¿Quién no ha escuchado nunca la expresión italiana “Traduttori, traditori” (traductores, traidores)? Una conmovedora confesión de las dificultades para pasar un texto de una lengua a otra, sin perder el sentido del texto original. El traductor ha de adaptar el texto original y reformularlo en la lengua destino, intentando transmitir el mensaje lo más fielmente posible. La traducción literal puede no ser “traición”, pero nunca será una buena traducción.
Henry Wadswoth Longfellow (1807-1883) conoció la Literatura Española mucho más de lo que los españoles le conocemos a él. Fue uno de los más grandes poetas norteamericanos del siglo XIX y el más amado por el público, en vida, de todos los poetas de USA. Algunas de sus obras alcanzaron inmensa popularidad entre el público de los Estados Unidos. Sobre todo, dos: La Canción de Haiawatta (1855), un canto a los nativos norteamericanos, y La Cabalgada de Paul Revere (1861) dedicado quien diera la alarma ante el ataque inglés, en la primera batalla de la Guerra de Independencia (1875-1883), la Batalla de Lexington y Concord (19 de abril de 1775). Está calificado como uno de los “fireside poets” (poetas de cara al fuego, literalmente) que quizá convenga traducir mejor por “poetas hogareños”, pues sus obras eran muy leídas en entornos familiares. Pero en la Literatura Universal ha alcanzado más fama por sus traducciones al inglés de las Coplas a la Muerte de su Padre (1833), de Jorge Manrique (1440-1479), y de La Divina Comedia (1867), de Dante Allighieri (1265-1321), entre otras muchas traducciones.
Al igual que la mayoría de los escritores norteamericanos del siglo XIX, Longfellow participó en el movimiento trascendentalista, de Ralph Waldo Emerson (1803-1882). El trascendentalismo no fue tanto una escuela, como un movimiento que incluyó escritores, granjeros, hombres de la calle, artesanos, comerciantes, mujeres casadas o solteras, etc. A partir de 1836, predominó absolutamente en los Estados Unidos durante un cuarto de siglo, hasta la Guerra Civil (1861-1865), pero su influencia permaneció y se puede rastrear perfectamente en el siglo XX. El Trascendentalismo, como ya he tenido ocasión de comentar en Entreletras, fue uno de los acontecimientos intelectuales más importantes de América en el siglo XIX. Como ahí se dice, fue en el entorno del Trascendentalismo en el que surgieron y se desarrollaron las grandes corrientes ideológicas y el mejor pensamiento norteamericano hasta el presente. La mejora de la democracia, el abolicionismo, la primera sufragista Elisabeth Cady Stanton (1812-1902), la política de Lincoln (1809-1865), el Progresismo Norteamericano de McKinley (1843-1901) y del primer Roosevelt (1852-1919), el pensamiento de Nieburhg (1892-1971), etc…, todos ellos fueron frutos de la fecunda semilla del trascendentalismo.
El creador y líder indiscutible del movimiento fue Ralph Waldo Emerson (1803-1882). Aunque Emerson tuvo muchas y variadas influencias, incluso hinduístas, el núcleo fundamental del trascendentalismo, del que toma el nombre, es la Filosofía Trascendental de Kant (1724-1804). El lema de Emerson “Debes saberlo todo, debes atreverte a todo”, no deja de ser una adaptación del lema que Kant propuso para la Ilustración: sapere aude (atrévete a saber). Emerson escribió que nadie ha sido convencido jamás por un razonamiento (Arguments convince nobody), pero que la verdad, y ahí está su fuerza, se impone en el mismo momento en que se enuncia. Su obra abunda en memorables sentencias. Henry W. Longfellow fue amigo personal de Ralph W. Emerson y, al igual que él, fue abolicionista, combatió la secesión y se pronunció por Lincoln y por la Unión, cuando llegó la guerra civil, en 1861.
Nacido en Portland (Maine), Longfellow se matriculó en 1822 en el Bowdoin College de Brunswick (Maine). Allí demostró sus cualidades como estudioso, más que de meramente buen estudiante, y se convirtió en un magnífico traductor de latín y en un experto latinista, pese a sus pocos años. Su madre alentó su vocación literaria y le orientó a la lectura de, entre otras grandes obras, El Quijote, de Miguel de Cervantes (1547-1616), en lo que fue su primer contacto con la literatura española. Su admiración por los autores de la literatura española clásica, a alguno de los cuales conocía bien, fue lo que le permitió atreverse a traducir la obra de Jorge Manrique. Pero también conoció las otras literaturas europeas, grandes y pequeñas, lo que le llevaría a traducir al inglés, además de a autores españoles, al poeta sueco Elías Tegner (1782-1846), y a trovadores provenzales y alemanes. En los años de la Guerra de Secesión (1861-1865), confortó su espíritu realizando su segunda gran traducción, La Divina Comedia, que está considerada como una de las mejores traducciones de la obra de Dante al inglés.
