El tiempo es enemigo de la estabilidad. El paso del mismo no sólo deforma las cosas tal como las vemos, sino que también modifica los recuerdos, las ideas, los principios, y los códigos, ya sean estos académicos, científicos, religiosos o filosóficos. Lo deseemos o no, el paso de los días lleva implícito la constante e irreparable transformación de lo existente, incluyendo tanto lo que pensamos -quede o no por escrito- y, como sabemos bien los que escribimos, también, todas aquellas disquisiciones que provengan de hechos acontecidos o de lúcidas o no fabulaciones que, por supuesto, existen y envejecen, o mutan en otras cosas de significados diferentes, por ir entroncando ya con el término literatura que es de lo que deseo hablar.
Hoy no toca hablar de la literatura en tiempos de crisis, que es otra discusión distinta. Corresponde hacerlo sobre las Tecnologías de Información y Comunicación (TIC) y de Internet como herramientas de transmisión de la literatura, y sobre lo que eso supone o no de incidencia en el tridente formado por el autor, la obra y el lector.
El cordobés Vicente Luis Mora publicó en 2006 un ensayo denominado Pangea: Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo, en la Fundación José Manuel Lara.
En 2012 volvió a la carga sobre el mismo tema con El lectoespectador, de forma curiosa, también publicado en papel en Seix Barral.
En contraposición con lo leído hasta ahora, el maestro Saramago decía: “Hagan lo que hagan el Internet y la computadora, no hay nada en el mundo que pueda sustituir al libro. ¿Por qué? Porque sobre la página de un libro se puede llorar, pero no se puede llorar sobre el disco duro de la computadora”.
No cabe duda que es una cita pasional, la del Nobel, pero, podría definir a todas aquellas personas que tienen al libro como un objeto de culto y que no saben o no quieren leer de otra manera.
Es hora de decir que la literatura no ha desaparecido a lo largo de los siglos, a pesar de todos los cambios, de todas las transformaciones que ha sufrido el continente en que se fue desarrollando. La tablilla de arcilla o de cera, la madera, el hueso, las paredes de las grutas o de los palacios, el papiro, el pergamino, el papel, la imprenta artesanal -que se cargó de un plumazo a los copistas pero que nada influyó sobre la obra-, o la imprenta industrial que desde el siglo XIX hasta nuestros días se mantiene como elemento transportador del hecho literario.
Pero… ésta última, la imprenta industrial, está teniendo que convivir hace aproximadamente tres décadas, aunque hasta ahora aguanta el tipo, a mi entender, con un buen número de soportes que por su accesibilidad, su capacidad de almacenamiento, su poco peso y sus reducidas dimensiones, permiten al lector llevar consigo una biblioteca ambulante, bien sea ésta seleccionada por él, escogida entre cánones literarios o, en su caso, si le apetece, optar por la posibilidad de otear una librería mundial, elegir la obra que desee, comprarla a cualquier hora del día o de la noche, en días laborables o festivos, en la lengua que desee, y desde cualquier lugar en que se encuentre.
Los cánones literarios no debieran sufrir tampoco con las transformaciones de los formatos, es decir, las obras, mientras que no se modifiquen las traducciones realizadas de ellas, mientras se mantengan fieles al pensamiento del creador, conservan su inmutable calidad, sea el que fuere el soporte que la contenga.
Es cierto que el exceso de información que nos proporciona la Red, para los no iniciados en la lectura… en la aventura que supone la búsqueda del saber o del entretenimiento, se hace hoy -si uno no posee el adiestramiento adecuado en formación telemática-, además de la literaria, reitero, mucho más laberíntica -por recordar a Borges y su maravilloso relato La biblioteca de Babel-, mucho más farragosa en definitiva que cuando sólo existía el libro en papel.
