Un cualificado representante del realismo social con una prosa cuidadosa y exigente
«La gente caminaba aprovechando la sombra de los árboles, mientras un tranvía rompía el silencio de la calle. Adentro se veían un par de viejos dormitando, un niño desfigurando el rostro en los cristales de la ventanilla y seis o siete mujeres, enlutadas unas y las otras vestidas con los alegres colores del verano. El cobrador leía una novelita del Oeste y el conductor lo miraba todo con ojos que parecían manos” (Los perros mueren en la calle. J.M. Castillo-Navarro)
En octubre de 2020 murió como consecuencia de la COVID-19 el novelista lorquino José María Castillo-Navarro (1928-2020). Hoy, pocos lo recuerdan, hacía años que una losa de olvido lo había sepultado. Sin embargo, fue uno de los más cualificados representantes de lo que se dio en llamar ‘realismo social’. Describió con brillantez y precisión la España de los cincuenta y sesenta. Ese país desolado, ceniciento, sucio, desvaído, fatigado y fantasmal.
Años ha que no se reeditan sus obras. Antes de venir a vivir a Madrid, cuando era adolescente, en esa edad en que más que leer se devora, tuve la oportunidad de conocer y disfrutar algunas de sus obras, que figuraban en la biblioteca de mi padre, como ‘Las uñas del miedo’ o ‘El cansado sol de septiembre’. Merece la pena señalarse que esta última era ‘in pectore’ la ganadora de El Planeta, más por estas cosas que acaecían en la dictadura, no obtuvo el premio, al parecer, por presiones de la censura, ‘demasiado comprometida para publicarse’, argüían. De modo, que apareció en Francia, algún tiempo después, modificando el título original que no era otro que ‘El grito de la paloma’.
A la hora de rescatar su figura, lo primero que debe ponerse en valor es su entereza personal, aunque la amargura iba haciendo mella, conforme se iban acumulando los agravios y se iban cercenando las oportunidades. Fueron años en que se vivió un absurdo, por lo que a la creación se refiere, las puertas se iban cerrando, la única forma de escribir con sinceridad era ‘trágicamente’. Ese angustioso reloj de arena que es el tiempo… lentamente se iba vaciando. Quizás arrojando palabras se arroja, también, el miedo o el asco. Muchos rincones de España no eran otra cosa que la imagen de un cementerio anticipado.
Ni negativismo ni posibilismo, descripción certera de la ausencia de futuro. Un escritor comprometido y fiel a sí mismo estaba obligado a plasmar los múltiples matices de la inmovilidad de una sociedad empobrecida, acomplejada, con el omnipresente luto y hambre que arrastraba penosamente su ausencia de futuro. Eran ostensibles y, de qué manera, bastaba con pisar las calles, la enfermedad, el fracaso, la soledad, el dolor, o sea, la consabida y cansina farsa. Un silencio sepulcral e impuesto se encargaba de completar el tétrico cuadro.
El fuerte arraigo de lo convencional era profundamente inhóspito, estaba además impregnado de un catolicismo integrista. Por doquier, opresión, miedo e ignorancia. Los frutos del ‘árbol de la ciencia’ permanecían secuestrados por el fanatismo y papanatismo imperantes. Crecía hasta hacerse omnipresente la imagen de una decrepitud irrespirable. Había que ser valiente para, aunque se tomaran las debidas precauciones, convertir todo eso en literatura. Forjar caracteres que se levantaran en medio de esa atmósfera cargada de desesperanza, frustración y miedo.
Tiempo de silencio impuesto. Años que invitaban a desnudarse de memoria. Por eso, hay que poner en valor la honradez intelectual de quienes no lo hicieron y quienes supieron encontrar de forma, más o menos simbólica, los resquicios para huir de la ‘mortaja en vida’ que nos habían preparado.
