noviembre de 2024 - VIII Año

Meditaciones de gastronomía transcendente

A veces uno piensa que la taxonomía, esa vocación por clasificar cuanto nos rodea, y que nos ayuda a comprender mejor el medio en que desenvolvemos nuestras vidas, responde siempre a criterios científicos, objetivos e inatacables, que existirían desde la noche de los tiempos, descubiertos por sesudos investigadores que explican a los pobres e ignorantes mortales cómo esos elementos han pervivido desde la antigüedad hasta estos tiempos actuales, tan convulsos e inciertos, en los que la pandemia nos llena de angustias y terrores existenciales.

Esa manera de ver las cosas quizás sea correcta, e incluso la más adecuada cuando se trata de comprender y ordenar las diferentes clases de organismos biológicos, o los elementos de la tabla periódica. Sin embargo, sus bondades no resultan tan evidentes, ni mucho menos, cuando intenta aplicarse con la misma rigidez, por ejemplo, a la literatura, a la gastronomía o a cualquier otra creación de la caprichosa mente humana.

De esta manera, estamos tan acostumbrados a que se nos repita que sin ningún género de dudas existe una literatura nacional, que pensamos que, al igual que existe el suborden de los carnívoros, la familia de plantígrados y el género de los osos, existe una literatura europea, dentro la que cual se enmarcan, por ejemplo la española y la francesa, que asimismo incluyen el teatro del Siglo de Oro o la novela naturalista del XIX.

De la misma manera, se nos repite hasta la saciedad, por ejemplo, que existe una cocina italiana, que engloba a la sarda, a la napolitana o a la piamontesa, como si estas distinciones existieran desde siempre y su clasificación lanzase alguna luz sobre sus contenidos y formas.

Sin embargo, sabido es que el concepto de literatura nacional es relativamente reciente. Tanto es así que a muchos de los eruditos lectores de principios del siglo XVIII, que no sospechaban siquiera que las fronteras físicas de Reinos y Estados pudiesen afectar mínimamente a la creación literaria y, sobre todo, a su disfrute, les hubiera desconcertado que alguien afirmase que Shakespeare formaba parte de la literatura nacional inglesa,  Cervantes de la española, o Rabelais de la francesa.

También sabemos que el concepto de cocina nacional es de aparición todavía más reciente. De hecho, por ejemplo en el caso español, la existencia de esa pretendida gastronomía nacional es recientísima y no digamos nada de las cocinas regionales. Se ha estudiado en profundidad cómo surge, en las primeras décadas del siglo XX, un nacionalismo culinario, que muy pronto evoluciona hacia particularismos todavía más reducidos, como es el caso de las regiones. De esta manera, no resulta ya adecuado hablar de gastronomía española, sino más bien de cocina vasca, gallega o catalana, dentro de un fenómeno que discurre paralelo al del reforzamiento de las identidades territoriales entendidas como diferencias frente al otro. Se trata, por tanto, de establecer fronteras, no ya nacionales, sino locales, para afirmar que, en definitiva, nuestros guisos nos hacen diferentes, muy distintos de los del vecino, incluso hoy en día, cuando según los últimos datos de las agencias internacionales, las variedades vegetales y animales que constituyen nuestra alimentación se han reducido un 75%. Así las cosas, resulta que al final todos comemos lo mismo, aunque, eso sí, con nombres cada vez más complicados que refuerzan esa sensación de falsas diferencias.

Hace años, alguien propuso con no demasiado éxito que las auténticas fronteras deberían ser las que surgen del uso del aceite de oliva frente a la mantequilla, de la refutación o de la omnipresencia del ajo o, todavía más conflictiva, la de la consideración del cilantro como suave condimento o como insoportable aderezo que a todo se impone y todo estropea.

De todas estas cuestiones se han ocupado muchos gastrónomos y algún que otro literato, así como sesudos antropólogos y politólogos de muy variada extracción, pero tan sólo uno de ellos, Jean Anthelme Brillat-Savarin, consiguió reunir magistralmente  las cualidades necesarias para crear una obra tan irrepetible como es la Fisiología del Gusto, que también en nuestros días, al igual que ocurrió a lo largo de los dos últimos siglos, merecería mayor fama y consideración.

Esta obra genial, de más que recomendable lectura, se subtitula con todo acierto Meditaciones de gastronomía trascendente, y la magnífica edición francesa de Jean de Bonnot, ilustrada por Bertall, todavía puede encontrarse con relativa facilidad en alguno de los libreros de viejo que, a trancas y barrancas, sobreviven en Lisboa. A lo largo de sus casi quinientas páginas, el lector descubrirá las bases filosóficas de la gastronomía, nunca nacional y menos todavía local, sino siempre universal.

No se limita Brillat-Savarin, ni mucho menos, a enunciar platos e ingredientes o a detallar cómo se preparan los diferentes alimentos. Antes bien, en un francés elegante y preciso, junto a muchas y sabrosas anécdotas, reflexiona y analiza, a través de lo que denomina meditaciones, los sentidos, y naturalmente, sobre todo el del gusto. Reflexiona, como el mejor de los filósofos, sobre los misterios del apetito y de la sed, así como sobre los alimentos y las bebidas. Establece, entre otras muchas cosas dignas de pasar a la posteridad, una teoría de la fritura y otra de los placeres de la mesa, así como de su merecido colofón, que es el reposo, la posterior e inevitable soñolencia e incluso una más sobre la interpretación de los sueños. Adelantándose a su época, identifica las causas de la obesidad, y también las de la excesiva delgadez. Todo un programa filosófico-gastronómico que no puede sino enriquecer a quien se aventure, libre de prejuicios, por las páginas de Brillat-Savarin, regalándonos, por añadidura, algo tan esencial como es el número ideal de ostras que uno debe comer antes de enfrentarse a los diferentes platos que componen un buen almuerzo o una excelente cena. Ese número, que tiene no poco de cabalístico y que en francés tradicionalmente se ha denominado la grosse, es el que el lector atento hará bien en descubrir cuanto antes.

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