Maquila
Rafael Cabanillas Saldaña
Editorial IV Centenario, 2023
Nº de páginas 304
Literatura, memoria y ética
Si uno se adentra en el Parque Nacional de Cabañeros, entre las provincias de Ciudad Real y Toledo, se encontrará con numerosas señales que indican senderos por los que caminar. No es algo excepcional. Ocurre en la mayoría de los montes de nuestro país. En ese Parque, sin embargo, puede uno toparse con señales que indican la Ruta Quercus, la Ruta Enjambre o la Ruta Valhondo, que sin embargo no responden a un accidente geográfico, a una localidad, a una especie arbórea o a una actividad agrícola. ¿Qué tienen entonces de singulares esas rutas?
De la mano de la editorial Cuarto Centenario, el escritor Rafael Cabanillas Saldaña ha venido publicando desde hace unos años una trilogía literaria titulada En la raya del infinito, conformada por las novelas Quercus, Enjambre y Valhondo. Tal ha sido su éxito, tal el deseo de conocer los lugares naturales en los que transcurren los relatos de la trilogía, que los pequeños ayuntamientos de la zona han decidido acondicionar rutas que conduzcan a lectoras y lectores al corazón de la geografía en la que se mueven los personajes de las novelas, parajes que no son simple telón de fondo sino protagonistas igualmente de las palpitantes tramas literarias.
Que una geografía real se transforme en una geografía simbólica gracias a la ficción es siempre admirable. Y que alguien, después de leer un libro sienta el impulso de conocer el paisaje descrito en una novela es más admirable todavía. Indica que la ficción ha alterado la percepción de los lectores de tal manera que los ha impulsado a levantar los ojos del libro y mirar hacia afuera, no solo hacia dentro de ellos mismos, como si el mundo exterior reclamara también la atención, una mirada inédita y cuidadosa.
Una de las mayores virtudes de la literatura es crear mundos con palabras. Mundos imaginarios que además de verosímiles sean significativos, coherentes y cautivadores, de modo que lectoras y lectores puedan recorrerlos con emoción y también como aprendizaje. Esos mundos imaginarios, construidos con restos de mundos reales, permiten ver a menudo con más hondura el mundo que habitamos. La ficción actúa en esos casos no como simple representación, sino como desvelamiento. La literatura no solo tiene la potestad de hacer, sino de rehacer, de rescatar lo que, en palabras de Claudio Magris, queda “en los márgenes del devenir histórico, dando voz y memoria a lo que ha sido rechazado, reprimido, destruido y borrado por la marcha del progreso”.
Ese afán de restauración, de resistencia al olvido, quizá sea el mayor mérito de la trilogía de Rafael Cabanillas Saldaña. Sus novelas dan cuenta de mundos que existieron, de condiciones miserables de vida, de incontables abusos, de formas despóticas de ejercer el poder que no han desaparecido del todo. Pero también de coraje y esperanza, de inteligencia y sensibilidad. Y todo ello importa, nos importa, porque aunque no hayamos nacido en los montes ni en los pueblos de esas novelas, aunque nuestros padres o abuelos no hayan sido pastores, corcheros o furtivos, ni tampoco terratenientes, aristócratas o banqueros corruptos, todos, de una forma u otra, procedemos de ahí, de esas formas de explotación y de injusticia, de esas soledades y de esas hambres, de esos miedos, de ese señoritismo que concibe la tierra, y como consecuencia la nación o la patria, con un sentimiento de propiedad ancestral y hereditaria.
Se ha dicho de las novelas de Rafael Cabanillas que son un retrato de la España vacía. No estoy seguro de que ese sea el concepto que mejor le cuadren. Vacía es un término que induce a confusión. Remite a cajones sin ropa, a calles sin coches, a estanterías sin productos. A cosas. Me gusta hablar más de una España despoblada o abandonada, pues esa noción remite a personas. Esa España no se ha vaciado, como se vacía una casa en una mudanza. Lo ocurrido en las últimas décadas se parece más bien a las secuelas de las guerras, las persecuciones políticas o los desastres naturales, cuando la naturaleza queda más o menos intacta, pero ya sin habitantes. Permanecen los objetos y los nombres y las construcciones, pero el mundo al que pertenecían dejó de existir. Lo muestran muy bien las desoladas fotografías de Arkadiusz Podniesinski tras las catástrofes de Chernobyl o Fukushima: permanecen las casas, las escuelas, los supermercados, los autobuses…, los elementos que daban sentido a un mundo del que sus habitantes huyeron precipitadamente.