Es decir, lo más probable, es que nos sumerjamos en una maraña de obras literarias de superficie o epidérmicas y nos sea muy difícil el localizar, a no ser que la diosa Fortuna nos acompañe, el trazado que nos saque de La Caverna -por rememorar a Platón-, y que nos lleve a ese vergel numinoso, puro e inmaculado, en donde residen, libres, las obras maestras de aquellos autores que caminan imperturbables por la vereda del tiempo, porque supieron captar con su inteligencia y trabajo, o, a veces, por su excentricidad o locura, tanto monta en literatura y hay muchos ejemplos, la esencia del ser humano, y por ello, en los entresijos de sus poemas o de sus narraciones, brillan, relampaguean, independientemente de la época en que vieron la luz sus obras, las metáforas arquetípicas, las alegorías, la simbología si se quiere denominar así, que define al ser humano como un animal racional, con toda la carga de virtudes y defectos necesarios para su completud.
Para todo autor, llegar a ese lugar en donde residen las claves, las ideas necesarias para que el imaginario individual y social puedan mirarse, y sacar del reflejo que proyectan en nuestras conciencias el impulso creativo necesario para seguir dichas estelas, modificarlas, echarlas en el olvido, o revolucionarlas a través de la negación absoluta de las mismas, sacando a la luz nuevas corrientes de pensamiento que hagan de nosotros, como lectores, seres singulares, manijeros de nuestra propia senda, diseñadores de nuestro propio camino… para todo creador, decía, son necesarias unas nociones mínimas, unas guías, unos referentes, que a nuestra generación, e incluso a las que nos siguen, no les han sido explicadas suficientemente, de ahí la imperiosa necesidad de hablar sobre lo que estamos disertando.
Hay un vacío formativo, que la rápida y constante evolución de la informática y las denominadas redes sociales, hacen cada día más evidente, abriendo una brecha descomunal entre la ciudadanía de cualquier lugar del mundo, que puede separar a los lectores en dos continentes bien definidos. Los lectores clásicos y los que hacen uso de las Tecnologías de la Información y Comunicación (las llamadas TICs). Así, sin más.
Continuando, diremos que, hoy, la biblioteca de Babel del maestro argentino se ha hecho realidad. Los artículos, narraciones, poemas, ensayos, opiniones… sobre la materia que deseemos, son incontables e infinitos en la Red. De ahí la necesidad de hacer un buen uso de las nuevas tecnologías, porque, si no es así, sólo será un impedimento para el desarrollo personal e incluso social, es decir, pueden llevar consigo y de hecho ocurre y lo observamos a nuestro redor, que la gente se idiotice y se quede colgada en un mundo de memeces, carente además de valores y de conocimientos esenciales para nuestra formación en el ámbito que fuere.
Hoy, podemos, haciendo el uso adecuado, reitero, acceder al libro deseado con unos clics, y leer un ebook en un teléfono móvil, un tablet, un iPad, un iPhone o un ordenador convencional, con tal de que dispongamos de una conexión a Internet.
Y ahora sí, ahora hemos llegado al corazón del problema que plantea en el fondo el título de este escrito. ¿Qué le va a ocurrir o le ocurre ya, a la literatura, con la exposición de la misma en semejantes soportes? Pues, la respuesta, a mi entender, debiera ser nada. A la literatura como tal, no le ocurrirá nada.
¿Qué le puede ocurrir por el contrario al libro tradicional a medio o largo plazo? Aquí sí, aquí existe ya, a día de hoy, un serio problema -al menos una amenaza- para el libro en el formato en que lo conocemos, tal como lo imaginamos de forma platónica, porque, cada vez más, queramos o no, nos resistamos o no, puede que pase a ser un elemento para nostálgicos, para coleccionistas o, simplemente, y es muy triste decirlo, un componente decorativo en nuestras viviendas, como una cenefa de madera o un busto de escayola o de cartón piedra.
Pondré un ejemplo, hace muchos años, casi en la mocedad, mi padre, con mucho esfuerzo y pagándolo en cuotas mensuales, me regaló la Enciclopedia Universal Ilustrada, de Espasa Calpe, que entonces era la hostia, y sólo -se comentaba- estaba superada por la Enciclopedia Británica. Hoy, aunque me ocupa dos estanterías, duerme inservible y anticuada en sus contenidos, arrinconada, en un lugar poco accesible de mi librería y jamás acudo a ella como es obvio: utilizo los diccionarios en Red, como todos.