septiembre de 2024 - VIII Año

Momo y la vida contemplativa: Una reivindicación del arte de perder el tiempo frente a todas las formas de hombres grises que asolan nuestra modernidad

Hay algo que se necesita de manera acuciante: un tiempo que se escape por completo del enfoque centrado en la producción laboral.
Jenny Odell

Solo en la inactividad divisamos la verdad. (…) La actividad y la acción (…) solo tocan la superficie de las cosas. Las manos orientadas a la acción buscan, pero no encuentran, la llave de la verdad. Esta recae, más bien, sobre manos dormidas.
Byung-Chul Han 

Nuestra resistencia es el bálsamo para un mundo profundamente traumatizado. El descanso es nuestro refugio.
Tricia Hersey

Cuando era pequeña bajaba todas las tardes que el clima lo permitía a la plaza de mi portal junto a mi hermano y mi madre en el número 10 de la Calle Alzola de Orcasitas. Allí, un grupo de niños, padres y abuelos, nos juntábamos cada día, simplemente, para pasar el rato. Eran los primeros años de los 90 y no existía la urgencia que hoy lo invade todo; no buscábamos satisfacer ningún fin concreto más que el de disfrutar de esas horas para jugar, merendar al aire libre, hablar y pasar el tiempo con el otro tras las largas jornadas escolares y laborales que hacían que esas horas no productivas supusieran una tregua y una conexión con lo que realmente nos importaba: el tiempo de calidad y la conexión con nosotros y con nuestros vecinos, a quienes veíamos como iguales.

A medida que pasaron los años, sentí que cada vez era más difícil encontrar esa tregua en el día a día; bien fuera porque íbamos creciendo y las responsabilidades aumentaban, o bien porque a partir de una cierta edad comenzamos a recibir el mensaje de que la época de juego debía quedarse atrás para dar paso a la urgencia de tener que saber qué queríamos hacer con nuestras vidas en el sentido laboral en un momento completamente inapropiado para ello, recuerdo que, en torno a los quince años, se produjo un click en mí que hizo que buena parte de la alegría con la que había convivido los años previos fuera dando paso a una creciente tristeza y a la sensación de que la vida, muy a mi pesar, no estaba hecha para el goce —que creo perfectamente compatible con el ejercicio de las responsabilidades—, sino para ese tener que tan desconsiderado y ajeno a todo placer que se imponía a costa de cuanto hiciera falta.

Y es que, en perfecta sintonía con la mirada que expone Lafarge en su ensayo El derecho a la pereza, todo parecía indicar que la sensatez y el orden, en el sentido de armonía, que había reinado los años previos, de pronto había dado paso a una especie de enajenación que nos aquejaba a todos, pero que, paradójicamente, todos sosteníamos:

«Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esa locura trae como resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, es la pasión furibunda por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole». (Lafarge, 1883: 39).

Es importante subrayar que cuando Lafarge habla del trabajo lo hace en los mismos términos en los que se nos impone en la actualidad: desde la absoluta desvinculación con lo lúdico, un factor fundamental en el bienestar emocional, físico y mental de cualquier ser humano. Esto se debe a que culturalmente, al menos en Occidente, tendemos a una mirada del trabajo más cercana a la explotación y a la “producción obligatoria impuesta por los medios económicos y políticos” (Black, 2013:11), así como a la identificación del juego con la pasividad, algo erróneo a todas luces.

Pues bien, es este mismo panorama de desolación, tristeza e incomprensión el que Momo y sus amigos Beppo Barrendero y Gigi Cicerone se encuentran viviendo de un día para otro cuando “cae una sombra sobre su amistad” (Ende, 1972: 42) con la llegada de los hombres grises, los únicos beneficiarios de dicha sombra, que activan a través de “una conquista callada e insensible, que avanzaba día a día, y contra la que nadie se resistía, porque nadie conseguía darse cuenta de ella” (Ende, 1972: 42). Y este no darse cuenta es algo que resuena indiscutiblemente en nuestro contexto actual, un contexto regido por la aceleración social, la sobreinformación —la mayoría de la cual puede inscribirse bajo el paraguas de las fake news—, así como la precariedad, todas ellas circunstancias que derivan en muchos males, siendo la llamada pobreza de tiempo uno de los que más nos afecta a nivel colectivo. Y es esta misma pobreza de tiempo la que los hombres grises se encargan de expandir por toda la región y la que hace que en nuestro día a día el ciudadano medio esté tan absorto en su intento por sobrevivir ante tanto todo que lo que está pasando delante de él se le escapa por completo, sencillamente, porque no da más de sí: “quien posee el tiempo de los hombres tiene un poder ilimitado” (Ende, 1972: 136).