En su primer viaje a Europa (1826-1829), además de Francia, Italia, Alemania, e Inglaterra estuvo 8 meses en España, en 1827. Su estancia en Madrid resultó trascendental en su vida. En Madrid conoció y trabó amistad con el gran escritor norteamericano Washington Irving (1783-1859), el autor entre otras obras de Cuentos de la Alhambra (1832). Irving llegó a ser embajador en España, en 1842, pero entonces era sólo un funcionario destinado en la Embajada de los Estados Unidos en España. Irving animó a Longfellow a profundizar en el estudio de la literatura española y a perseverar en su carrera literaria. De la mano de Irving, Longfellow recorrió el país, trató y departió con españoles de toda clase y condición, conoció el campo castellano y a sus campesinos, asistió a fiestas, visitó los lugares más recónditos de nuestra geografía. Todas estas experiencias hicieron profunda mella en su imaginación, en su corazón y en sus escritos.
Para Longfellow, España terminó por conformar en su imaginario un país de auténtico ensueño, el país ideal del romanticismo. A partir de este contacto tan profundo con las letras y la cultura españolas, las lecturas de Calderón y Cervantes se convirtieron para él en una pasión casi diaria. Y también en una manera de recordar y revivir las imágenes españolas, que tanto y tan gratamente le habían impresionado. Según se dice, cuando le informaron de la muerte de su hermana Elizabeth, por tuberculosis, a la edad de 20 años, en mayo de 1827, en encontraba en España. Al parecer, fue esta triste noticia lo que le determinó a abordar la traducción del texto de Jorge Manrique, que sería publicado en 1833, tras seis años de ingente y complejo trabajo de traducción. Esta traducción constituyó la primera gran obra publicada por Longfellow.
A su regreso a los Estados Unidos, en 1829, se desempeñó como Profesor de lenguas extranjeras en el Bowdoin College, en el que había estudiado. Poco después, en 1834, aceptó la oferta de incorporarse a la Universidad de Harvard (Massachusetts), lo que hizo en 1835, tras un segundo viaje a Europa. Sus dos viajes a Europa le habían sido exigidos para poder dedicarse a las tareas docentes, tanto por el Bowdoin College, como por la Universidad, al objeto de que mejorase su dominio de idiomas europeos, como el español, el francés, el italiano o el alemán. Su dominio del español fue muy profundo, como acreditó con la traducción de Jorge Manrique. Más tarde, en 1842, publicaría su obra El Estudiante Español, inspirada directamente en la novela ejemplar La Gitanilla, de Cervantes.
Jorge Manrique representa como pocos el arquetipo por excelencia del poeta típico del Renacimiento español. Hombre de armas y literato culto, capaz de empuñar la espada y la pluma con parejas destreza y valor. Vivió las turbulencias del comienzo del reinado de los Reyes Católicos. Murió cuando tenía 39 años de edad, en el transcurso de las guerras para la entronización de Isabel la Católica como reina de Castilla. La muerte, como soldado que fue, le sobrevino a causa de las heridas recibidas en combate, cerca del castillo de Garcimuñoz (Cuenca); y en cuanto a las Coplas a la muerte de su padre, publicadas póstumamente, aunque escritas entre 1477 y 1478, ¿qué se puede decir de esa obra magna de la Literatura Universal?
A juicio de Borges (1899-1986) “la más escuchada voz que en verso español habló de la muerte, es la de Manrique”. Y es que, para Borges, el núcleo que integra las diferentes reflexiones expresadas por Jorge Manrique en su poema, ha de buscarse en la cabal comprensión del concepto de la muerte utilizado en las Coplas. En contra de la opinión de Menéndez Pelayo, que calificó la obra de “una de las mejores elegías de la Literatura Universal, Borges excluye las Coplas del género elegíaco. Y es que, para él, las reflexiones de Jorge Manrique no son solo, ni principalmente, la expresión del dolor de un individuo, como correspondería a una elegía. Las reflexiones de Jorge Manrique son más bien una apelación a todos los hombres para que puedan compartir su visión de ese momento esencial de la existencia. Borges prefiere hablar de “elogio civil fúnebre”, en el que el dolor sentido por el hijo, aunque sea el motivo del poema, no conforma su tema principal, que está centrado en el elogio póstumo del Maestre Don Rodrigo y en la conceptuación de la muerte como suceso trascendental de la vida. Hombre culto, Jorge Manrique conocía la obra de Tucídides (460-396 a C.), Historia de la Guerra del Peloponeso y, por lo tanto, el discurso de Pericles a los muertos atenienses en el primer año de esa guerra. La oración fúnebre de Pericles es la primera y más prototípica oración fúnebre civil, de la que se tiene referencia. Y quizá algo en esa línea fue lo que seguramente pretendió llevar a cabo Jorge Manrique en honor de su padre, al componer las Coplas.
