2022 – Centenario del nacimiento de José Saramago
La dimensión sociopolítica de José Saramago, (Azinhaga, Alentejo, 1922-Tías, Lanzarote, 2010) cobró nombradía universal en 1998, año en el que recibió el Premio Nobel de Literatura que anualmente otorga la Academia Sueca. Se trataba del primer escritor de lengua y nación portuguesas cuyos méritos literarios le eran reconocidos con tan alto galardón. Junto con el poeta y precursor chileno Pablo Neruda, galardonado años antes, Saramago ha sido uno de los muy pocos intelectuales comunistas que fueron premiados por la institución nórdica en Estocolmo.
Las convicciones ideológicas de José Saramago afloran en sus novelas y escritos de una manera indirecta, a través de las situaciones que viven o en las que insertan sus peripecias vitales algunos de sus personajes. Si el compromiso comunista se suele medir por la adscripción al partido y se asocia a determinado grado de militancia, José Saramago ha sido un comunista no convencional, que ha “militado” extramuros de células y comités -pero no por ello con menor intensidad y alcance-.
Y lo ha hecho mediante la difusión, por medio mundo, de un ideario comunista, igualitario, sencillo y consistente, signado por un humanismo llano rezumante de solidaridad: lo ha expuesto desde enclaves como el Estado mexicano de Chiapas, patria del último movimiento político-guerrillero americano, hasta Timor occidental, ex colonia portuguesa, escenario de terribles matanzas; y ello sin olvidar gestos como la defensa de la lucha de las Madres argentinas de la Plaza de Mayo, o la cesión de derechos de autor literarios a los damnificados de Haití, por citar algunos casos de su permanente compromiso solidario.
Uno de los elementos sustanciales y transversales de su ideario comunista lo ha sido su profundo rechazo del capitalismo: «El capitalismo no promete nada. Nos dice que nos las arreglemos solos. No hay nadie en el capitalismo que nos diga: ‘Trabajamos por la felicidad de todos’, y, para colmo, ha conseguido inyectar la idea de qué si fracasas en la vida, la culpa es tuya», dijo en una ocasión. En otra, asoció el capital con el desaforado consumismo: “es necesario que las mayorías acumulen cosas para que las minorías capitalistas acumulen dinero”, fue una de sus caracterizaciones sobre el mensaje neoliberal. Igualmente, sentenció que “comprar y vender se ha convertido en una especie de razón de ser, un motivo para vivir dentro de las sociedades contemporáneas”, heridas por descarnadas competiciones compulsivas. “Mientras el capitalismo clásico explotaba a los asalariados, el neocapitalismo explota hoy a los consumidores”, subrayaba. Sin incurrir en tecnofobia alguna, aseguraba que la ecuación que suma la tecnología al consumismo se ha convertido en un constructo enfilado directamente contra el ser humano, objeto pues de precarización y esclavitud.
Contra la mentira
En distintas ocasiones, José Saramago ha criticado la movilización de la mentira como arma política de precisión, así como la transgresión sistemática de derechos fundamentales desde distintos poderes. La fórmula política suprema evocada por el escritor portugués ha sido “la creación de un Estado mundial de los Derechos Humanos. Ahí reside todo cuanto el ser humano necesita para acceder a una vida digna”.
Pero antes de formular tal sentencia, Saramago había transitado por un sendero intelectual adscrito a la herencia ilustrada y a su más preciada gema: la Razón, que en su pensamiento y en su quehacer literario erigió en norma soberana de atinencia y comportamiento. A su juicio, “la razón es la condición distintiva del ser humano”. Y acostumbraba definirse de la siguiente manera: “soy alguien que se determina racionalmente y se rige por el principio de intentar no hacer daño a nadie”. En diferentes escenarios y situaciones, Saramago realizó una defensa cerrada de la necesidad de la filosofía, como decisiva a la hora de dotarnos de criterio.
Su compromiso racional guio sus pasos hacia una impugnación de la religión “cuando se trastoca en arma de manipulación de masas”, precisaba. A propósito del Yahvé bíblico, en numerosas ocasiones lo criticó con dureza y lo calificó de cruel, en contraposición al Cristo neo-testamentario. En una ocasión le preguntaron si estaba en guerra con la divinidad, a lo cual Saramago respondió: “no estoy ni en paz ni en guerra con Dios; si Dios no existe, no puedo estar en guerra con la nada”. Ello no ha significado una actitud irrespetuosa hacia el ámbito de lo creencial en su dimensión popular, habida cuenta de que Portugal, su primera patria, ha sido tradicionalmente un país de mayoría católica, bien que el librepensamiento laicista enraizó de manera irreversible desde que echara allí raíces en los estertores del siglo XVIII.
En sus escritos, Saramago invita siempre a la reflexión. Sus descripciones, personajes y situaciones revelan unas dotes de observación fuera de lo común, en las que compiten la mirada y el latido de un corazón benevolente, donde el mundo del trabajo, siempre tratado por él de manera respetuosa, ocupa la posición cimera. Sus escritos rezuman empatía hacia los débiles, hacia las mujeres aherrojadas a posiciones sociales subalternas por el discurso dominante, hacia los desheredados de la Tierra. Lejos de considerarse pesimista, Saramago apela a la transformación emancipadora de un mundo que calificaba de pésimo.
Su verbo, repleto de sinceridad, permite evocar al Machado paleo-comunista, tan cercano al cristianismo primitivo, o al Bloch más esperanzado en un mundo que ansía la emancipación en una clave necesariamente humanista, creativa y anticapitalista. Hay también en Saramago un componente internacionalista, que arranca desde un sutil iberismo, como cuando en su Viaje a Portugal, pregunta a los peces que surcan el fronterizo río Duero/Douro si se sienten portugueses o españoles.
Aunque tardíamente recibido –contaba 75 años cuando le fue otorgado el principal palmarés de la Literatura mundial- su premio, por extensión, parece ampliarse al reconocimiento mundial de un pueblo como el lusitano que, en el último cuarto del siglo XX, se atrevió valientemente a emprender una revolución antidictatorial y antifascista que inundó de claveles las bocas de los fusiles. En su obra La Noche, cuenta los pormenores de aquella ilusionante víspera. Puso así fin el pueblo vecino a un infausto imperio tambaleante y se enfrentó al coloso imperial trasatlántico que sigue intentando la genuflexión avasalladora de todos los países circundantes. Contra ella se irguieron desafiantes la palabra, el gesto y la mirada de un campeón de la solidaridad como José Saramago, antiguo cerrajero, hijo del pueblo y de la conciencia de sus sufrimientos.
A lo largo de su extraordinaria gesta intelectual, como creador de belleza, reflexión y criterio, contra la impostura y la desesperanza, logró recobrar la conciencia para la palabra, tras décadas de errático exilio de una y otra. Si cupiera proponer un epitafio al escritor José Saramago, por cierto enamorado de la isla volcánica de Lanzarote, su segunda patria oceánica y amante sincero de la España progresista, tal vez resultara idóneo acuñar la frase por él mismo pronunciada: “Moriré siendo el comunista que fui siempre”.