Puedes leer la I parte en Quevedo en sociedad I.- El hombre, la sociedad
Por Ricardo Martínez-Conde*.- / Diciembre 2018
Hablamos hasta aquí del autor Quevedo y su compleja personalidad y de su paradójico comportamiento social; incluso de la sospechosa flexibilidad de sus posturas ideológicas, debido a lo cual para unos ha sido un arribista que actúa y habla según las conveniencias, y para otros un hombre íntegro y fiel a sus principios religiosos y estoicos.
‘Feroz y machaconamente antisemita, grotesca y vulgarmente antifeminista, patriotero y casticista hasta extremos, hoy, intolerables, es también un extraordinario crítico de la sociedad decadente, fantasiosa y vulgar de su tiempo; terrible desmitificador, noble pensador político obsesionado por la dignidad humana, sabio y erudito (pero no incapaz de trucar fuentes o citas’. No ha de sorprendernos demasiado –aclara más adelante el profesor Blanco Aguinaga, el responsable de estas palabras- sin embargo esta contradictoria conjunción de nobleza de miras y de reaccionarismo. Y continúa: ‘La obra de Quevedo es extraordinario reflejo de esta contradicción, de la angustia del hombre barroco que, no sin algo de razón, suele compararse con la angustia existencial de los escritores modernos que también se encuentran en la encrucijada de un cambio radical de estructuras’.
Ahora bien, ¿no parecen, no obstante, demasiado generalizadoras estas afirmaciones? Por nuestra parte preferimos no caer en el terreno resbaladizo de una teoría en exceso englobadora y acercarnos más a la realidad que el propio Quevedo hubo de vivir. Por eso parece más oportuno señalar los aspectos concretos de la crítica de Quevedo poniéndolos en relación con su entorno social y, curiosamente, resulta ser el mismo crítico referido quien los señala con claridad al comentar que nuestro autor se lanza al ataque contra las costumbres presentes de los castellanos haciendo referencia a cuestiones como la ‘virtud desaliñada’, la carencia de una pretérita ‘libertad esclarecida’, el predominio del ‘ocio torpe’, ‘la honestidad comprada con piedras finas’, un constante ‘mendigar el crédito a Liguria (es decir, a la banca italiana’, la inseparabilidad de ‘un vacuo blasonar nobleza’, el hartazgo de perfumes y alhajas, el desprecio por ‘el trabajo basado en un falso concepto del honor…’ Y esto sí se aproxima más al tema que nos ocupa, a la función histórica y social del escritor (de ahí que haya de defenderse una vez más, en mi opinión, la consideración de la obra literaria como una fuente histórica) Y es que muchos de los vicios denunciados por Quevedo eran, efectivamente, una lacerante realidad en la España de primeros y mediados del siglo XVII.
¿Y cuáles han sido –podríamos preguntarnos- los medios utilizados por el escritor para ejercer la crítica social? Pues bien, los más variados, siempre con la prudencia necesaria para no ser denunciado: la alusión en sus obras a figuras de la mitología, la exageración en el aprovechamiento de un doble significado de las palabras, el recurso a la forma de sueños para el ataque directo a determinadas profesiones y oficios, el empleo de retruécanos y perífrasis para aludir a la ridiculez de la exagerada atención externa, sobre todo presente en el código del comportamiento cívico… Tales medios, conviene aclarar, utilizados en muchos casos de una forma más simulada o encubierta, para lo cual contaba con afiladas armas, con brillantes recursos: su extraordinario conocimiento del lenguaje, su capacidad en la utilización de ‘‘comparaciones, imágenes y metáforas hiperbólicas, desrealizadoras hasta límites extremos’, a pesar de lo cual habría de sufrir los rigores de la vigilancia inquisitorial, cuyo tribunal le obligó, cuando no a rectificar títulos, a corregir algunos pasajes alusivos, concretamente en su obra los Sueños.