¿Pero cómo no va a ser difícil poder ver lo que hay ante tanta manipulación? ¿Cómo y dónde se encuentra la fuerza que requiere hacerlo y, de conseguirlo, cómo mantener unas convicciones contrarias al relato dominante y actuar en consecuencia frente a la alarma que se nos intenta transmitir constantemente? ¿Y cómo, una vez se es capaz de tomar conciencia de todo ello, no acudir a la anestesia ante la impotencia de no poder hacer nada o muy poco para cambiar el panorama? Esto mismo le sucede al albañil Nicola, que le llega a confesar a Momo que tiene que acudir a la bebida para poder soportar el dolor que se desprende de ese dejar pasar la vida y entregar su cuerpo al trabajo permanente. Pero no solo le sucede a este personaje; también es una característica del panorama nacional, pues en el año 2021 España ocupaba el tercer puesto en el ranking mundial de consumo de fentanilo tras Estados Unidos y Alemania:

«Según el informe de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, en España fueron consumidos unos 124,6 kg de esta sustancia, un 11,8% del total mundial (…). Un 15,8% de la población de entre 15 y 64 años reconoce haber consumido alguna vez en la vida opioides con o sin receta. Según indica la última Encuesta sobre Alcohol y Drogas en España (EDADES), publicada por el Ministerio de Sanidad, el fentanilo es el tercer analgésico opioide más consumido en España, por detrás de la codeína y el tramadol. Además, su consumo ha aumentado de un 1,9% en 2018 a un 14% en el año 2022». (Fórum Salud Mental Madrid, 6 de septiembre de 2023).

Efectivamente, habitamos una sociedad narcotizada en la que los índices que reflejan el empeoramiento de la salud mental son cada vez mayores. Pero esta es una situación normal si tenemos en cuenta que, a la vista está, son muchos los males que la provocan y que, por ello, han de ser politizados, pues se trata de una cuestión de salud pública. Sin embargo, y como se encargan de garantizar los hombres grises —los que conviven con Momo y los que también se encuentran entre nosotros—, resulta extremadamente difícil politizar o colectivizar nada cuando, además de “la locura contagiosa” (Ende, 1972: 81) que nos achaca y que dificulta —como se ha expresado en líneas anteriores—  el desarrollo del pensamiento crítico, también encarnamos unos altísimos índices de soledad no deseada, algo de lo que también se cercioran los hombres grises a través del fomento de la competitividad y el aislamiento entre los vecinos y familiares de la región:

«Querido amigo (…), se trata simplemente de trabajar más de prisa y dejar de lado todo lo inútil. En lugar de media hora, dedique un cuarto de hora a cada cliente. Evite las charlas innecesarias. La hora que pasa con su madre la reduce a media. Lo mejor sería que la dejara en un buen asilo, pero barato (…). Quítese de encima el periquito. No visite a la señorita Daria más que una vez cada quince días, si es que no puede dejarlo del todo (…). No pierda su tiempo precioso en cantar, leer o con sus supuestos amigos». (Ende, 1972: 69).

Este monólogo, que incide en la importancia de ese “dejar de lado todo lo inútil”  —entendido como lo no productivo con el objetivo de ahorrar el tiempo de los ciudadanos de los que reniega la maquinaria que se beneficia, paradójicamente, de su explotación para poder subsistir— se lo transmite uno de los hombres grises a Fusi, el peluquero, y es solo un ejemplo de las muchas manipulaciones que este colectivo ejerce sobre los distintos personajes. El resultado es que estos cada vez se sienten más solos, algo que, de nuevo, se puede observar también en los datos nacionales que muestra el Barómetro de la soledad no deseada en España, que ya es de un 20% en el 2024.

