Guiñol
Pedro López Lara
Ediciones Vitruvio, 2024
242 págs.
Guiñol es el nombre del personaje de un títere de guante creado por Mourguet en el s. XIX. Diversas teorías, más legendarias que científicas, atribuyen la ocurrencia del nombre “guignol” a un espectador que, viendo al muñeco aparecer en escena por primera vez, gritó “Cést guignolante!” (sinónimo de “gracioso”, “bufonesco” o “rídículo”). A Mourguet le gustó el término y bautizó así a su nueva criatura.
El libro que reseñamos es un auténtico museo de paradojas y de contradicciones: las del autor y las del ser humano en general. Todo el libro está presidido por un marcado desencanto (inevitable recordar aquí la película sobre los Panero) o, por decirlo sin rodeos, de un pesimismo antropológico, que hacen del autor un Cioran o un Schopenhauer castizo, cuando este último decía aquello de que nos hacemos más solitarios a menudo que conocemos más gente. Y es que, en esa búsqueda de diferenciar cada uno de sus libros, en Guiñol ha recogido más de doscientos poemas cortos en los que la identidad o nexo de unión son la ironía, el sarcasmo, el humor negro y lo grotesco, que rozan a menudo el mundo del esperpento o lo goyesco. Y, de rondón, también entra el terreno del absurdo para reforzar lo patético, contradictorio y a menudo risible del comportamiento humano. El lector puede leer el poema “Morada” (p. 115) y tal vez entienda mejor a qué me refiero.
López Lara recurre en este libro a lo que me atrevo a denominar minimalismo barroco, dejando entrever una depurada labor de síntesis y de trabajo concienzudo de limpieza por detrás de la concisión de sus poemas. Acude a la reconstrucción de episodios mitológicos, bíblicos o literarios, como en el poema “La leyenda de Moby y el marino loco”, donde acaba sentenciando, casi aforísticamente, que “nadie escapa ileso de un amor bestial”. Especialmente significativo y recurrente en estos poemas es el uso de la paradoja y de la crítica, que se valen de la causticidad hiriente como forma de huir de la verdad que nos persigue y amenaza con mostrarnos todo lo que duele. Así que con razón podemos preguntarnos: ¿qué máscara llevará hoy puesta el autor, qué personaje del teatro de títeres habrá seleccionado para escribir este nuevo libro?
Son también llamativos los finales en los que el autor recurre al fulmen in clausula, ese recurso consistente en cerrar el texto con uno o dos versos lapidarios, a fin de provocar en el lector un efecto de sorpresa. Como si de un gancho a la mandíbula del lector se tratara. Así ocurre, por ejemplo, en el poema “Confianza en ti” (p. 174).
No hace faltar adentrarse mucho en las páginas de esta abultada colección que, como bazar de poemas hilarantes o jocosos, ha reunido el autor, para que empiece a resonar en el cerebro del lector leído —valga la redundancia, pues para adentrarse en estos poemas hay que venir leído de casa— la poesía de clásicos como Quevedo, pero también de autores más recientes como Borges y su vertiente más sarcástica, Gil de Biedma y el uso de cierta formas conversacionales en el poema, Fonollosa y su Ciudad del hombre, o el tono más cercano de Cuenca y la ironía de Sánchez Ferlosio. Encuentro aquí, además de las mencionadas, dos influencias que me son muy queridas: de una parte, la de Augusto Monterroso, porque muchos de estos poemas (“La claque”, “La víctima”) son fábulas en las que el autor nos alecciona indirectamente, haciendo suyos los defectos o pecados aludidos, pero dejando ver que son también nuestros, de sus lectores; y, de otra, la de Kafka y sus parábolas morales, tan sorprendentemente actuales, si no más, que el día en que las escribió. Véase, por ejemplo, el poema “La víctima”, en el que pueden trazarse paralelismos con el famoso relato “La condena” del autor checo.
Asistimos a un teatro de guiñol en el que López Lara actúa de muñeco que propina mamporros a diestro y siniestro al personal que se atreve a asomar por sus páginas. Me atrevería a decir que en este libro, casi más que en cualquiera de los otros, el autor se permite ser él mismo sin complejos, como muestran los poemas-divertimento “Monorrimas del amor perplejo” o “Cónclave didáctico”; o el sugerente “Mi perro Bobby”: He adiestrado un perro que, al decirle Ataca, Bobby, / no hace nada y se queda pensando: / ¿Bobby? ¿Por qué Bobby?
Se trata en definitiva de un elenco de poemas que, a modo de microcuentos, refleja un modo de estar en el mundo presidido por el desencanto pasado por el tamiz del humor negro. Sonreímos al leer los poemas, pero es una sonrisa que inmediatamente se queda congelada en la boca, cuando caemos en la cuenta de que la carga de profundidad va dirigida contra nosotros mismos. Hay aquí una suerte de desencanto cachondo o, por decirlo de forma algo más poética: un cachondo desencanto. Así, en el poema “Los encajados”, tan corto e hiriente: Algo no encaja. / Debo ser yo, porque ellos siguen dentro.
Acabo. ¿Quién es en realidad Pedro López Lara? Con esta pregunta terminé la lectura de este poemario, el duodécimo publicado por el autor en un período algo inferior a 3 años. Lo que dice su biografía oficial es que es filólogo y autor de numerosos artículos y reseñas literarias, así como de manuales didácticos de lengua y literatura, habiendo obtenido los premios Rafael Morales 2020 y Ciudad de Alcalá 2021. Leo en una entrevista que nunca decidió ser escritor, porque escribir fatiga mucho (sic). En esa misma entrevista considera a las personas como animales peligrosos. Y, a la pregunta de cuál es su vicio principal, responde: la concisión. A la siguiente pregunta de cuál entonces es su máxima virtud responde de igual modo: la concisión. Entonces, ¿con cuál de los dos rostros nos quedamos? ¿Con el tímido y supereducado que, a modo de un Bartleby literario, “preferiría no publicar, pero acaba haciéndolo”, o con el altamente sarcástico de sus poemas y que acaba de batir todos los récords de publicación en España?
“Estética de la mentira” es el título de uno de sus poemas (entera la mentira luce menos, afirma en él), que refleja bien esa dualidad entre el que escribe y el que vive, pues hay aquí un fenómeno de impostación mediante la creación de un personaje —el supuesto autor— que le sirve a López Lara para resolver sus dilemas interiores, atribuyéndoselos a aquel a través del distanciamiento literario y el empleo de la ironía y el sarcasmo como marca de la casa. El poema Identificación del inquilino (p. 114) es una buena muestra de ello.
Porque en este Guiñol —el que avisa no es traidor— lo cierto es que López Lara “no deja títere con cabeza”. Como en La dama de Shangai de Orson Welles, los lectores disparamos para ver si esa imagen que tenemos del autor es la real, pero lo que se rompe no es él, sino su imagen. Y entonces descubrimos que se trata de un juego de espejos enfrentados. Porque en el fondo estos poemas son eso, un juego de máscaras o de espejos deformantes en donde nunca llegamos a saber quiénes son los títeres ni qué es verdad ni mentira, porque además no importa.
Madrid, 9 de septiembre de 2024