Viene de Quevedo en sociedad I y Quevedo en sociedad II
Por Ricardo Martínez-Conde*.- / Enero 2019
Quevedo –ha escrito el profesor Maldonado- no enfoca la eterna corrupción del género humano, sino la de su época; la perennidad de la sátira consiste en el objeto, no en la intención del autor. ¿Cuál puede ser la razón de que juegue la carta del absurdo, deforme las imágenes habituales, ‘gongorice’ con las ideas y parezca obsesionado por el valor de las palabras, como acertadamente ha señalado R.M.Price?’
Cuando comenzó a denunciar las actitudes y conductas reprobables le reprocharon las audacias expresivas, la falta de respeto a las formas establecidas, el quebrantamiento del tabú. No quisieron admitir que el pastelero fuese símbolo del fraude, el sastre del robo, el alguacil y el juez de una justicia envilecida por el oficio interesado y el cohecho, la mujer hermosa y el cornudo representativos del comercio con la honestidad, y todos, sucesivamente, símbolos de un pecado.
Avanza en el conocimiento de que todo es engañoso, y de que la verdad, para él solo una y contenida en las Sagradas Escrituras, es innecesariamente falseada por la codicia, la ambición, la cobardía y por la peor de las conductas, la hipocresía, que utiliza las apariencia de la verdad.
Arremete, entonces, contra las apariencias falaces, contra el disfraz de los gestos y de las palabras, que solo encubren la ruindad humana, deformándolos, agitándolos como fantoches, con una técnica que anticipa ciertas maneras de los esperpentos de Valle Inclán.
Conoce y denuncia las formas hipócritas y el desempeño corrupto de algunas funciones; se convierte, pues, en un cronista de su época. Pero aún más, pues a diferencia de los cronistas al uso, no se limita aisladamente a reseñar los acontecimientos públicos de la corte, sino que, a despecho de amenazas, señala y critica los vicios de la misma.
Es de señalar que Quevedo ha sido, ciertamente, un escritor de una gran fecundidad, y bien sabido es tanto su amor a los libros como el que esta afición no fuese el resultado de un nuevo capricho de ostentación social, sino producto de su acrisolada formación humanística. Estudió Artes, Filosofía y Humanidades en la universidad de Alcalá, y Teología, que no concluyó, en Valladolid. Su cultura, para su época, rebasaba sin duda el nivel de sus contemporáneos.
En cuanto a lo que hace a su producción como escritor, su obra ha sido dividida en una serie de conjuntos temáticos de aceptación prácticamente universal para los estudiosos:
PROSA
Discursos políticos, satírico-morales, festivos, escépticos y filosóficos y un extenso Epistolario
VERSO
El Parnaso español, Las tres musas últimas castellanas, Segunda cumbre del Parnaso español, Poemas (metafísicos, morales, líricos, religiosos, amorosos, satíricos y burlescos), Jácaras, y Bailes, elogios y túmulos.
Quepa decir que de ellas no todas conocieron la imprenta durante la vida del autor, y dentro de éstas no podríamos incluir un solo libro de versos, si bien sabemos que era su intención preparar para la imprenta el conjunto de su obra poética en los años finales de su vida.
Dentro de los grandes apartados generales señalados, y en lo que hace a la función crítica sobre todo, se podría establecer un orden de prioridades; así, dentro de los Discursos satírico-morales habría que destacar los Sueños. De los discursos festivos, qué duda cabe, El Buscón, ejemplo de novela picaresca (y que fue objeto de estudio pormenorizado en mi trabajo ‘La obra de Quevedo como fuente histórica’) Por último, destacar dentro de su obra poética, claro está, los Poemas satíricos.
¿Y cómo lleva a cabo el autor esa labor crítica, la que ha venido marcando de manera tan destacada su memoria como escritor? El profesor Blecua hizo una primera aproximación entre certera y jocosa: ‘En realidad se va a lamentar, como buen conservador y moralista, de la pérdida de las viejas costumbres castellanas: de la honestidad, de la severidad en el vestir, de la frugalidad, del heroísmo de los viejos señores, ya que los modernos están ocupados en torear, en ‘dejar a las vacas sin marido’ Lo cierto es que de su obra puede deducirse, sin duda, conocimiento social en lo que tienen de valor histórico; el tema de las obras de Quevedo puede tener forma expositiva de ficción, el contenido, sin embargo, es rigurosamente histórico circunscribiéndose, en buena medida, a la descripción que los historiadores han hecho de aquella sociedad, desde Pfandl a Fernández Álvarez, desde Domínguez Ortíz a Viñas Mey.
