Hablar de Pedro Salinas, nos lleva a los pronombres, personales, por supuesto. Más allá de una lección gramatical, sus versos son pura pragmática, todo un acto de comunicación, lírica, sin duda y prosaica también, como la vida misma.
El esposo enamorado, una joven extranjera, un puro crash en aquella España de luces y sombras. El profesor y la alumna: dos adultos coinciden en un verano académico y una cosa lleva a la otra, dirían hoy las redes: el flechazo no se hizo esperar, tout à coup, juntos en la distancia y en la cercanía.
¡Cómo me dejas que te piense!
Pensar en ti no lo hago solo, yo.
Pensar en ti es tenerte,
como el desnudo cuerpo ante los besos,
toda ante mí, entregada.
Pero…había esposa, y atenta, a esos tiempos de lírica se ve golpeada por la cruda realidad: le están birlando al compañero de viaje conyugal, o mejor, él se aleja de su compañía marital.
Ese núcleo gordiano que fagocita los poemas de La voz a ti debida (1933) no se desata, sino que se aferra a un sentimiento inexorable; al principio, un amor destinado a una mujer que no se nombra -pero no por ello deja de existir la amada-.
Los ojos lectores, ávidos y sagaces, buscan y rebuscan revolviendo ropajes en un arcón para adivinar quién es la mujer de esa poesía libérrima tan pronominal.
Mientras, las cárceles de localidades asediadas se atiborran de prisioneros ideológicos, el profesor universitario se deleita en comentarios lingüísticos; Lorca, reventado de Nueva York, y Miguel Hernández con sus pulmones hechos trizas: no corren buenos años para pintar grafitis libertarios en los muros de la universidad.
Leer una y otra vez a Salinas para desentrañar el arcano de sus emociones que le llevan a arrebatos más o menos transidos de sinceridad y realismo; no sé si a partes iguales, quizá por momentos, impelido por la obligación sacramental, un yugo que le hace permanecer al lado de su mujer tras cruzar fronteras europeas y océano. Tan cerca de quien desasosiega unas líneas rítmicas, coloreadas de matices polícromos.
Siento cómo te das a mi memoria,
cómo te rindes al pensar ardiente,
tu gran consentimiento en la distancia,
y más que consentir, más que entregarte,
me ayudas, vienes hasta mí, me enseñas
recuerdos en escorzo, me haces señas
con las delicias, vivas, del pasado,
invitándome.
El poemario del autor que nos ocupa estas páginas rezuma esencia humana, vitalidad algo añosa y estrechez convencional; toda una reflexión del lugar en el mundo de cada uno de nosotros: ¿quiénes somos? Y, ¿hacia dónde vamos? Parece que espera respuesta a su propia existencia, que hay instantes en los que grita ¿por qué?
En definitiva, toda una metafísica, la sensibilidad nublando los sentidos en un acercamiento al platonismo, y en la lejanía del horizonte, el mañana que es el hoy. De nuevo la vida, de nuevo se impone la realidad.
Exorcizando la monotonía, un mirarse adentro, el enrocamiento para surgir airado y airoso de lo que le habla el corazón, de sus ansias psicológicas de estar, porque ser, ya son, ambos, ella y él, siempre.
Analizar quién es ella, “hagan apuestas”: el marido arrepentido que vuelve al lado de su mujer, el amante que anhela desplegar alas: pero la cera se derrite y el tiempo, que casi todo lo cura, los distancia: ubi sunt?
Me dices desde allá
que hagamos lo que quiero
-unirnos- al pensarte,
y entramos por el beso que me abres,
y pensamos en ti, los dos, yo solo.
De un verso a otro saltan Petrarca y Villon, lo etéreo y lo descarnado, horizontes efímeros y momentos rutinarios, piropos fugaces, perdón eterno. Como el fuego que asola sus almas y se proyecta en la pared, menos mal que Platón impone cierto orden.
Aquella donna angelicata, se mueve y viaja, aprende, exige y ama, para olvidarlo al final en una fina capa de “polvo enamorado”.
El impulso creador no cesa y Pedro Salinas, académico admirado, protegido y protector irrumpe en unas décadas procelosas, llenas de tristura; su prodigioso conjunto literario obra el milagro de amar para observar la belleza femínea. No se resiste al abandono porque la mira y la presiente. Centro del universo, gravita en una mar de estrellas: supera las vicisitudes históricas para ganar espacio y tiempo, unas coordenadas que transforma en imágenes y símbolos más allá de los objetos mortales, auténticos recordatorios de su finitud.
Tú vives siempre en tus actos.
Con la punta de tus dedos
pulsas el mundo, le arrancas
auroras, triunfos, colores,
alegrías: es tu música.
La vida es lo que tú tocas.
Los poemas del autor trascienden lo cotidiano, y se remontan a una dimensión divina, casi evanescente y se aferra a su imagen, luminosa y resplandeciente, para que no se la escamotee la rutina.
Nos muestra el camino de la ética y la estética en esa búsqueda esencial de una mujer que, de tanto adorarla, pierde sus atributos corpóreos y deviene en un ente de dudosa apariencia, casi espectral, pero nunca sombría.
Como si la Santa de Ávila le insuflara un último hálito, la mujer amada es genuina inspiración en unas líneas rítmicas de versos cortos y sueltos al modo gongorino: metáforas elaboradas y quiasmos intensos: cincel, escuadra y cartabón; la perfección técnica no se hace esperar y los movimientos vanguardistas foráneos lo acogen en su polifonía artística.
Porque has vuelto los misterios
del revés. Y tus enigmas,
lo que nunca entenderás,
son esas cosas tan claras:
la arena donde te tiendes,
la marcha de tu reloj
y el tierno cuerpo rosado
que te encuentras en tu espejo
cada día al despertar,
y es el tuyo. Los prodigios
que están descifrados ya.
Compromiso sociopolítico en entredicho, cierto; su exilio rasgó las vestiduras de los más afines del ramo y los tranquilizó, también, por qué no: una voz como la del maestro no debería sufrir los asedios franquistas que llegaban; de Sevilla a Murcia y de ahí a Cambridge, luego Puerto Rico y Massachusetts. Célebres su Seguro azar, Presagios y Amor en vilo, el mantra de su producción literaria: Amor y siempre amor, exaltado y dolorido, sufrimiento comedido. La “amiga” y él en completa conjunción de júbilo, todo un diálogo sin altisonancias.
Crítico y ensayista, amigo de Jorge Guillén. En 1951 muere el gran poeta, en Boston.
No estás ya aquí. Lo que veo
de ti, cuerpo, es sombra, engaño.
El alma tuya se fue
donde tú te irás mañana.
Aún esta tarde me ofrece
falsos rehenes, sonrisas
vagas, ademanes lentos,
un amor ya distraído.
Pero tu intención de ir
te llevó donde querías
lejos de aquí, donde estás
diciéndome:
«aquí estoy contigo, mira».
Y me señalas la ausencia.