Y es que no solo es el bombardeo de números e información que los hombres grises vomitan sobre sus interlocutores lo que contribuye a anular la capacidad lógica de estos, sino también el miedo que ejercen como mecanismo de control, que hace que tenga lugar un fenómeno tan fascinante como peligroso: que tras mucho escuchar ese discurso absolutamente alterado y, por ello, engañoso, quienes lo reciben lo terminan creyendo como propio. Esto es algo que Momo le llega a plantear en un momento dado al maestro Hora, que le responde comentando que es precisamente “porque los hombres les dan la posibilidad de nacer” que los hombres grises existen, y que además también les dan “la posibilidad de dominarlos” (Ende, 1972: 147), sobre lo cual añade lo enigmático de que “prefieran creer a aquellos que les dan miedo” (Ende, 1972: 153). Esto, que resulta enormemente paradójico, está en perfecta sintonía con lo que el filósofo surcoreano Byung-Chul Han apunta en su ensayo La sociedad del cansancio sobre la condición de la vida contemporánea:

«El hombre depresivo es aquel (…) que se explota a sí mismo (…): voluntariamente, sin coacción externa. Él es, al mismo tiempo, verdugo y víctima (…). El exceso de rendimiento se convierte en autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad (…). Una libertad paradójica que se convierte en violencia y se manifiesta patológicamente». (Han, 2016:28-31).

Efectivamente, y como le plantea uno de los hombres grises a Momo en un encuentro que mantienen con el objetivo de localizar al maestro Hora a través de la niña, se puede llegar a pensar que “los hombres (…) son inútiles. Ellos mismos han convertido el mundo en un lugar donde ya no hay sitio para ellos” (Ende, 1972: 214). Sin embargo, no sería del todo justo reclamarles toda la responsabilidad a estas víctimas-verdugos, pues es realmente fácil caer en ciertas contradicciones ante la narrativa ampliamente extendida del pensamiento liberal sobre el que se ha edificado la sociedad contemporánea, caracterizado en gran medida por el exceso de positividad del que habla Han, una positividad indiferente a los límites de los cuerpos y la naturaleza, así como a los deseos más básicos, que hace que ese sometimiento a los ritmos productivistas y exhaustivos que nos privan del tiempo y la salud (mental y física), sea casi inconsciente.

Pero claro, “algunas cosas necesitan su tiempo” (Ende, 1972:21), y la claridad de pensamiento es una de ellas. Sin embargo, es difícil acceder a esa claridad en un estado de ruido y actividad permanentes, el mismo del que Momo tiene la capacidad de abstraerse desde la actitud propia del flâneur del que hablaba Walter Benjamin (2007) en El libro de los pasajes, sobre el que apuntaba que la duda es su estado natural. Y si por algo destaca Momo, como se plantea desde el comienzo de la lectura, es por su capacidad de combinar duda y contemplación, dos cualidades fundamentales para no caer en los absurdos previamente descritos, gracias a las cuales es capaz de ir más allá de lo que pretenden imponerle como realidad. Si en este extracto de la Vida contemplativa de Han sustituimos las palabras dormir y soñando por observar y observando respectivamente, se podrían alcanzar las mismas conclusiones que propone el autor:

«El dormir es un medio de la verdad. Solo en la inactividad divisamos la verdad. El dormir revela un verdadero mundo interior detrás de las cosas del mundo exterior, que serían solo una apariencia. La persona que está soñando se sumerge en los estratos más profundos del ser (…). El dormir y el sueño son sedes privilegiadas de la verdad. Suspenden las separaciones y los límites que gobiernan el estado de vigilia». (Han, 2023:20).

Estos límites de los que habla Han son exactamente los que los hombres grises se empeñan en imponer a través, precisamente, de la privación de todo descanso desde esa narrativa que invita —o empuja, más bien—, a “no perder el tiempo”. Un tiempo que, sin embargo, “Momo tenía de sobra” (Ende, 1972:21), motivo por el cual se podía permitir esa escucha tan despierta y, al mismo tiempo, tan poco común entre sus amigos y vecinos, pues otro de los rasgos más característicos de Momo era el silencio, el mismo que les costaba soportar a sus cercanos, ya que “en el silencio les sobrevenía el miedo porque intuían lo que en realidad estaba ocurriendo con su vida. Por eso hacían ruido siempre que los amenazaba el silencio” (Ende, 1972:72). Y cuando Ende describe el tipo de ruido al que se refiere, deja muy claro que no se trataba del alboroto propio de los lugares donde juegan los niños, en los que suele reinar la alegría. Muy al contrario, era más bien “uno airado y pesimista, que de día en día hacía más ruidosa la ciudad” (Ende, 1972:72).