No estaría de más recalcar, sin duda, que Quevedo escribe historia no desde la postura crítica del observador objetivo; lo hace, antes bien, desde la postura de quien ostenta con rigor una ideología determinada: en este caso de su posición estoica y moral de riguroso fundamento religioso y católico. No es, pues, un manual de historia de su época lo que nos lega, sino un testimonio personal vertido desde su contrastada preocupación filosófica. Pese a ello, difícil será encontrar un más extraordinario ejemplo de lo que es el Barroco que en toda su obra: ‘visión del mundo que, en sus mejores momentos, se caracteriza por captar sin subterfugios, como en un puño tensamente cerrado, las contradicciones fundamentales de aquella edad conflictiva’ en palabras de Blanco Aguinaga. En el riquísimo aporte documental, por ejemplo, que constituye su Epistolario podemos comprobar hasta qué punto convicción y acotación personal van unidas a lo largo de su intensa y dilatada existencia (1580-1645).
También podríamos preguntarnos si su postura moral pudiera ser o no una postura social más generalizable. Pues bien, en cuanto a esto último, parece ser que, efectivamente, se podría registrar una tendencia tal en aquellos años que Blecua describe como ‘ese neoestoicismo del Barroco, cuyos postulados se enlazaban con una ascética de origen bien claro y que unido a la situación política dará origen a ese desengaño y a esa melancolía que tanto caracterizan al siglo VXII’.
No solo Quevedo trató de señalar y criticar los vicios de aquella sociedad; también las obras de Saavedra Fajardo, del padre Mariana, de satíricos y moralistas como Montalban o Villanueva. Y qué decir, en su gran mayoría, de la literatura de los arbitristas. Incluso de tantos y tantos textos recogidos en la literatura de corden, tan exhaustiva y acertadamente estudiados por Caro Baroja y la profesora García de En
terría, textos procedentes en muchos casos de pluma anónima, lo que indica hasta qué punto pudo calar en las más diversas clases sociales los males (o como tal considerados) de la época.
Respecto de los escritos de Quevedo, ‘el tono predominantemente festivo no debe ocultarnos el hecho de que tales obras surgen de una conciencia moral exacerbada’, a decir de Carlos Vaillo. Lo cierto es que estos componentes (lo tópico y lo festivo) constituyen un recurso muy utilizado por nuestro autor. Se desprende ello, sobre todo de su poesía satírica: ‘una visión amarga y desesperanzada, con alguna punta de nostalgia por un pasado mejor y un aprecio de una estructura jerarquizada de la sociedad’ Es cierto, desde luego, que un fondo amargo y serio se percibe en la sombra del flagelo satírico de Quevedo. Mérito de éste, sin embargo, es haber sabido ‘transformar en divertido este mundo invertido’.
Si examinamos con cierto detalle el conjunto de su obra, para Raimundo Lida –un fiable estudioso también del autor- estima que ‘en ‘Los Sueños’, la Corte, España y la misma Europa se nos muestran por lo general en destemplada concreción y cercanía, y todo ello bajo una visión dominante: la del infierno de todos los días, la de lo monstruoso normal’ En efecto, en ellos el autor –se nos dice- no repara en barrera alguna a la hora de exponer su crítica, hasta el punto de que ‘distinguir, denunciar, exhibir a gritos el revés de la trama: estos son los ejercicios que parecen hacer feliz a Quevedo’.
Por su parte, Fernández Guerra estima que esta obra supone ‘los trabajos preparativos del repúblico para allanar el camino a sus proyectos de reforma’, lo cual no es vano empeño ni pequeña empresa. Y justifica así la condición de repúblico que le atribuye al autor: ‘Desentrañando su vida y sus escritos, se descubre que el elemento político es principalmente lo que en ellos predomina. Y en verdad que no poseía ser otra cosa: natural, estudios, cargos y destinos, vínculos sociales, aficiones privadas, todo se combinó para formar un repúblico, un hombre de estado. Bajo este aspecto ha de apreciarse con preferencia a Quevedo. Colocadas sus obras cronológicamente, forman un periódico de oposición contra las costumbres y privanzas de la primera mitad del siglo XVII’.