Dejar a las metáforas que vuelen en libertad es una forma de rebeldía. Un desahogo contra los atropellos y la lucha por la vida tortuosa, a que se condenaba a millones de compatriotas donde dándole la vuelta y retorciendo la expresión nietzschiana, había que filosofar a partir del cuerpo.
Todo era gris, con algo de penoso y mucho de mezquino. Un tiempo de urracas funerales, donde los recuerdos eran sombras a las que ya nadie recurría, para seguir viviendo o malviviendo.
Se ha dicho que Castillo-Navarro fue taciturno. Tal vez fuese esa la forma que eligió para ser coherente. Por extraño que parezca, el tiempo tiene puertas y si se sabe abrirlas se puede narrar, simbólicamente, en dirección opuesta a la derrota y a la muerte.
Ostensiblemente, no se le ha hecho justicia. Quisiera comenzar a hablar de su prosa. Desde su primera novela está presente una dicotomía, incluso una contradicción dialéctica, entre un ambiente sórdido y una prosa limpia.
‘Caridad la Negra’ es un relato desgarrado que rezuma miseria, oportunismo y resignación. El novelista lorquino la sitúa en ‘El Molinete’, un barrio cartagenero donde existían burdeles fruto, entre otras cosas, de la miseria y de la desesperación reinante. Es esta la primera de varias novelas que presenta al Premio Ciudad de Barcelona. Obvio es decir, que para un novelista desconocido un premio literario era uno de los escasísimos medios para publicar y para ingresar en el ‘mundillo’ cultural.
Después iría desgranando ‘La sal viste de luto’, ‘Con la lengua fuera’… A veces, la constancia y la tenacidad tienen su recompensa. En 1957 con ese formidable alegato que son ‘Las uñas del miedo’ obtiene el anhelado Premio Ciudad de Barcelona.
A partir de ahí, algunas cosas cambian. En cierto modo deja de ser ‘un paria’ y empieza a ser y a vivir como un escritor. De su estancia en la Ciudad Condal queda su amistad, que duró toda la vida con Mercedes Salisachs, Tomás Salvador o Ignacio Agustí. Será, asimismo, finalista del Premio Planeta con una novela, llena de fuerza y brío, ‘Manos cruzadas sobre el halda’.
Eulalia Martínez y Maruja Sastre en su libro ‘Gente de Lorca’, nos dan abundantes noticias de Castillo-Navarro. Yo, que también, nací en Lorca en 1949 y que viví en Águilas hasta los 15 años en que me trasladé a Madrid, oí hablar en diversas ocasiones a los amigos de mi padre y a otras personas del, por otra parte, escaso mundo cultural de esos años, de su valía como novelista y de su incuestionable valentía. Pocas dudas caben que fue un hombre hecho a sí mismo. Alguien que supo rebelarse contra un destino impuesto que se negó a aceptar. La vida no fue, en modo alguno, fácil para él pero supo salir adelante doblándole el pulso a las dificultades.
La novela debe tener un por qué y un para qué. Para Castillo-Navarro la literatura no es un juego. Contar por contar, describir por describir es una frivolidad, cuando no una traición a lo que algunos llamaron, por aquel entonces, ‘compromiso histórico’.
Para que nos hagamos una idea de su capacidad de lucha y de resistencia citemos, aunque sea de pasada, los oficios que tuvo que desempeñar antes de poder dedicarse a la literatura: cargador de muelle, albañil, mozo de fábrica, peluquero… los bien pensantes, con esa displicencia que da la soberbia, lo llamaban ‘charnego’ y lo empujaban más y más fuera de los círculos teóricamente selectos, negándole el pan y la sal como tantas veces, por su origen.
Estaba dotado de una fina sensibilidad. Su prosa nunca es pesada ni repetitiva sino que destaca por lo depurado de su estilo, por el simbolismo que se deriva de sus narraciones y por la cruda belleza de sus descripciones. Es importante, a este efecto, hablar un poco de su educación sentimental. En cierto modo fue autodidacta, más supo prepararse concienzudamente. Leyó mucho y depuró a base de esfuerzo y tesón, su estilo y los ‘debes’ que arrastraba.