Si nos paramos a pensar en esto último, se puede afirmar que ese “hacer más ruidosa la ciudad”, indudablemente, no es sino otra estrategia más junto a la privación de tiempo ya mencionada que se emplea, además, de manera muy consciente —en la lectura que nos ocupa por parte de los hombres grises, pero también en nuestra realidad— con el fin de expulsar la vida entendida desde esa mirada lúdica de las calles. De este modo, estas dejan de ser habitadas y pasan a convertirse en meros lugares de tránsito únicamente diseñados para el consumo permanente, los traslados de la vivienda al trabajo y del trabajo a la vivienda y, como resultado de todo ello, también como otro tipo de mecanismo de control que, en la línea de lo que plantea la arquitecta argentina Ana Falú sobre la edificación de las ciudades, no hace sino contribuir a la creación de “una sociedad elitista y de iguales, no en términos de derechos, sino en el sentido de que la otredad no tiene lugar” (MDZ, 25 de septiembre de 2022).

Así, y como sucede en la región que Momo habita, el espacio público deja de ser colectivo, pues no está diseñado para que la ciudadanía encuentre su descanso, y se transforma en un lugar hostil y anticonfort:

«Al final, incluso la propia ciudad había cambiado más y más su aspecto. Los viejos barrios se derribaban y se construían casas nuevas en las que se dejaba de lado todo lo que parecía superfluo. Se evitaba el esfuerzo de construir las casas en función de la gente que tenía que vivir en ellas, porque entonces se tendrían que construir muchas casas diferentes. Resultaba mucho más barato y, sobre todo, ahorraba tiempo, construir las casas todas iguales». (Ende, 1972:73).

¿Pero qué pasa cuando, para ahorrar tiempo y posibilitar así que los ritmos productivistas sean cada vez mayores, se prescinde de la diversidad? Algo tan sencillo y, al mismo tempo, tan peligroso y potencialmente alarmante, como la “proliferación carcinomatosa de lo igual” (Han, 2019: 49), la pesadez propia de nuestros tiempos y el “desierto de monotonía” (Ende, 1972:73) que devasta la ciudad que habita Momo y que termina derivando en el “infierno de lo igual” (Han, 2019:49) que hoy lo conquista todo y que afecta no solo a todas las formas de otredad entre las que se encuentra la propia Momo, sino también a aquellos que cumplen —o pretenden cumplir en vano— con esa fantasía de lo homogéneo a la que parecemos estar condenados: “Nadie se daba cuenta de que, al ahorrar tiempo, en realidad ahorraba otra cosa. Nadie quería darse cuenta de que su vida se volvía cada vez más pobre, más monótona y más fría (Ende, 1972:74).

Ya lo dice en sus múltiples entrevistas la escritora zaragozana María Bastarós: la normalidad, entendida como la asunción de lo que nos venden como norma, nunca sale gratis. Y cuando la norma pasa por aceptar la aceleración permanente y rechazar la lentitud y la contemplación, el único resultado posible es el sometimiento ya mencionado, así como la dominación que ejercen los hombres grises, que no hace sino dificultar cualquier forma de revolución porque “no tenemos tiempo para pensar” (Han, 2023:30). En relación a esto último, y como alternativa esperanzadora, conviene acudir de nuevo a la capacidad de Momo para encarnar la diferencia a través de la aceptación de esos tiempos lentos y de esa actitud observadora, gracias a la cual le son posibles los “grandes hechos” (Han, 2023:29) que solo ella vive —pues solo ella está en disposición de hacerlo— como lo es la aparición de la tortuga Casiopea, cuya ayuda resulta elemental para llegar al maestro Hora y poder conocer el poder de las horas astrosas, únicamente disponibles para quien las reconoce. Y Momo, precisamente por habitar el umbral de quien sabe esperar —algo que la mayoría de personas podría percibir como tedio—, tiene la capacidad de reconocerlas y, con ella, la de adentrarse en “el misterio de la vida” (Han, 2023:33), pues “es justo esa parte de inactividad en la actividad la que facilita que surja algo completamente distinto” (Han, 2023:29) como forma de salvación.