Claro está que la contra era esperable por parte de los portavoces, digamos, de una sociedad que se pagaba de intachable y moral; esto es, la reacción no podía hacerse esperar a pesar del cuidado disimulo en su exposición, y es que los vicios y tachas de que habla el escritor son universales y casi parecen intemporales (aquí podríamos retrotraernos a tiempos más actuales, si, por ejemplo, cuando decimos Corte pensamos en Gobierno por cuanto la crítica siempre será afín al autor inteligente. En el caso de Quevedo es conocida su sólida formación estoica), sus referencias más directas, no obstante, están referidas a la sociedad y ambiente de la Corte (hoy, acaso, Madrid) y el enemigo, por tanto, era duro y poderoso.
La reacción se justifica, por ejemplo, en la aparición, en 1635, en Valencia, del conocido Tribunal de la Santa Venganza, donde el autor (o autores) comienza su libro con una advertencia muy definida a sus lectores, al presentarlo como desagravio de los «torpes y escandalosos escritos de un autor que hoy vive entre nosotros, a quien aplauden y celebran en hiperbólicas alabanzas los poco advertidos de lo simulado que viene en ellos Satanás». A los epítetos «desdichado e infeliz», aplicados con generosidad a Quevedo, añade el autor del libelo «hijo de perdición, en precipicios de errores, con crasísima ignorancia y pérfida malicia» o directamente como «resuello de Lucifer» (p. 41) El Tribunal de la justa venganza conviene recordar, tal como señala el prof. Candelas Colodrón, que ‘se trata de una invectiva contra los escritos de Quevedo, que surge alimentada por una secuencia de polémicas anteriores más o menos conocidas’.
No debiera entenderse, sin embargo, que toda la crítica ejercida por nuestro autor fue una crítica negativa, antes al contrario, también ha salido de su pluma reconocida defensa de la labor de gobierno, por ejemplo las medidas de devaluación de la moneda adoptadas por el Conde Duque, su reconocido y declarado enemigo. Y ello sin querer entrar aquí en la enrevesada psicología o intenciones de aquellos que, en cualquier justificación o alabanza hecha por el autor, quieran ver un acto de arribismo, de adulación en procura de beneficio o medro, o de cualquier otra grotesca o malintencionada maniobra de ascenso. Es un hecho que Quevedo carecía del ascendiente social suficiente como para considerarse un igual con los miembros de la alta nobleza. Procedía de una nobleza de ascendiente medio del norte de la Península, y había de defender con el tiempo, a costa de su fortuna y su salud, un larguísimo pleito por consolidar su señorío sobre la torre de Juan Abad, no lejos de Villanueva de los Infantes, en la provincia de Ciudad Real.
En la realidad no le faltaron la consideración y respeto de alguno de los más representativos personajes de la vida social y de Palacio, siendo un hecho, desde luego, que contaba con la simpatía de buena parte de las clases bajas, pues debió ser un hombre con una gran capacidad de comunicación y, por su ing
enio y simpatía, de captación. Así pues, ¿es posible, desde la perspectiva de hoy he ignorando muchos de los arquetipos que aherrojaban y definían a la sociedad de principios del XVII, es posible, digo, calificar por ello de arribista, adulador y aprovechado a un hombre que, a causa de su firme actitud mantenida ante los comportamientos engañosos y los fraudes pasó entre la cárcel y el destierro (y en condiciones infrahumanas los años de cárcel hacia el final de su vida, sin habérsele probado en ese momento, ni antes, cargo alguno) buena parte de su existencia? Sería tan insostenible este argumento que no merece réplica. ¿Qué se podría decir de un entorno social que había llevado sus exageraciones e injusticias hasta los límites de la caricatura, habiendo calado tal actitud desde la clase más alta a la más menesterosa?
Continuará...
- * Ricardo Martínez-Conde es escritor, web del autor http://www.ricardomartinez-conde.es/