El canon oculto
José Manuel Sánchez Ron
Crítica, Barcelona, 2024
670 págs.
A VUELTAS CON EL CANON
¿Qué puede entender, un lector medio que le ofrece, antes de abrirlo, un libro titulado El canon oculto? En principio, acceder a algún tipo de conocimiento fundamental (de ahí la palabra “canon”, en alusión a un conjunto estable y duradero de referencias comunes) que, por alguna razón habría permanecido en la sombra, posiblemente debido a una prohibición o incluso a una persecución por parte de un poder formal interesado en que dicho canon no saliera a la luz, por su carácter nocivo o peligroso para el statu quo.
Pues bien, no se trata en absoluto de eso. Lo que nos ofrece José Manuel Sánchez Ron es un amplísimo, documentado y concienzudo análisis de una amplia colección de obras de literatura científica (exactamente cien, desconozco si porque no existen más o para que el número sea redondo, pulido, exacto y hermoso), desde el Corpus Hippocraticum, de los siglos IV-V a.C., hasta The Fractal Geometry of Nature, de Benoît Mandelbrot, publicado en 1983.
El recorrido, profusamente ilustrado y primorosamente editado en un volumen de excelente calidad (tapa dura, encuadernación cosida, papel estucado) está llamado a convertirse en una herramienta de consulta imprescindible para cualquier persona interesada en la historia de la cultura occidental, actualmente sometida a todo tipo de ataques con el propósito confeso de “cancelarla” y sustituirla por aún no queda claro el qué.
Lejos de presentarnos obras ignoradas, el autor compila datos y explicaciones acerca de títulos más o menos conocidos en un estilo ameno, de “alta divulgación”, muy común en los países anglosajones pero en clara recesión durante los últimos tiempos en todo el mundo, demasiado atareado en asomarse a y mostrarse en una pantalla como para leer nada en ningún soporte (ni siquiera digital). Entonces, ¿por qué se nos ofrece como clandestino algo que resulta, ya no solo aceptado, sino plenamente operativo en nuestra sociedad, desde el momento en que dichos libros forman parte de lo que estimamos como nuestro “patrimonio cultural”?
La justificación del título nos la brinda el propio autor en una introducción sobre la que me gustaría detenerme un momento. Dice Sánchez Ron que ha escrito su libro para “rebatir (sic) la tan extendida costumbre (sic) según la cual los cánones de lo mejor que la humanidad ha producido a lo largo de su andadura se elaboran con la inclusión, únicamente, de obras de literatura, junto con ocasionales textos de filosofía e historia”. La selección de las palabras no parece fruto de la casualidad, y sí de un acusado y patente animus belli. Sánchez Ron se erige en paladín de un determinado legado, el de la literatura científica, que en su opinión merecería abrirse paso —si es preciso, como enseguida veremos, a codazos— en un jardín supuestamente secuestrado por los literatos, esa gentecilla con cuyas zalamerías el pueblo habría quedado cautivado a despecho de la baja estofa intelectual de sus aportaciones.
Llama la atención que haga abstracción el despechado cruzado de otros referentes que, siendo absolutamente fundamentales para nuestra autopercepción como cultura, no ha querido incluir en el malévolo y totalitario canon: me refiero a los músicos (Monteverdi, Bach, Mozart, Beethoven), los pintores (Giotto, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel), por no hablar de los arquitectos o los escultores o los cineastas… Si pone el foco en los literatos es por algo, y pronto sabremos por qué.
Frente a los libros con ciencia (que son los que al final importan: aquellos que hacen acopio de un conocimiento valioso y lo saben comunicar de un modo bello y eficaz), afirma Sánchez Ron que los libros de ciencia —una nomenclatura algo laxa para provenir de un científico— logran, cuidado, “garantizar el acceso a lo mejor (¿?) de la sabiduría que los seres humanos han alcanzado”. La palabra no es baladí. En nuestra tradición, sabiduría, desde muy antiguo (¡desde la Grecia antigua y la Biblia, nada menos!), es sinónimo de excelencia en el ámbito de aquello que más nos incumbe: la elucidación de las nociones y, en su caso, las prácticas necesarias para acceder a un estadio superior de la existencia humana, tan alejado de los perentorios instintos primarios como de las mezquinas e ilusorias necesidades secundarias. El “sabio” ha sido, desde los orígenes, el hombre por antonomasia: aquel que sabe ser y estar, y lo comparte con los demás de un modo explícito o, sobre todo, implícito, inspirador.