Desde este punto de vista, cabe añadir algo de lo que también habla Han, en esta ocasión  en su ensayo La desaparición de los rituales, que además está en perfecta consonancia con otro de los aspectos que menciona el maestro Hora, y es que “morar necesita duración” (Han, 2019:19), lo cual es del todo incompatible en una situación de ausencia de tiempo como la que fatiga a los vecinos de Momo y, del mismo modo, a la mayor parte de personas en la vida actual. Esto se debe a que la presión constante por tener que producir de la que se ha hablado a lo largo de este ensayo hace que sea inevitable “la pérdida del hogar” (Han, 2019:19), pues “todo el tiempo que no se percibe con el corazón está perdido” (Ende, 1972:152). Y, lamentablemente, por los muchos motivos ya expuestos, “hay corazones ciegos y sordos que no perciben nada, a pesar de latir” (Ende, 1972:152). Por ello tiene sentido el planteamiento que defendía Malebranche según el cual la atención es la oración natural del alma; de ahí que el maestro Hora habite la casa de Ninguna Parte, que de alguna manera es una especie de templo que permite el ejercicio de la “atención profunda” (Han, 2019:19) y que le facilita a Momo la conexión con las certezas y hallazgos que se les escapan a sus vecinos, inmersos en la inercia cegadora de unos ritmos del todo inasumibles.

Son muchas las posibles lecturas que se pueden hacer de este libro respecto al concepto del tiempo, todas ellas de enorme interés: cómo los personajes de Beppo y Gigi no dejan de ser una metáfora de dos etapas vitales claramente diferenciadas que complementan la niñez eterna y sabia de Momo o cómo, centrándonos exclusivamente en el personaje de Beppo, su manera de afrontar la vida y de ejercer su trabajo como barrendero desde unos tiempos genuinamente propios y ajenos a la inmediatez que le exigen sus propios vecinos (víctimas y verdugos, como ya se ha expresado, de esos mismos tiempos), hace que sea considerado como alguien loco y, por tanto, indigno de ser tenido en cuenta. Sin embargo, y sabiendo todo lo que ya sabemos, cabe preguntarse lo siguiente: ¿es Beppo el que está loco por tardar hasta un día en contestar una pregunta, o lo son sus vecinos por entregarse a la creencia de que “el tiempo ahorrado vale el doble” según el planteamiento de los hombres grises (Ende, 1972:71) y, al hacerlo en los términos en los que estos se lo exigen, quedarse sin él? Efectivamente, las aproximaciones a esta lectura en relación al tiempo son múltiples y muy diversas, y aún se podría ahondar mucho más en todo lo manifestado hasta el momento. Sin embargo, y porque el fin último de este ensayo es el de ofrecer una mirada alternativa de lo que los hombres grises entienden por “perder el tiempo”, las siguientes líneas estarán dedicadas a concluir este escrito a partir de la propuesta de diversas reflexiones a modo de herramientas de resistencia ante lo que Jenny Odell llama “la economía de la atención” en su ensayo Cómo no hacer nada.