Quizás tenga sentido indicar quienes fueron algunos de sus autores predilectos: Víctor Hugo, Voltaire, Friedrich Nietzsche y, por encima de todos, el viejo e irónico Montaigne, cuyos ensayos figuran entre sus libros de cabecera. Sería igualmente injusto no tener en cuenta la huella que le dejaron la poesía de Baudelaire o Alessandro Manzoni, cuyas páginas lo seducían.
Un rasgo que explica muchas más cosas de las que parece es su cosmopolitismo. La atmósfera de la España de esos años lo asfixiaba. Viajar, vivir en otros países y conocer sus gentes, su cultura y sus formas de vida amplía, sin duda, el horizonte. Tuvo la oportunidad de residir un año en Roma y la aprovechó. Igualmente, pasó unos meses en Amsterdam, viajó frecuentemente a París y por espacio de un año residió en Alemania.
En algunos de estos países su literatura interesó y, mucho. Vio como se traducían y lo que es más importante, como eran recibidas con entusiasmo, algunas de sus novelas por la crítica especializada. Así con ‘La lengua fuera’ en traducción de Raphael Ferra, apareció con el título ‘Morts aux encheres’. Qué duda cabe que lo llenó de satisfacción y orgullo el hecho de que en 1961 fue premiado por la crítica francesa como el mejor libro extranjero. Digo esto, porque me entristece y, al mismo tiempo me encorajina, el que tantos creadores españoles hayan recibido distinciones fuera de nuestro país, mientras que dentro, sólo han acumulado puyas, desprecios, críticas mal intencionadas, dificultades para publicar y persecución por parte de la censura, durante demasiados años.
Hace cuatro meses que nos dejó. Sería un acto de justicia que se reeditaran y, pronto, algunos de sus títulos emblemáticos, para que quienes no lo conocieron en su día, tuvieran la oportunidad de ponerse en contacto con su universo narrativo, su simbolismo y su lirismo de gran belleza, a la vez que, recio e inmisericorde a la hora de plasmar la represión y la desesperanza.
Las editoriales en que publicó han desaparecido. Eso no debe ser óbice para que no se haga un esfuerzo por recuperar, lo que de otro modo ‘será tragado’ inmisericordemente, por la voracidad del tiempo y por el desinterés y estupidez de un presente que no tiene preocupación alguna por conocer esos años grises de angustia, miedo y plomo… es decir, los lejanos años cincuenta y sesenta.
No es justo que se tenga que recurrir a las ‘librerías de viejo’ para encontrar alguno de sus títulos, amarilleados por el paso del tiempo y condenados a vivir en ‘un limbo particular’. Es una lástima que quienes desafiaron con inteligencia a la censura y quienes fueron capaces de crear, sorteando dificultades, no encuentren hoy el reconocimiento que merecen, por su inquebrantable dignidad, su valentía y su delicadeza.
Sería un deber que lo incorporáramos a la recuperación de la Memoria Histórica hoy –Memoria Democrática-. Hay que señalar, la actualidad de su visión del mundo y de su prosa innovadora, hasta colocarlo en el lugar que por sus méritos merece. Para aproximarnos a Castillo-Navarro hay que hacer un ejercicio de introspección y ‘buscar la luz entre las sombras’.
Uno de los efectos perniciosos de la dictadura franquista es que en diversos ámbitos no tengamos memoria de lo que ha ocurrido en nuestro país, no sólo en el aspecto político e histórico sino en el sociológico y cultural.
Da la impresión de que ha caído en un ‘agujero negro’ lo que se dio en llamar en su día, ‘realismo social’. Fueron hombres y alguna mujer, que dejaron un testimonio del proletariado que vivía en los arrabales de las grandes ciudades, que dieron cumplida cuenta de unas condiciones de vida miserables y de un impulso colectivo por salir adelante bajo una represión… y, también, bajo unas condiciones notoriamente alienantes.