Por suerte para nosotros, los letraheridos, Sánchez Ron no le niega valor a nuestros amados libros: “¿Cómo olvidar a Homero, Dante, Teresa de Jesús […] y tantos otros?”. Menos da una piedra, aunque no cantemos victoria: enseguida se ponen las cartas sobre la mesa. “Lo único que deseo es recordar que la ciencia no es, en absoluto, menos importante”, y ahora viene el órdago: “de hecho, a la larga (sic), cuando el tiempo se haya extendido tanto que el pasado sea necesariamente (sic) una tenue sombra”, se acabará comprobando la validez de la afirmación de G. H. Hardy de que “la matemática griega es ‘permanente’, más permanente incluso que la literatura griega”, vamos, que los frutos del espíritu son hijos de su época, y en cuanto tales, efímeros y condenados al olvido, pues su naturaleza es aparente, transitoria y falaz, frente a la durabilidad y consistencia indubitable de las conquistas de la ciencia. No contento con esta salida de pata de banco, impropia de alguien que aspira a proponer nada menos que un nuevo canon occidental, remata la faena Sánchez Ron, de nuevo camuflado tras las palabras de Hardy: “Arquímedes será recordado cuando Esquilo haya sido olvidado”.
Aun con todo, el autor de El canon olvidado no es ningún necio, y no puede dejar de recordar que en el cementerio de la historia yacen centenares de tesis, hipótesis, dogmas, leyes y axiomas, todos ellos perfectamente científicos… durante un tiempo (es decir: que, al cabo, también se revelaron producto de sus respectivas épocas). Desde que Karl Popper nos advirtiera de que la ciencia, tras sus fatuos andares y sus maneras señoriales, oculta una entraña tan frágil que merece el calificativo de “falsable” —o sea, siempre en un tris de ser refutada—, ya no es de recibo seguir sosteniendo que el único conocimiento merecedor de tal nombre es el que ha sido sancionado como tal, de una vez y para siempre, por el método experimental.
Extraña no encontrar en el centón de títulos analizados por Sánchez Ron un libro realmente fundamental como La lógica de la investigación científica (1934), donde se inflige un severo correctivo —más tarde amplificado y en la actualidad aceptado por la comunidad científica— al delirio ilustrado de alcanzar una certeza irrevocable acerca, ya no del mundo, sino… de nada. La física cuántica y sus desarrollos han delatado que el emperador está desnudo, que el científico es un individuo tan menesteroso (¡incluso más!) que el poeta, y que el universo en el que ha decidido habitar, en lugar de verse bañado por una luz cada vez más intensa, está poblado por realidades que intuye —la existencia del bosón de Higgs necesitó nada menos que medio siglo para ser demostrada experimentalmente— pero que tal vez nunca podrá llegar a probar. ¡Bonita paradoja! El producto de siglos de revolución científica es que la verdad absoluta resulta… inefable.
Además, la tesis principal de Sánchez Ron, la de que la literatura científica permanece ignorada por los administradores de un supuesto monopolio de la cultura, es una falacia. Libros como Del mundo cerrado al universo infinito, de Alexander Koyré, por citar solo uno (al cual tampoco concede el autor ninguna atención sustancial), han contribuido de una manera esencial a la comprensión del devenir de la cultura occidental, demostrando hasta qué punto los descubrimientos científicos y las innovaciones tecnológicas son, a un tiempo, causa y consecuencia de la mentalidad de una época, la de los siglos XVII y XVIII, que se encuentra en la raíz de nuestra sociedad actual, completamente entregada al culto exclusivo a la materia y al método empírico de investigación, en detrimento de otros paradigmas basados, por ejemplo, en el análisis e interpretación de los textos del pasado.