Para ello, conviene acudir a la premisa de la que también parte el peluquero Fusi, que en un momento dado comparte que “para vivir de verdad hay que tener tiempo. Hay que ser libre” (Ende, 1972:62). ¿Pero cómo conseguir esa libertad en un escenario como el que habitamos, diseñado únicamente en función del trabajo obligatorio y, en la mayoría de los casos, indigno y hasta ninguneado? Desde la estrategia tan esencial y primaria, pero a la vez, tan complicada de integrar por los relatos que nos han hecho asumir la imposibilidad de ello, de volver a ser niños en el sentido de recuperar la capacidad de imaginar con el fin de activar la revolución lúdica de la que hablaba Bob Black en su ensayo La abolición del trabajo, que lejos de abogar por dejar de hacer cosas, más bien invita a “crear una nueva forma de vida basada en el juego” (Black, 2013:7). Y cuando hablamos de juego, no lo hacemos desde la quietud pasiva e indiferente, sino desde la defensa de este como un canal a través del cual crear narrativas alternativas al orden imperante, que como ya se ha visto, solo conduce a un dolor vacío e inerte. Desde este punto de vista, tenemos un ejemplo enormemente valioso en los niños con los que Momo se reúne cada tarde en las ruinas, un espacio público que conquistan como lugar de juego libre y enormemente creativo, y en las que son capaces de idear todo tipo de situaciones desde la acción colectiva precisamente por esa capacidad de imaginar que ellos conservan, la misma que les ha sido robada a los adultos. Y es que, hasta tal punto es peligrosa esa disposición a crear nuevos mundos para este infierno de lo igual ya mencionado, que los propios hombres grises llegan a afirmar que “nadie resulta tan peligroso para nuestro trabajo como los niños” (Ende, 1972:114), porque frente al profundo malestar propio de una sociedad que huye de la heterogeneidad y que solo contempla la producción como única vía de desarrollo (personal, social, cultural y económico), la alegría y la inteligencia para soñar resultan amenazas enormemente peligrosas y con un gran potencial de desmantelar ese discurso interesado e irreal de que el juego es una pérdida de tiempo inútil.

Llegados a este punto, y ante todo lo expuesto, ¿cuáles son las posibles soluciones? ¿Qué se puede hacer para llevar a cabo esta revolución lúdica que se planteaba en el párrafo anterior? A continuación, se enumeran una serie de consideraciones a modo de sugerencias a tener en cuenta:

  1. Recuperar el instinto lúdico (Black, 2013:15): incorporar la alegría, el disfrute y el placer como formas de rebeldía, no desde la positividad tóxica que hace del “ser feliz” una imposición con el único fin de aumentar el rendimiento de los cuerpos, sino desde el juego voluntario a modo de vía para alcanzar la lucidez y la fuerza que se necesitan para posibilitar el cambio frente a la tristeza y la impotencia propias de la corriente de pensamiento que domina el imaginario colectivo sobre el que opera la sociedad actual, que siente incapacidad y desgana.
  1. Desde ese instinto, conectar con la capacidad creativa inherente a nuestra condición humana con la finalidad de crear otras narraciones que validen y permitan las vivencias y deseos de quienes no estamos dispuestos a asumir los desafíos que se desprenden del mandato de la velocidad en el que tantas personas se ven atrapadas sin quererlo. En este sentido, encontramos un valiosísimo ejemplo en el personaje de Gigi Cicerone, un gran contador de historias que, hasta que se somete a la tiranía del espectáculo tras la desaparición de Momo, que al dar con él pasado un tiempo sin verse, “solo le miraba y entendía que estaba enfermo, mortalmente enfermo” (Ende, 1972.195), tenía el talento de poder inventar las historias más maravillosas y esperanzadoras para sus amigos y vecinos. En este sentido, nuestra posición como artistas y mediadores culturales no hace sino concedernos la ventaja —y también la responsabilidad— de crear, sostener y apoyar esas otras voces tan necesarias para abolir la dictadura del relato único.
  1. Apostar por la colectivización frente al aislamiento como herramienta de sometimiento, el mismo aislamiento que el liberalismo emplea como instrumento manipulador para hacernos creer que en lugar de ser seres interdependientes, somos sujetos autosuficientes que no necesitamos del otro y, además, nos responsabiliza de nuestros propios malestares, lo cual deriva en un sentimiento de culpa injusto y desproporcionado, como el que arrastran muchos personajes del libro. Y es que, sin esta colectivización no tiene ningún sentido recuperar la alegría de la que se hablaba en el primer punto, pues como le pasa a Momo cuando se entristece ante la imposibilidad de hacer a sus amigos partícipes del espectáculo que supone conocer las flores horarias, “hay riquezas que lo matan a uno si no puede compartirlas” (Ende, 1972:202). Esto es; la soledad a la que nos arrastran las temporalidades que nos obligan a asumir hace que no tenga ningún sentido recuperar esa alegría si no hay con quién compartirla.
  1. Aceptar la presencia del dolor y del miedo como experiencias fundamentales para atravesar la vida en toda su belleza y complejidad, algo que la sociedad paliativa de la que habla Han niega por completo al entenderlo como un “síntoma de debilidad” que al ser irreconciliable con el rendimiento, “hay que ocultar o eliminar optimizándolo” (Han, 2020:14). Sin embargo, y en la línea de lo que le planteaba el maestro Hora a Momo, “sin dolor somos ciegos, incapaces de ver la verdad y de conocer” (Han, 2020:49), del mismo modo que, y en relación al punto anterior, no es posible ninguna colectivización sin aceptar necesariamente la presencia del dolor, pues “no hemos vivido ni amado sin dolor” (Han, 2020:50). De ahí la importancia de permitir los tiempos para doler y de entenderlos como tiempos al servicio de un bien común, pues en el dolor propio uno desarrolla la capacidad de ver el ajeno. Es decir: “el dolor es vínculo” (Han, 2020:50).
  1. Abrazar el tiempo para el aburrimiento, el silencio y el descanso como procesos fundamentales fuera de la lógica del mercado en la que ya están inmersos:

