Diario de un cazador de sueños
José Elgarresta
Ediciones Vitruvio, 2025
198 págs.
Conozco a José Elgarresta desde hace unos veinte años. Hemos compartido presentaciones, tertulias, charlas, lecturas poéticas. En muchos momentos hemos hablado de todo o de casi todo: de religión, de política, de literatura, de poesía, de astronomía, de física cuántica… No siempre hemos estado de acuerdo, faltaría más, pero hemos conversado siempre desde el afecto y procurando entendernos. Algo que últimamente se echa cada vez más en falta, andamos irritables y crispados, y creo que deberíamos esforzarnos por recuperar un clima más distendido para conversar con quienes no piensan como nosotros… que en uno u otro tema suele ser la mayoría de la gente.
Conozco, sobre todo, al Elgarresta poeta. Él sabe que me gusta su poesía. De hecho, de entre los muchos y muchas poetas españoles que he leído en todos estos años, es uno de los que más me gustan. Ediciones Vitruvio ha publicado su obra completa en dos gruesos volúmenes de la colección Baños del Carmen: “Poesía (1975-2000)” y “Solo los dioses nunca duermen (2015)”. Se los recomiendo vivamente porque me parece una obra poética sólida, consistente, una voz firme, depurada y a la vez trascendente que apela a las dimensiones más profundas de la reflexión sentida o del sentimiento pensante, como diría María Zambrano.
Por tanto, comprenderán que no me resulte sencillo separar la reseña de este libro de la imagen que, acertada o equivocadamente, me he ido formando de su autor a lo largo de este tiempo. Sobre todo, porque, estrictamente hablando, este no es un libro de poesía. Es cierto que José Elgarresta ya había publicado textos no estrictamente poéticos, o no solo poéticos, con anterioridad. Pienso, por ejemplo, en el primer libro de Cazzoas, un griego de principios del siglo XX muerto durante la primera guerra mundial que lo visita de vez en cuando, no sabemos si en calidad de heterónimo o de visión de ultratumba, pero la imagen que yo tenía de él era la de poeta. Y éste no es un libro de poesía, al menos a primera vista.
En cierto pasaje del libro, el narrador y protagonista afirma que “los únicos seres humanos que merecen la pena son los que nos inventamos, no los que existen en la realidad”.
Y sobre esta aparente oposición entre “realidad” y “sueño”, mejor sería decir, entre “realidad” y “fantasía”, se sostiene un libro que, como su título ya anticipa, al final prefiere el sueño, la fantasía, a las ásperas y, a menudo desagradables, incomprensibles, injustas, contingencias de la “realidad”.
Sin embargo, lo interesante de este libro de José Elgarresta, que desde el principio desprende un inocultable aroma autobiográfico, no reside tanto en esa elección, tan discutible como la opuesta, la que reclamaría la primacía de lo “real”, pues ambas nacen de una forma dualista y antinómica de concebir la existencia con la que, por cierto y cada uno a su modo, ya ajustaron cuentas nuestros grandes escritores clásicos del siglo de oro, sino en el camino que el autor-protagonista recorre para llegar a ella.
En el Siglo de Oro, y simplificando muchísimo, me atrevo a decir que Calderón al final se inclinó por el sueño, Cervantes por la realidad y Quevedo, probablemente el más astuto y político de los tres, por ambos.
Volviendo a este “Diario”, Elgarresta nos propone un recorrido vital que arranca en el nacimiento en una familia de clase media acomodada en una capital de provincia del norte de España en los años de posguerra hasta una madurez que llega, o parece llegar, tras variopintos fracasos y perplejidades, en el interior de un sueño de felicidad solidaria totalmente quimérico. Pues, si alguna tesis cabe extraer de este “Diario” es que el drama existencial de los seres humanos radica precisamente en eso: en que solemos ansiar un imposible: una fraternidad universal que nuestra propia condición nos impide continuamente alcanzar.
Se trata, por tanto, de un libro ácido, irónico, muy crítico con la mayoría de usos y costumbres dominantes en la época y en el segmento social del que procede el protagonista. Y también con los grupos de personas con quienes, a medida que se desarrolla y crece, va entrando en contacto: los padres, el colegio, la religión, los curas, los militares, las relaciones afectivas y sexuales, el ejército, la empresa, la administración, la bohemia literaria y artística… En ese sentido el libro guarda cierta relación con esas novelas de iniciación (por ejemplo “El gran Meaulnes” o “El joven Törless”) tan en boga hace unos años, si bien, coherentemente con la afirmación que cité al principio, y el carácter de “Diario” elegido para el texto, la forma narrativa es más reflexiva, más de monólogo interior. En resumen, estamos ante una búsqueda de sentido a la vida que no consigue concretarse porque cuando el protagonista cree estar en camino de lograrlo, un acontecimiento más o menos fortuito se encarga de demostrarle lo vano del empeño.
