schérer», in Bergeron, Jacqueline; Cheymol, Marc (dir.), D’un seuil à l’autre. Approches plurielles, rencontres, témoignages, Paris, Éditions des archives contemporaines, Coll. «Erasmus Expertise», p. 15-16.
[10] Walter Benjamín, Paris capitale du xix siècle ; le livre des passages, ibid.
[11] Ibid.