Amor no. Agua y Fe
Cristina Arribas González
Hijos de marzo, Madrid, 2024
45 páginas
Muy pocos meses después de la aparición del volumen titulado De todas Rosas, la obra poética de la escritora y artista plástica Cristina Arribas González (Madrid, 1986) ha hallado continuidad en Amor no. Agua y fe; una creación donde lo sucinto y lo intenso han querido ir de la mano quizá como nunca antes en las letras de la autora, a quien también se le deben libros cuya importancia, cuya paulatina trascendencia en pos de la revelación presente, no ha de olvidarse en absoluto: Memorias de una voz (2013), La derecha que amó a la izquierda (2015), La tierra que emana (2016), Propias (2018) y La luz del instante (2019, en colaboración con la pianista, periodista y musicóloga Ana Vega Toscano).
Si De todas Rosas se hallaba —y se halla— dividido en cuarenta y dos poemas, el giro impuesto por Amor no. Agua y fe no puede ser más contundente en este concreto plano estructural: nos hallamos ante una creación dispuesta en un poema introductorio y “tres actos”, según la denominación de la autora; “tres actos” (“La puerta invisible”, “Prometeo”, “Deyanira”) que, a efectos puramente líricos, se despliegan como una suerte de tres cantos vibrantes, donde el posible patetismo, o la posible épica o solemnidad, aciertan a desnudarse de todo rasgo notorio para no abandonar nunca –ni siquiera en los momentos que podrían haberse antojado más propicios a la claudicación- ninguna de las cualidades estilísticas que otorgan su singularidad a la voz de Cristina Arribas. Es decir, que en estos versos siguen siendo sumamente perceptibles las elipsis abocadas al temblor, los saltos de pensamiento insólito, la aparente delgadez expresiva y, como contraste, la generosa ambigüedad resuelta mágicamente en nitidez; sólo que, aquí, semejantes cualidades se encuentran al servicio no de una estética fragmentaria sino de un “continuum”, de una continuidad efectiva del discurso.
Esto logra una particular coronación en el primero de los “actos” de Amor no. Agua y fe: el titulado “La puerta invisible”; muy probablemente —diría incluso que sin duda alguna— la composición más ambiciosa y mejor decantada de Cristina Arribas González hasta la fecha. En esta especie de canto de desamor o, si se prefiere, de insuficiencia amorosa –“Siempre hay una razón para creer / que tenemos miedo / Y lo que no tenemos es el suficiente amor”-, todo fluye con una cadencia admirable hasta alcanzar al cabo la palabra “poesía”, fuente de cada uno de los versos anteriores. Sin embargo, “La puerta invisible” no propone al lector un ejercicio de reflexión compartida sobre el hecho poético ni ninguna otra forma de metaliteratura en sentido estricto. Fundamentalmente porque, a cada instante, se palpa una verdad lírica tan incontestable como el sentimiento de la pérdida: “Cuántas cosas he escrito / perdidas en el tiempo / (…) Me gustaría recuperarlas todas / Una por una / Pero ya no volverán / Se quedaron allí / No sé dónde / Pero sé que las viví / Todas / (…) Y yo que no las quise / y ahora las quiero / Qué amor sin triunfo”. El temblor inconfundible del canto fidedigno, sustentado en imágenes que aúnan con brillantez expresionismo y ternura (“Amor, encontré un montón de pozos rotos / aguas podridas que hablaban de nosotras”), cierra todas las puertas —felizmente para los lectores— a cualquier tipo de vana intelectualización, de manera que el pensamiento, aquí, es gesto y es caricia: “Estoy cansada de escribir de ti / pero no hay cosa tan delicada / y oscura que habitarte sin fin / en este pensamiento”. Poesía, en fin, como “prolongación del alma” unas veces, como “espejo cruel” otras tantas; “corazón en la sombra” siempre, pues ¿quién se atrevería a negar que “la puerta del amor es extraña”, y que hallar esa puerta constituye todo un “acertijo del destino”?
Respecto de “La puerta invisible”, los otros dos “actos” de Amor no. Agua y fe, “Prometeo” y “Deyanira”, se alzarán en la conciencia de los lectores a la manera de un eco rotundo de lo antes dicho, no sin que afloren hallazgos que habrán de desmentir esa estricta condición de mero eco (“Me duele el corazón / porque no lo tengo exacto”; “Quédate con esas mil veces de mi / Yo me quedaré con un sueño”). Además, el tramo final de la obra nos devolverá la esperanza —asediada, sí, pero inequívoca— que latía en el anterior trabajo de Cristina Arribas González, De todas Rosas. “Un día nos llamaremos con el mismo nombre / En el amor”: con esa esperanza lo llegará a expresar el sujeto poético. Con esa fe y con esa agua, sí. Con la ilusión de nuevo conquistada, y la fácil fluencia de este libro exquisito.