Breve elogio de Dante
Giovanni Boccaccio
Traducción de Marilena de Chiara
Acantilado, Barcelona, 2025
103 pp.
LOS CLÁSICOS CONTRA LAS CIRCUNSTANCIAS
En un siglo devorado por el culto a la novedad, corroído hasta el tuétano por el imperioso “ahora”, ¿qué sentido tiene leer a los clásicos? ¡Con tantos autores vivos por atender! Desperdiciar tiempo y atención en quien se supone que no nos habla de nada que nos concierna… ¡y qué, encima, no nos lo va a agradecer, al menos, con un ‘like’ o un emoticono sonriente! En el caso que nos ocupa, por ejemplo: un elogio escrito por un escritor del siglo XIV sobre otro cuya obra mayor ya ha sido traducida, publicada, leída y ponderada sobradamente: ¿cabe un despilfarro mayor? ¿No hay mejores maneras de perder el tiempo?
Tras concluir su lectura, hay que responder (una vez más) que sí, que vale la pena leer a los clásicos, y que no, que no se pierde el tiempo haciéndolo, en primer término porque su interés no acaba en lo que nace y muere en su propio contexto social, histórico o de cualquier otra índole. No: los clásicos lo son, no porque sean hijos de sus circunstancias, sino porque las trascienden apuntando a algo que hermana todas las épocas, incluso todas las culturas. De hecho, si resisten el severo escrutinio del tiempo (que quisiera reconocer únicamente aquellos frutos que le deben literalmente la vida) es gracias a que acceden a una instancia superior, estable, inmutable… perenne: a la propia naturaleza humana. Eso es lo que los vuelve clásicos, no el que todo el mundo se refiera a ellos incluso sin haberlos leído. Nunca olvidaré el pasmo que me invadió cuando, con solo quince años, leí por primera vez aquellas obras (La Celestina, El Lazarillo, El Quijote) de las que tanto había oído hablar, y que hasta entonces para mí no habían sido más que entelequias vacías: ¡cuánta vida, cuánta verdad descubrí en ellas! Y así me ha seguido sucediendo desde entonces: la misma experiencia de intimidad con el pasado, idéntica constatación de que —a despecho del hechizo de las apariencias mudables— lo importante no cambia, que ‘lo humano’ pervive fuera del tiempo, aunque adoptando variadas formas según el lugar y el momento en que se las acoge e interpreta. Esa es la auténtica lección que nos imparten los clásicos, una y otra vez: que no hay que dejarse despistar por lo accidental y que debemos apuntar siempre a lo sustancial, pues si lo que cambia nos aleja a los unos de los otros, lo que permanece nos acerca: nos hermana. Tal es la virtud de los clásicos: son una auténtica lección de fraternidad.
Y clásicos, muy clásicos, clasiquísimos diríamos que son, y con razón, los dos protagonistas del librito que nos ocupa: nada menos que Dante Alighieri y Giovanni Boccaccio, dos de los escritores más “universales” de la cultura en lengua italiana, aunque por razones muy distintas. Al primero se le recuerda por su monumental Comedia, un imponente poema en tres cantos donde, de la mano de Virgilio, pasa revista a centenares de personajes de la cultura universal, asignándoles una ubicación para toda la eternidad (infierno, purgatorio o cielo); al segundo, por una recopilación de amenos cuentecillos, titulada Decamerón, donde unos aristócratas retirados a una hacienda rural durante la peste negra que asoló Europa a mediados del siglo XV se narran episodios de carácter ligero y algo frívolo, pero cuya pericia literaria le ha hecho acreedora de la recurrente aceptación de los siglos. Como vemos, se trata de dos libros diametralmente opuestos en su concepción y ejecución, lo cual nos puede llevar a preguntarnos qué hizo que el segundo hallase en el primero suficientes argumentos como para pergeñar un argumentado ‘elogio’ que, si bien en nuestros días puede antojársenos algo redundante, no lo fue en su momento, ya que la figura de Dante no gozaba todavía de la general aceptación que tiene en nuestros días: de hecho, murió en el exilio, pues había tenido que huir a toda prisa de su querida Florencia a causa de las desavenencias políticas que sacudieron la ciudad en aquellos años, y que la seguirían zarandeando durante varias décadas más.