Un tipo de problema psicológico y existencial como diría cualquiera observador u observadora actual, muy de hombres de nuestra generación, por lo general —y me incluyo en la parte que me toca— poco apegados, a causa de nuestra educación y nuestras prioridades personales, a los aspectos materiales de la vida, y poco implicados en la crianza y el cuidado de los hijos y, más tarde, de los padres ya ancianos.
Sin embargo, su filosofía desesperanzada, casi nihilista, no invalida los méritos literarios de la obra, escrita con gran fluidez, amena y ágil y que contiene pasajes memorables. Por ejemplo, en los capítulos titulados “Ego, Ello y Superyó”, “Crisis Místicas” y “El otro lado” en los que se describe el paso de la infancia a la adolescencia con una perspicacia y un gracejo no exentos de una suave melancolía:
“Aún ahora tengo que mirarme una y otra vez en el espejo para aceptar que esto es así, que la misma persona reflejada en la luna es la que piensa y la que actúa y que yo soy esa persona y aun así me extraña mi propia imagen. De alguna manera me noto extraño a mí mismo y entonces observo la mirada abstraída que me devuelven mis propios ojos y comprendo que ahí es donde yo estoy, en lo que nunca ha ocurrido, pero yo sé que está ocurriendo continuamente, lo único que pasa es que mi cuerpo está a este lado del espejo y yo al otro… pero cuando estos últimos acontecimientos, en apariencia triviales y que aún hoy me hacen sonreír al recordarlos, tuvieron lugar, comencé a intuir lo que he dicho y a aceptarme tal cual era, no una mera hipótesis, aunque, después de todo, quizá es lo único que somos: una hipótesis que se transformará en certeza cuando el otro lado pase a ocupar todo el ámbito de nuestra existencia, si es que esto alguna vez sucede”.
En “Luces y sombras de la bohemia” y “Otros personajes literarios”, que me parecen capítulos muy logrados, desfila una galería de tipos humanos la mayoría de los cuales, no importa si reales, inventados, o mitad y mitad, son verdaderamente originales, algunos y algunas muy, muy originales, valleinclanescos casi.
Luego, a partir del capítulo titulado “La oposición como locura controlada”, las peripecias del protagonista van derivando hacia un absurdo progresivo y medio demente que a ratos recuerda al teatro de Alfred Jarry y otras a Ionesco o Beckett, para, tras una interesante pero fallida experiencia monacal, una no menos fallida imitación del vuelo de Ícaro y un encuentro amoroso ignoramos si metafísico o delirante, concluir en “El País de los locos felices”, destino último del libro y desde donde no sabemos si el autor-protagonista del “Diario” ha migrado ya, o sigue cazando sueños todavía.
A Michel Foucault se le atribuye, ignoro si justificadamente, la idea de la locura como decisión consciente destinada a huir del absurdo de la existencia. Tampoco sé si el autor-protagonista de este “Diario” se considera o no discípulo del pensador francés, más me parece un existencialista más cercano a Camus que a Sartre. En el “Mito de Sísifo”, Camus escribió: “Yo grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi gritoy tengo que creer por lo menos en mi protesta”. Que es, en ultima instancia, en lo que me parece que sigue creyendo José Elgarresta.
En cierta ocasión le preguntaron al gran poeta estadunidense Robert Frost, ya muy mayor y con una biografía familiar especialmente dramática, qué había aprendido en la vida, qué recomendaría a otros. Meditó un segundo y respondió con tres palabras: “Just go on” (“Simplemente, a seguir”). Pues lo cierto, es que, como se comprueba a menudo, hasta los sueños más dementes suelen superados por lo que ocurre en la realidad.
Para terminar, conviene, como también hace Elgarresta en su libro, citar Sigmund Freud, que siendo sin duda muy consciente de todo lo anterior, no se conformaba con soluciones estoicas. Para Freud la terapía última se basaba en una fórmula magistral de dos únicos componentes: Amor y Trabajo.
En 2015, José Elgarresta nos dedicó a Pilar, mi mujer, y a mí su segundo gran volumen de poesía “Solo los dioses nunca duermen” con estas palabras: “A Pilar y Alberto, que saben que el tiempo es un instante lleno de dudas y el infinito el fondo de un vaso pequeño, pero la poesía solo cabe en un rayo de luz…”
Gracias José por esa dedicatoria y por seguir intentándolo.