Juan Ramón Jiménez construyó una obra literaria ingente a lo largo de su vida. Sus numerosísimos escritos, tanto en verso como en prosa, son el fruto de una vida dedicada con tal intensidad a la creación literaria que resulta verdaderamente difícil intentar trazar una línea divisoria entre el hombre y su obra. Vida y poesía, existencia y literatura se funden en ese magma que es la palabra, hasta desembocar en esa aseveración sin paliativos que el poeta hace en su Ideolojía: ‘Cuando yo escribo desaparezco por completo‘ (1).
Una parte de su obra fueron las múltiples cartas, como no podía ser de otra manera, que Juan Ramón Jiménez dirigió a muy diversos destinatarios. A pesar de su número, en relación con sus poemas o sus prosas, la faceta epistolar de su producción literaria es seguramente la menos conocida para el gran público lector. Sin embargo, no es por ello menos relevante en la obra de Juan Ramón, porque para este poeta el empleo del género epistolar, además de ser un medio de comunicación con sus allegados o sus amistades, además de ser un canal para trasmitir sus reflexiones sobre tal o cual asunto, fue sobre todo otro medio más para hacer literatura.
De esta forma, Juan Ramón mantuvo correspondencia con los hombres y mujeres más relevantes de las artes, la literatura y el pensamiento de su época. Miguel de Unamuno, Rubén Dario, Azorín, Lorca, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Pablo Neruda, Menéndez Pidal, Gregorio Marañón, Giner de los Ríos, Carmen Laforet, Gabriela Mistral, José García Nieto, Max Aub, Francisco Ayala, José Luís Aranguren, Victoria Ocampo, Archer M. Huntington, fundador de The Hispanic Society of America, o el Vicepresidente de los Estados Unidos Henry A. Wallace, son algunos nombres de la dilatada relación de personajes con los que Juan Ramón se carteó durante su vida.
La importancia que concedía Juan Ramón a sus epístolas queda patente ya en 1934, cuando por vez primera reúne su obra escrita hasta ese momento bajo el titulo de Unidad. Uno de aquellos veintiún volúmenes que recopilaban sus prosas y poemas estaba dedicado en exclusiva a su prolífica labor como escritor de cartas.
Podría decirse que para el poeta escribir cartas era una necesidad literaria. La cartas, los borradores de cartas, las cartas escritas a mano con premura en un papel cualquiera, esas cartas que no lograron nunca su destino y aquellas otras que llegaron después de varias correcciones a sus destinatarios, son cartas que se piensan y se escriben de improviso, según sus propias palabras, ‘en un tranvía, en un palco, en una librería, en un tren, en el campo‘ o en ‘la calle, en una antesala, un sobre, un proyecto, un trozo de periódico‘ y, más tarde, se pulen hasta alcanzar, si al fin se decidía a enviarlas, una forma que en Juan Ramón Jiménez nunca es definitiva. Por ello, es difícil saber si las cartas publicadas que hoy podemos leer en los libros que las recopilan son las que fueron finalmente echadas al buzón de correos.
La amplia gama de cartas redactadas por Juan Ramón Jiménez fueron clasificadas por el propio autor en diversas categorías (2). Así nos encontramos con ‘cartas de primer impulso (que no llegué a mandar a su destino)‘, ‘cartas generales‘, ‘cartas de temas emotivos‘, cartas ‘privadas‘, cartas a Zenobia, cartas a su suegra, etc. Incluso nos topamos con las cartas que dirigió a sus vecinos más molestos y que podríamos clasificar hoy como ‘cartas contra la contaminación acústica’, en las que se queja ante la falta de ese silencio necesario para llevar a cabo su obra poética.
En una curiosa carta dirigida a sus vecinos, los Señores de León, eleva su queja por el ruido en estos términos: ‘Desde que le regalaron a ustedes esa vil pianola, la casa ha perdido toda su dignidad. Esto es a todas horas un cabaret. ¡Que lata y que niñería permanente de musiquillas de cuplés y de baile americano!‘.
Y en la misma misiva anuncia venganza: ‘Pero como mientras la pianola de ustedes toca y toca doce horas al día, yo no puedo hacer nada, me voy a dedicar a ponerme a tono con ustedes. Así es que en cuanto empiecen ustedes con su pianola, empezare yo con tambor y metal. Se lo aviso a ustedes de antemano para que preparen algodones porque el ruido va a ser tempestuoso, diluviante, apocalíptico‘.
El asunto del ruido vecinal y callejero no fue una cuestión baladí para Juan Ramón. De hecho le llevó a cambiar en diversas ocasiones su domicilio en Madrid, de la calle conde de Aranda a la calle Lista, de Lista a la calle Velázquez, de Velázquez a la calle Padilla, etc.