Esa España sin gente, sigue sin embargo poblada por sombras, recuerdos, historias, restos, antepasados, ruinas… De una ruina precisamente trata Maquila, la novela que viene ahora a sumarse a las anteriores. Y aunque no forme parte de la trilogía no abandona ese territorio simbólico. La novela tiene como eje argumental la reconstrucción paciente y tenaz de un molino en ruinas que perteneció al bisabuelo de uno de los protagonistas, Manuel, bibliotecario de profesión. Una reconstrucción material que va pareja al restablecimiento de un mundo social a través de las palabras y los recuerdos de un pastor, el tío Justo, testigo de la desaparición de formas de vida, culturas, oficios, lenguajes… que ya solo quedan en la memoria de unos pocos.
A diferencia de sus predecesoras, que transcurren únicamente en los montes de Toledo, Maquila prolonga la acción en el llano y en la ciudad. Sigue el rastro de algunos oriundos de esos montes que los fueron abandonando en busca de una vida mejor. Si se pudiera radiografiar el pasado de los habitantes de las grandes ciudades podrían detectarse vestigios de antiguas penalidades, olores a humo y jaras, viejas injusticias silenciadas, miserias atávicas, palabras en desuso… Muchos transeúntes urbanos ocultan en su memoria pasadas experiencias de vida que se disipan lentamente como la niebla de la mañana.
En Maquila, la historia del octogenario tío Justo, apegado a la tierra, superviviente, y la del protagonista joven y sus padres, emigrantes y obreros, se entrecruzan y se enriquecen mutuamente. El reencuentro de Manuel, el joven bibliotecario, con sus raíces, con el ruinoso molino de su bisabuelo, se alimenta con los recuerdos del pastor, que lo conectan con la historia de sus ancestros. Manuel no solo rescata y rehace un molino, sino una memoria.
¿Y qué valor tiene hacer memoria de tiempos o lugares prácticamente desaparecidos? Hablo de ‘hacer memoria’ en la doble acepción de recordar y construir. Gracias al tío Justo, a la demorada rememoración de su vida, puede Manuel reconstruir su propia memoria. Es una transferencia que le da sentido a su vida, como se la da igualmente la perseverante tarea de reconstruir piedra a piedra el molino harinero que perteneció a su bisabuelo. Es un regreso a la par que un porvenir.
Rafael Cabanillas Saldaña se toma en serio su deber de memoria, el compromiso de no arrojar al olvido los atropellos, las penurias, las corrupciones, las violencias que conforman parte de nuestro pasado común y que tantos se empeñan en perpetuar. Lo hizo con pasión y belleza en sus anteriores novelas, lo acentúa en Maquila, que además de dar voz de nuevo a hombres y mujeres que poblaron esa España ahora abandonada a través de las reflexiones del viejo pastor remarca la urgencia de escuchar los lamentos de los supervivientes, sus advertencias sobre los riesgos de la indiferencia o la conformidad, de la incesante degradación de la naturaleza, ejemplificada en esta novela (de ahí la imagen de su cubierta) en la extinción del ciervo volante, un simple escarabajo que realiza sin embargo funciones de grandísima utilidad para el mantenimiento de los bosques.
La reconstrucción del molino es una decisión que Manuel afronta a la vez que avanza el deterioro físico y mental de su madre, epicentro emocional de la novela. Lo hace como un acto de amor, como un intento acuciante de rehacer antes del final de su madre lo que perteneció a su abuelo. Es su particular deber de memoria, de gratitud, de homenaje. La ruina, la muerte, tiene en este caso un antagonista: la memoria, la restauración, el regreso, la vida.
Se han señalado similitudes entre las novelas de Rafael Cabanillas Saldaña y las obras de Miguel Delibes, Los santos inocentes, Jesús Carrasco, Intemperie, o Julio Llamazares, Distintas formas de mirar el agua. El sentido de sus novelas me recuerda a mí los relatos de John Berger contenidos en su trilogía De sus fatigas, compuesta por Puerca tierra, Una vez en Europa, Lila y Flag, con los que busca dar testimonio literario del mundo del campesinado europeo, amenazado por un proceso implacable de aniquilación y olvido. Sus objetivos son semejantes: la resistencia a despachar el fin de la experiencia histórica de vivir ligados a la tierra como algo irrelevante, como un proceso inevitable sin consecuencias para el futuro.
El hecho de repoblar con palabras un espacio despoblado, abandonado, olvidado, da a la literatura un valor de reparación y de justicia. Es el caso de las novelas de Rafael Cabanillas Saldaña. Cuando sus palabras sirven además como estímulo para llevar a conocer una geografía real transformada por la ficción en una geografía simbólica esas novelas adquieren un significado ético que agranda sus méritos lingüísticos y poéticos.