«Sin duda todos necesitamos mucho más tiempo para la pereza pura y la flojera (…). La alternativa al trabajo no es la mera gandulería (…). Tampoco estoy abogando a favor de esa válvula de escape sometida a la disciplina del reloj llamada ocio (…). El ocio es no-trabajo en función del trabajo; es el tiempo que invertimos en recuperarnos del trabajo y en esfuerzos frenéticos pero desesperados por olvidarnos de él». (Black, 2013:7-11).

Esto que expresa Bob Black en La abolición del trabajo es exactamente lo que les pasa a los amigos y vecinos de Momo, que “según decían, tenían que aprovechar incluso los ratos libres, con lo que tenían que conseguir cómo fuera y a toda prisa diversión y relajación” (Ende, 1972:72), lo cual conducía a que estas mismas personas, en tanto que ahorradores de lo que ellos entendían como “tiempo inútil”, terminaran teniendo “caras desagradables, cansadas o amargadas y ojos antipáticos” (Ende, 1972:72). Y es que, efectivamente, ya de pequeños se educa a los niños para “ser alguien” (Ende, 1972:85), para lo cual se construye la fantasía de la insaciabilidad que se desprende del discurso de los hombres grises según el cual “no hace falta aburrirse, porque se puede seguir así interminablemente, y siempre sigue habiendo algo que todavía puedes desear” (Ende, 1972:91). Desde esta mirada que apuesta por la creencia de que nunca nada es suficiente tan propia del capitalismo feroz sobre el que se sustenta la vida actual, efectivamente el aburrimiento se considera como algo negativo, porque implica la vivencia de un proceso, y a los hombres grises solo les interesan los resultados; no importa si hay disfrute en el camino, solo interesa que aquello que se acomete “sea útil para el futuro” (Ende, 1972:204). Sin embargo, el tiempo del aburrimiento no entiende de resultados ni el descanso sabe de prisas, sino de lentitudes. Entre otras cosas, por todo lo que ya se ha argumentado acerca de las bondades de esas temporalidades pausadas, que la propia Momo llega a experimentar en sí misma al “sorprenderse de que se pudiera andar tan lentamente y avanzar tan de prisa” (Ende, 1972:121) cuando sigue el camino que le marca el ritmo de la tortuga Casiopea para huir de los hombres grises. En este sentido, cabe mencionar lo que Tricia Hersey, en perfecta sintonía con el pensamiento de Han, plantea en su manifiesto Rest is Resistance acerca de los tiempos de descanso, a los que ve como portales a través de lo que tenemos la posibilidad de vislumbrar las evidencias que los patrones tiránicos que a todos nos embisten se encargan de ocultar, y que nos permiten inventar esas nuevas formas de hacer gracias a la creatividad de la que se habla en el segundo punto:

«Nuestro descanso colectivo nos salvará. Somos suficientes. Nuestros sueños son suficientes. El descanso es un trabajo imaginativo. Cuando ralentizamos el ritmo, se abre un portal (…). Debemos imaginar nuevos caminos, y el descanso es la base para esta invención (…). El descanso no puede ser trendy, rápido o superficial. Descansar es una práctica antigua, pausada y conectada». (Hersey, 2022:11-17).