De este modo, las cartas constituyen un pilar fundamental de la producción juanramoniana. Con la misma exigencia que sus versos y el resto de sus prosas fueron corregidas, limadas y retocadas hasta convertirse en el fruto inacabado de quien nunca estaba satisfecho con lo que salía de su pluma y, como si de una obsesión enfermiza se tratara, necesitaba cambiar y modificar lo escrito para acercarse a un ideal de perfección casi inalcanzable. Juan Ramón Jiménez siempre parecía estar descontento con lo que escribía. Su obra se hallaba siempre en un estado de permanente provisionalidad, porque todo podía y debía ser revisado hasta conseguir para sus escritos el impecable acabado que él mismo se autoexige.
En 1943, en una densa carta escrita al escritor y activista político mexicano José Revueltas, expone algunas ideas sobre su quehacer poético entre las que podemos encontrar el inconformismo que el poeta de Moguer siente con respecto a la obra que va creando y su renuncia, con ciertos tientes de desaliento pasajero, a una poesía completamente terminada: ‘Los que me conocen saben muy bien que yo soy un descontento de mi escritura sucesiva más o menos poética,…yo lo demuestro cada día con mis revisiones y cambios‘, ‘Quée no, qué no creo en la perfección poética’ apunta unas líneas más abajo.
Las cartas nos irán hablando así de sus estados de ánimo, de sus inquietudes, de sus crisis intelectuales y vitales, de sus acuerdos y desacuerdos con los amigos, los familiares, los editores o los compañeros de letras. A través de ellas podemos medir lo que acertadamente Francisco Garfias ha denominado como la ‘temperatura espiritual del autor‘ (3).
Esto se revela no sólo en el contenido sino también en la propia extensión de las cartas. A veces son cartas largas, recargadas, que requieren una atenta lectura, propias de un escritor romántico del siglo XIX. Por el contrario otras son cartas muy cortas, más parecidas a los telegráficos correos electrónicos de nuestro siglo XXI. En ninguna se descuida el estilo y en muchas de ellas hasta los títulos (porque algunas cartas del poeta tienen títulos) nos anuncian cartas que más que cartas quisieran ser poemas.
Son numerosas las cartas de Juan Ramón que surgen con ocasión de los libros que recibe o que el mismo envía a los amigos, a otros escritores, a quienes comparten su dedicación y admiración al arte con mayúsculas, cualidades que en muchos casos coinciden en una misma persona. En 1902 escribe a Unamuno para solicitarle que le envíe los libros que publica y confesarle, según sus propias palabras, que ‘tiene la monomanía de los libros dedicados‘. El año anterior había sido especialmente difícil para Juan Ramón. Con apenas veinte años tuvo que viajar a Francia para ser tratado allí de una severa depresión en un sanatorio mental. Así comenzarán lo que sería una larga serie de ‘crisis nerviosas’ que le acompañarán a lo largo de su vida, condicionando su personalidad y su trabajo literario.
Con los libros como motivo de sus misivas escribirá también, por ejemplo, a Jorge Guillen cuando Juan Ramón le hace llegar cien ejemplares de sus ‘romances marinos‘ o cuando desde el Sanatorio del Rosario, situado en la calle Príncipe de Vergara de Madrid, que aún hoy conserva su edificio original, le escribe a Azorín para expresarle cuanto admira su ‘prosa de acero fría, serena, la prosa blanca‘ con las que viste sus ideas el escritor alicantino. En el Rosario escribirá Arias Tristes, recibirá las visitas de Valle-Inclán, Machado, etc., y, con ese carácter que le lleva a no rendir nunca su afán poético frente a los avatares de su enfermedad, organizará tertulias literarias en las propias dependencias del sanatorio.
Precisamente será en las cartas donde el poeta va a dejar constancia de su siempre precario estado de salud, y de que forma su deterioro psíquico y físico condiciona su actividad intelectual y creativa. En 1903 escribe a Rúben Dario: ‘Mi salud no es buena, la continua taquicardia de mi enfermedad nerviosa debe haber determinado una hipertrofia del ventrículo izquierdo. No puedo andar mucho, porque viene la fatiga muscular y la disnea; así es que me paso el día en el jardín o en el cuarto de trabajo, leyendo, soñando, paseando, escribiendo…‘
El año en el que se escriben estas líneas es en el que contactará con la Institución Libre de Enseñanza, convirtiéndose, como otros tantos intelectuales de esa Edad de Plata de las artes y las ciencias españolas que fue el primer tercio del pasado siglo XX, en discípulo de Don Francisco Giner de los Ríos. Por este motivo pasará una temporada en la Sierra de Guadarrama, donde Giner, concretamente en el pueblo de Cercedilla, había establecido una sede de la Institución.
Notas:
1.- Juan Ramón Jiménez, Ideolojía (1897-1957), edición de Antonio Sánchez Romeralo, Barcelona, Anthropos, 1990, p. 565
2.- Los textos de las cartas de Juan Ramón Jiménez empleados en la elaboración de este artículo han sido extraídos de la Antología de Cartas de Francisco Garfías en Espasa Calpe, Colección Austral, Madrid
3.- Juan Ramón Jiménez, Cartas. Antología, Ed. de Francisco Garfías, Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral, 2000