Y en cuanto a la conceptuación de la muerte, Jorge Manrique en su poema sí que la ha dotado de una sustancialidad esencial que él, como buen cristiano transformaría en esperanza de la inmortalidad. Su idea de muerte es la propia y característica que correspondía a un gentilhombre culto, católico y español del Renacimiento en el siglo XV. Para Jorge Manrique, la muerte significa dejar de existir en este mundo meramente apariencial, y se configura como el momento en que se abandona el ser ilusorio de lo temporal y pasajero, para alcanzar el ser verdadero de lo permanente. Para Jorge Manrique la perdurabilidad es la única forma verdadera del ser, y lo que no permanece es realmente ilusorio. Porque lo que pasa y no queda, carece de entidad, no tiene verdadero ser, lo fugaz es simplemente apariencia. Una idea sobre la fugacidad y lo ilusorio de la vida, así como de la esencialidad de la muerte, que se repite en otros clásicos españoles, como Calderón de la Barca en su drama La Vida es Sueño.
En lo que no hay debate ni complejidad alguna que desentrañar es en la calidad de la traducción de Longfellow. Y en verdad que resulta extraño poder reconocer con precisión los sentimientos de Manrique, tan perfectamente expresados en un idioma y en un lenguaje tan distintos de los del texto original. Un sentimiento de sorpresa que anima a revisitar y revisar esta obra de Longfellow, que es poco conocida hasta entre sus más avezados lectores. Menéndez Pelayo consideró la traducción magnífica, y nadie ha cuestionado jamás la excelente calidad del trabajo realizado por el traductor, sobre todo teniendo en cuenta su extremada juventud y que era un autor casi novel. En 1833, cuando publicó su traducción, Longfellow contaba con 26 años de edad, pero había emprendido la tarea unos 6 años antes. Longfellow tuvo también algunas ventajas: para entonces contaba ya con muchas lecturas españolas, poseía un conocimiento del idioma español más que bueno y, además, era ya a esos años un latinista de reconocido prestigio, que llegaría a ser Catedrático de Filología y de Literatura en la Universidad de Harvard.
Entre los muchos méritos que concurren en la traducción de Longfellow, uno de los más notables y señalados está en la rima. Esfuerzo que seguramente le ocupó mucho tiempo, pues no se trató sólo de que consiguiese lograr un texto inglés rimado. No, tuvo una complejidad muy superior. Longfellow reprodujo íntegramente en su traducción la peculiar estrofa empleada por Jorge Manrique en su poema, los sextetos de pie quebrado. Se conoce con el nombre de “copla de pie quebrado” a las estrofas en las que se combinan cualquier tipo de versos octosílabos combinados con versos tetrasílabos. La formulación más conocida y más famosa de esta estrofa la de la sextilla de pie quebrado, también llamada copla manriqueña por ser una creación de este autor, utilizada en las Coplas a la muerte de su padre.
Pero, como se ya ha advertido, no fue ese el único mérito de la traducción. No puede dejar de mencionarse el esfuerzo realizado en preservar al máximo la literalidad del texto original. Mérito que no se puede atribuir en exclusiva a Longfellow, pues Jorge Manrique fue un finísimo estilista que escogía muy cuidadosamente las palabras que empleó en las Coplas. El mérito de Longfellow estuvo, sobre todo, en haber comprendido tan cabalmente el sentido profundo del poema, que siempre tuvo consciencia de que las palabras usadas por el autor poseían una elevadísima precisión expresiva, en español y casi siempre en inglés. Y es que el inglés y el español son dos idiomas mucho más próximos de lo que puede parecer a primera vista.
Las traducciones de obras de la literatura española por Longfellow no se detuvieron en las Coplas de Jorge Manrique. Hizo muchas más y llegó a traducir al inglés hasta a los místicos españoles del Siglo de Oro, como Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Esa actividad de traductor de textos clásicos de la literatura española determinó que desarrollase durante toda su vida una colosal labor de difusión de la literatura española en su país y en el mundo de habla anglosajona, que ha llevado a la crítica a considerarle el Primer Hispanista de los Estados Unidos, por encima de su amigo y también enamorado de España, Washington Irving. Una labor de difusión que fue reconocida por la Real Academia Española, que lo nombró académico correspondiente en USA, en 1879.
En fin, y como al principio se apuntó, Longfellow conoció España y la Literatura Española mucho más y mucho mejor, de lo que los españoles le conocemos a él y a su obra, pese a que su obra resulte trascendental para el conocimiento de nuestra literatura.