El texto de Boccaccio, como describe su artífice al final del mismo, se propone exponer “el origen, los estudios, la vida, las costumbres y las obras del espléndido Dante Alighieri, poeta ilustre, y con ellas algunas cosas más, a través de digresiones, según me ha concedido El que dona toda la gracia” (p. 93). De hecho, aunque formalmente se presente como la glosa de una figura digna de encomio, rindiéndole el homenaje que aún no había recibido por parte de sus compatriotas, la obra contiene otros contenidos de diversa naturaleza: una severa denuncia —no carente de misoginia— de la institución matrimonial (“que los filósofos dejen el matrimonio para los ricos bobos, para los señores y los trabajadores, y ellos sigan deleitándose con la filosofía, que es una esposa mucho mejor que cualquier otra”); un acerbo reproche a la ciudad que se obstina en negarle el pan y la sal (pp. 45-53), acusándole de “crueldad” e “ingratitud” hacia el autor; una atractiva reflexión sobre el origen de la poesía, remitiéndolo a una fuente religiosa (pp. 59-73); una meticulosa interpretación alegórica del sueño que se cuenta que tuvo la madre de Dante cuando aún lo tenía en su vientre (pp. 94-102)… además de reflexiones morales que se revelan tristemente vigentes (“hombres malvados y perversos ocupan cargos elevados y reciben recompensas, mientras los buenos son expulsados, desalentados y denigrados”; “las grandes intenciones se convierten en nada a causa de la discordia, mientras las pequeñas crecen sin límites cuando hay discordia”; “en nuestro mundo presente ya no se disfruta del placer honesto, acostumbrados como estamos a conseguir lo que nos gusta según nuestros deseos, antes incluso de haber decidido amar”), así como una encendida defensa del valor de las letras para la vida: “Las obras poéticas no son vanas o simples fábulas o palabras maravillosas (como creen muchos necios), sino que esconden frutos dulcísimos de verdades históricas o filosóficas”.
Tampoco deja pasar Boccaccio la oportunidad para ponderar la decisión de Dante de escribir sus mejores obras en romance (en toscano, en su caso), pues de este modo pudo ponerlas a disposición de “la utilidad común de sus conciudadanos”, cosa que no habría ocurrido de haberse decantado por el latín: “Escribiendo en lengua vulgar, compuso una obra que jamás fue replicada y no eliminó la posibilidad de ser entendida por los literatos, mientras mostró la belleza de nuestro idioma y el excelente arte en su uso, y proporcionó a las personas de cultura no elevada deleite y la posibilidad de comprenderlo” (p. 88). En esta vocación cívica, no reñida con la entrega a los estudios sino coronándolos, se revela la plena adscripción de Dante y Boccaccio al humanismo, ya no solo renacentista, sino universal.
En cuanto a las vicisitudes biográficas propiamente dichas del texto, junto al esperado y esperable panegírico de las bondades del personaje (de quien ensalza sobre todo su “entrega y afán intensos” por los estudios, el hecho de que “sus costumbres domésticas y públicas siempre fue admirablemente ordenado y compuesto y, más que todos, amable y civil” , que “era elocuentísimo y fecundo y siempre con dicción óptima y pronta”, que tuvo “ingenio elevadísimo y capacidad de invención muy sutil” o que “era un poeta de una capacidad maravillosa, de memoria muy firme y de inteligencia perspicaz”), sorprende encontrar abiertos reproches hacia el maestro, a quien le afea su carácter “altivo y dado al desdén”, cierta “animosidad” durante su exilio en Rávena o su debilidad ante los encantos femeninos, especialmente en su juventud), inscribiéndolo todo en el marco de la honestidad intelectual que debe observar quien sostiene la pluma: “Si oculto los aspectos menos loables de su persona, estaría restando credibilidad a los notables que ya he mostrado”. De hecho, en la desenvoltura con que narra ciertos episodios de la vida de Dante se deja notar la impronta del gran maestro de los biógrafos clásicos, Suetonio.
El saldo final de las escasas dos horas de lectura que exige el elogio de Boccaccio a Dante es innegablemente positivo: aunque no hemos ‘aprendido’ gran cosa (no hay muchos datos objetivos y sí bastantes opiniones personales), hemos constatado, una vez más, que los clásicos merecen dicho calificativo, no por célebres, sino al revés: han llegado a convertirse en miembros de un ‘canon’ por su capacidad para sobreponerse a los condicionantes que a casi todos nos dejan varados en la arena para dejarse llevar por “un viento favorable” (p. 103) el cual, soplando primero de arriba a abajo y después a la inversa, les ha conducido —y nos conduce a nosotros con ellos— más allá de nuestras estrechas circunstancias, allí donde todo encaja y permanece siendo lo que es, pleno de sentido hasta el final.