  1. Intentar vivir el presente desde el cruce de la práctica meditativa con la experiencia estética de la que habla Tonia Raquejo en su intervención Meditación y experiencia estética: Una reflexión a propósito de 4´33´´, como parte de los simposios que tuvieron lugar en el I Congreso Internacional Arte y Contexto Social del 2023, donde Raquejo propone cómo el abandono de todo control del desarrollo de la pieza 4´33´´ por parte de su autor, John Cage, permite la vivencia del aquí y el ahora que también encontramos en la postura de Beppo Barendero. Este personaje, durante buena parte de su vida, siente un amor profundo por su trabajo, que además valora como muy necesario, de modo que “cuando barría las calles, lo hacía despaciosamente, pero con constancia: a cada paso una inspiración y a cada inspiración una barrida” (Ende, 1972:38). Y ante la gran longitud de la calle que tenía por delante, que perfectamente podría sentir como una amenaza y una tarea difícil de acometer, Beppo se sostiene en una disposición meditativa que, frente a lo desgastante y estéril que puede ser un planteamiento que apuesta por la prisa, facilita más bien que la tarea sea divertida, algo que él considera muy importante: “Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Solo hay que pensar en el paso siguiente, en la siguiente barrida. Nunca nada más que en el siguiente”. (Ende, 1972:39).

Este centrarse únicamente en el trozo de calle que está limpiando mucho tiene que ver con encarar la vida desde la contemplación de lo que tenemos delante cuando lo tenemos delante. Solo a través de esta facultad que todos podemos entrenar, el discurso que apuesta por la urgencia y la premura como los únicos modos de hacer cada vez será cada menos permeable, incluso en el contexto de urgencia y premura que nos rodea. Y es que, del mismo modo que los vecinos de Momo, sin saber si quiera cómo, “no tenían más remedio que seguir el juego” (Ende, 1972:71) de Fusi una vez este se dedica al tan perverso “ahorro de tiempo”, así como el de otras personas que, “cuantos más eran, más los imitaban” (Ende, 1972:71), también puede darse este efecto de contagio a la hora de poner en práctica la estrategia contraria: la de perder el tiempo como forma de rebelión y práctica artística a través de la cual detonar ese ejercicio creador del que tanto se ha hablado para posibilitar una vida de calidad para todos.

En definitiva, y como la tortuga Casiopea le muestra a Momo en su caparazón cuando le dice que “el camino está en mí” (Ende, 1972:219), es solo a través de la recuperación de la confianza en nosotros mismos por medio de la acción local, pequeña y disidente, que podremos reconquistar nuestros tiempos y espacios a partir de la imaginación de ese otro relato. Y es que, pese a que habitamos un paisaje lleno de reglas marcadas con respecto a cómo hay que vivir, “es tan posible jugar con las reglas como con cualquier otra cosa” (Black, 2013:15), y solo desde este jugar con los cánones podremos volver a entender la vida desde el disfrute que permite atender las temporalidades de formas más sanas y humanas y, por ello, sanadoras.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

BENJAMIN, W. (2007). El libro de los pasajes. Akal.
BLACK, B. (2013). La abolición del trabajo. Pepitas de calabaza.
ENDE, M. (1972). Momo. Alfaguara.
FORUM SALUD MENTAL MADRID (6 de septiembre de 2023). España, tercer país del mundo con más consumo de fentanilo (enlace). 
HAN, B.C. (2016). La sociedad del cansancio. Herder.
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HAN, B.C. (2023). Vida contemplativa. Taurus.
HERSEY, T. (20220. Rest is Resistance. Free yourself from grind culture and reclaim your life. Aster.
LAFARGE, P. (2011). El derecho a la pereza. MAIA Ediciones.
MDZ (25 de septiembre de 2022). Arquitectura hostil: una tendencia que busca expulsar (enlace).
ODELL, J. (2019). Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención. Ariel.
OBSERVATORIO ESTATAL DE LA SOLEDAD NO DESEADA (2024). Barómetro de la soledad no deseada en España 2024 (enlace). 
RAQUEJO, T. (2023). Meditación y experiencia estética. Una reflexión a propósito de 4´33´´. I Congreso Internacional “Arte y contexto social” (enlace). 

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