Otro acabado ejemplo de crítica social ejercida en la obra de Quevedo lo constituiría, por fin, el conjunto de su obra poética que los estudiosos recogen bajo el epígrafe general de ‘Poemas satíricos y burlescos’ Volviendo a Blecua –uno de los mejores conocedores y estudiosos de su obra- ‘unos cuantos temas rondan obsesivamente a don Francisco: el poder del dinero, las dueñas, los cornudos, los médicos y boticarios, bien conocidos ya por los especialistas en su obra’. Pero, al lado de estos temas, los hay muy circunstanciales, porque el autor nunca dejó pasar la ocasión de divertirse a costa de lo que podía ser ridículo, como la pragmática que obligó a cortarse las guedejas, la que prohibía el uso de los cuellos alechugados.
Señala también Blecua la recurrencia de su inmensa obra poética en torno a unos temas centrales ‘que comienzan por su inquietud y angustia ante la existencia, motivados por su posición estoico-cristiana, por ese neo-estoicismo del Barroco, cuyos postulados se enlazaban con una ascética de origen bien clara, y que unido a la situación política dará origen a ese desengaño y a esa melancolía’ que tanto caracterizan al malhadado siglo XVII.
Con carácter general respecto de la obra en su conjunto escribió Florencio Janer: ‘Ya sea por su curiosidad ingénita, ya porque le arrastre a ello su humor burlón, festivo y maleante, nuestro autor buscó siempre entretenimiento y enseñanza en todas las clases y estados de los hombres, no descansando hasta poseer llave de oro para asistir a las secretas conferencias de los príncipes, para entrar en la cámara de los monarcas, en los palacios de los próceres y ministros, y con igual franquicia en las casas de prostitución, en los garitos de los jugadores, y en los zaquizaníes de los matones y pordioseros. Solo ahí pudo sorprender, en efecto, lo más secreto del corazón humano, conocer y retratar con pincel valiente y asombroso colorido la sociedad entera, sus imperfecciones, sus extravagancias y delirios’.
Podríamos decir que su empeño de algún modo didáctico social ya quedó expreso en aquel terceto: Si te callas, podrá ser/ que calle aqueste libelo;/ si no, dirélo.
Complementariamente cabría considerar, a decir del profesor Maravall, que ‘aquella sociedad es profundamente distinta, en su código de valores internos, de las otras sociedades europeas, pudiendo concederle, a la vez, a este época, una importancia decisiva en la historia de España por cuanto en ella se dieron cita las generaciones que han protagonizado el denominado período bisagra, esto es, el paso del imperio a la decadencia (lo que habría de engendrar un grado de ficción social sin precedentes)’
En medio (y dentro) vivió Quevedo, su ácido y brillante denunciador.
A modo de conclusión
Hemos de fijar, en fin, nuestra atención en Quevedo escritor, pero hemos de fijar preferentemente nuestra atención en la sociedad que le engendró, una sociedad de definitorias características que el escritor acató sin reservas y que si denunció, y en ocasiones, satirizó sus vicios, hemos de pensar que ha sido en procura de su mejoramiento y de su fiel correspondencia a las leyes emanadas de la moral cristiana, moral que llegó a penetrar intensamente, en un momento u otro, aquellos atribulados corazones.
En palabras de Blecua, ‘lo apasionante es comprobar cómo Quevedo asumió en su vida esa filosofía y la convirtió en extraordinarios poemas. Y es que el que no son ideas adjetivas y postizas, de moda neo-estoica, se ve muy bien en su correspondencia última y en su modo de aceptar su enfermedad y su muerte’.
Al fin, cabría pensar que si Quevedo no fue, probablemente, un moralista ‘canónico’, sí ejerció sin duda, a través de su obra, la defensa de una moral, utilizando para ello, eso sí, ‘la lengua más clara y eterna’.
- * Ricardo Martínez-Conde es escritor, web del autor http://www.ricardomartinez-conde.es/