Es oportuno rendir un tributo de memoria a ese realismo social y a los pocos escritores, la mayoría pertenecientes a lo que se dio en llamar exilio interior, que practicaron ese género. Castillo-Navarro es, desde luego uno de ellos, caracterizado además por una prosa comprometida, lírica… y en ocasiones poética.
Son imprescindibles para recuperar el sabor amargo ‘recogido y destilado’ de unos años duros pero imprescindibles en la historia de nuestro país. Pocos se han atrevido a describir con toda su fuerza, a niños mendigando en los extrarradios de Madrid o Barcelona. Podría incluso afirmarse que el suyo constituye una especie de caleidoscopio telúrico que impacta y, mucho.
Para ellos, escribir era una forma de acción. Asumieron la obligación moral de contar la historia de los años cincuenta y sesenta, a través de personajes duros, desvencijados, maltratados por la vida, derrotados… se atrevieron a contar retazos de la vida de nuestro país. Ese fue su mérito. El ir a contracorriente del servilismo y la sumisión reinantes. Derrocharon coraje y contaron esas historias para que no cayeran en el olvido y para que fueran algo más que gotas de amargura que resbalaban por la espalda del tiempo.
Se dice de ellos que no cuidaban la forma. Puede que sea acertado en algunos casos, más indudablemente en otros, es una tremenda injusticia propia de quienes desprecian cuanto ignoran. Su vigor descriptivo es, en determinados casos, más que notable.
Contamos con testimonios del propio Castillo-Navarro, que dejan esto diáfanamente claro. Afirma con una rotundidad, que no deja ningún resquicio a la duda, que no desprecia la fama que dan las distinciones literarias, más lo que persiguió durante toda su vida, con ahínco, fue la calidad. En sus novelas se advierte una angustia y un dolor universales, tratados con una prosa exigente y cortada ‘a pico’.
En sus relatos, hay un cierto estremecimiento y, están cargados de una fuerte tensión dramática. Narra en más de una ocasión, situaciones límite con compasión y ternura, a fin de que la sordidez pueda ser apreciada pero transcendida poéticamente. Muchos de sus personajes en las condiciones miserables de vida que padecen e intentando salir a flote, tropiezan, caen, se levantan… de una forma u otra, están presentes esos perros famélicos y hambrientos que miran con ojos desorbitados y la muerte que se enseñorea por doquier con su guadaña al hombro.
No me resisto a reproducir unas palabras de Castillo-Navarro, extraídas del comienzo de ‘Caridad la Negra’: ‘Cuanto más turbio el tema, más limpia la mirada ha de ser de quien se atreve con él’. Tampoco, debe dejarse pasar que estos hombres escribían con los ojos y los oídos de la censura persiguiéndoles hasta hacerles la vida imposible.
Cuando nos encaminamos al final de este breve ensayo, me gustaría recomendar la lectura de ‘El cansado sol de septiembre’. Hay en ella ‘tremendismos novelísticos’ de notable interés. ¿Por qué? porque es un libro lleno de dolor pero, también, de esperanza. La Guerra Civil terminó en el 39, más al menos durante dos décadas, ‘la negra sombra’ del hambre, la represión, la tuberculosis, que el propio José María padeció y las humillaciones de todo tipo, estuvieron presentes. Sin embargo, me parece digno de destacarse que se presenta con nuevos matices la relación entre quienes resultaron vencedores y quienes fueron derrotados pagándolo caro.
Hace apenas cuatro meses que perdimos a Castillo-Navarro. De nosotros depende que seamos capaces de recuperar su memoria y de transmitir a las generaciones que no conocieron los años grises y de plomo, su literatura de denuncia pero dotada de una calidad incontrovertible.