La literatura científica ha formado, forma y siempre formará parte del rico bagaje de la cultura occidental, porque no puede ser de otro modo: en tanto en cuanto, humanistas, “nada de lo humano nos es ajeno”, la Física de Aristóteles nos interesa tanto como su Ética a Nicómano, la Historia natural de Plinio el Viejo tanto como las cartas de Plinio el Joven y las Cuestiones naturales de Séneca tanto como sus diálogos y tratados morales. Ahora bien, si, una tarde de domingo, quiero leer a Pascal, ¿me decantaré por sus tratados de hidráulica o por sus Pensamientos? No creo que nadie pueda reprocharle a un lector de cualquier época que, en la tesitura de tomar un libro de su biblioteca, prefiera optar por los segundos en perjuicio de los primeros, en la medida en que, mientras que la Cosmographia de Ptolomeo no deja de ser un mero documento histórico y cultural, interesante pero no perentorio para nuestro destino personal, las tragedias griegas o las Confesiones de San Agustín apuntan directamente a nuestro corazón. Tal vez Sánchez Ron preferiría que, en lugar de seres humanos a los que, si nos pinchan, sangramos, fuésemos artilugios dotados exclusivamente de una mente racional exenta de pasiones y emociones; por muchos libros que escriba y publique, eso nunca ocurrirá.
Al cabo, la tentativa que supone El canon oculto (que, como hemos visto, de oculto no tiene nada, aunque sí se me antoja bastante ocultador) abunda en una dialéctica ya clásica: la que contrapone, en palabras del filósofo Wilhelm Dilthey, las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu. Para este autor, no por azar considerado uno de los padres de la hermenéutica contemporánea, mientras que las primeras pueden prescindir —y de hecho, lo hacen— de la categoría de sentido, las segundas viven únicamente por y para él. Un científico, entendido en su restrictiva acepción moderna, se atiene a sus pruebas y medidas rigurosamente cuantitativas; el artista (sea músico, poeta, pintor o filósofo) se mueve en el ámbito de lo cualitativo, de lo existencialmente relevante. Por mucha pasión que invierta en su tarea, el científico no se juega nada cuando investiga en su laboratorio la estructura del átomo: el humanista, por su parte arriesga el todo por el todo cuando se enfrenta a la perspectiva de dirimir, por ejemplo, si la vida humana tiene o no una finalidad última, pues en caso de no ser así poco importará lo que sea de nosotros durante nuestra peripecia en la tierra.
Aunque el propósito de Sánchez Ron es loable (poner sobre la mesa una pléyade de obras que han aportado ideas fecundas para el devenir de la ciencia occidental), inscribirla en un planteamiento abiertamente agresivo —que recuerda por momentos a los que se manejaron en la decimonónica “polémica de la ciencia española”— le resta autoridad moral e invita a responderle en términos taxativos y contundentes. No, señor Sánchez Ron, la ciencia no es, mal que le pese, la detentora de una “inmortalidad” (sic) que subyacería tras la elucidación de las leyes de la naturaleza física: aquella a la que el ser humano aspira es de otra índole, una para la cual no existen mejores probetas que los clásicos ni microscopios más fiables que sus obras (sean estas literarias, plásticas o musicales). Si la defensa de un canon alternativo o complementario pasa por poner en la picota el significado y la funcionalidad del concepto de clásico, el negocio se me antoja ruinoso; si, por el contrario, se conforma con proponer, amigablemente, una ampliación del mismo con materiales que, en realidad, nunca han permanecido ignorados, no me queda más que darle la bienvenida e invitarle a sentarse a compartir con nosotros, los humanistas, el festín de la más alta sabiduría: la que nos recuerda que somos humanos, no meros animales racionales, y que hemos venido a la existencia para algo más que para crecer, reproducirnos y morir.