A mí Yerma nunca me gustó del todo. Jacinta, sí, mucho más.
La protagonista lorquiana era una rebelde, no se plegó a su época y vivió mal y enrabietada: peor, sobrevivió como un perro enjaulado. La galdosiana, en cambio, pasó su existencia, -meliflua, cierto- entre cortinajes y salones de una burguesía acomodada. Más o menos tranquila, bastante conformada. Hoy sería una madre por “maternidad subrogada” (más o menos, salvedades mandan).
La joven esposa, frágil como un junco, y flexible también, se traga el coraje de dama cornuda y adopta el hijo de “la otra”; sobre todo, había que ser madre, y al fin y al cabo ese hijo tan deseado pertenecía a su marido, su querido Juanito (tan querido por otras tantas), padre de un vástago que ella nunca le podría dar.
¡¡Qué curioso!! Dos “juanes” para cada una de ellas. El marido de Yerma, Juan también, sin apellido; no hace falta, suficiente con el nombre que tan bien le encaja, todo un antihéroe.
En principio podríamos pensar que estos dos maridos resultan muy distantes y muy distintos, pero a poco que nos detengamos en la relación que ambos mantienen con “la respectiva” (con su “santa”, la “propia” podríamos decir) se aproximan en sus comportamientos conyugales: “cada uno a su bola”, en términos coloquiales.
Y sin sofoco, sin desencuadernarse: es lo que mandaban los cánones del siglo XIX para el título Fortunata y Jacinta por aquel 1887 o de la centuria del XX con Yerma de 1934.
Además de la principal diferencia formal, pura estética o género literario: novela frente a tragedia, salvando contenidos decimonónicos y registros de primeras décadas del siglo anterior al actual, Jacinta y Yerma parecen primas hermanas, desposadas con varones de nombre homónimo.
Como si se tratara de la restauración de una vidriera gótica, pongamos del siglo XII por ejemplo, vamos a encontrar una ensalada en sus vidas y un tinglado en sus relaciones.
Colores caros y policromía costosa, el rojo y el negro. Desfiles, paseos, vigilancia, eclesiásticos, hay mucho de Sthendal en esa dicotomía cromática, mucha atención y deseo por medrar, mantener el estatus, progresar y armonizar con una sociedad encorsetada y constreñida para nuestras protagonistas.
Galdós, ojo avizor, reflejó como pocos los rasgos de la moda de su época y de los gustos estéticos –mejor decir, exigencias sociales- y nos deja esta “bella” estampa del outfit requerido en aquellas décadas, en aquellos lares: “Las señoras no se tienen por tales si no van vestidas de color de hollín, ceniza, rapé, botella o pasa corinto. Los tonos vivos las encanallan, porque el pueblo ama el rojo bermellón, el amarillo tila, el cadmio, el verde forraje…”
Nuestro autor canario lo tenía muy claro, es decir, muy clara la oposición entre señoras y la morralla, la burguesía y el populacho.
Difícil encontrar descripciones de este cariz en Lorca; hay una que llama la atención y está en boca (arrugada, seguro) y con gesto desabrido de Yerma dirigida a su marido:
YERMA: Trabajas mucho y no tienes tú cuerpo para resistir los trabajos.
JUAN: Cuando los hombres se quedan enjutos se ponen fuertes, como el acero.
YERMA: Pero tú no. Cuando nos casamos eras otro. Ahora tienes la cara blanca como si no te diera en ella el sol. A mí me gustaría que fueras al río y nadaras, y que te subieras al tejado cuando la lluvia cala nuestra vivienda. Veinticuatro meses llevamos casados y tú cada vez más triste, más enjuto, como si crecieras al revés.
Brillante, sin paliativos: no se puede decir más con menos palabras. La imaginación del lector o del espectador obra milagros para visualizar a un Juan seco cual mojama. Esta caracterización indirecta del esposo contiene además toda la inquina acumulada de una mujer que hierve por dentro.
No me cabe duda de cuánto le gustaría a Yerma zarandearlo, a ver si reacciona, y deja de ofrecer una mustiez que a ella lacera hasta la médula.
Poco a poco, atisbamos que no lo soporta porque no cumple…y ella ha venido a este mundo para ser madre; pero ha de ser con la bendición sacramental; de otra manera, no sirve. Ni con el hijo de la vieja deslenguada a la que acude en busca de remedio por desesperación, ni a su amor de juventud, Víctor, que se aleja del escenario a pura provocación de cascos equinos.
Ahora bien, el matrimonio le pesa como una losa. Ni atisbo de amor, ni migaja de afecto. Nada. Juan es la herramienta para culminar la obsesión que domina el día a día de Yerma. Y que la envenena al final.
Mientras tanto, unos años antes, a Jacinta no se le mueve el polisón más allá de lo necesario: “que su maridito es un zascandil…normal, los hombres… ya se sabe, tienen sus necesidades…; que pasea su palmito por la calle de Postas… natural, guapo es un rato; que acude a misa a algo más que a orar y pedir,…obligaciones mandan”.
Todo un auténtico donjuán como marcan los cánones, no se sale ni un ápice del perfil, despachando a mujeres a su capricho…infantil, egoísta y vanidoso, señorito de vaivén y trajín callejero, empedernido de vanidad…pero siempre le quedará a Jacinta, ser la oficial:
“era de estatura mediana, con más gracia que belleza, lo que se llama en lenguaje corriente una mujer mona. Su tez finísima y sus ojos que despedían alegría y sentimiento componían un rostro sumamente agradable. Y hablando, sus atractivos eran mayores que cuando estaba callada, a causa de la movilidad de su rostro y de la expresión variadísima que sabía poner en él”. Nos podemos imaginar de qué manera haría un mohín de desprecio, miraría por encima del hombro a “la otra”, a “las otras”.
Siempre me he preguntado si alguien sabe cómo era Yerma, su aspecto físico. Sin detalles por mínimos que sean de su apariencia, omnipresente en los rincones de la casa que comparte con su marido (y luego con sus cuñadas para vigilar su locura), en la calle, cerca del río…se multiplica. Nos bastan sus palabras, sus gestos y silencios para columbrarla…que el lector ponga lo que falta. Llena de resquemor, recriminaciones…y lo más curioso: que ella se crea modelo de fémina atenta y cuidadosa; ella sí que lleva a rajatabla los mandamientos.
Podría parecer que Jacinta y Yerma son féminas en segundo plano; lo primero y lo mejor para el marido; ellas se sacrifican y lo dan todo por ellos. Han aprendido muy bien las lecciones maternas, han interiorizado sus obligaciones y deberes; retumban en sus cabezas: “mujeres, obedeced a vuestros maridos”. Y en esas están.
No obstante, las ganas les pueden y se deslizan del cuadro para destacar, cada una a su manera. Sus reacciones no responden a actitudes inconscientes. Sabedoras de su poder lo enseñorean y lo hacen valer. Jacinta tan bien intencionada pero angosta de visión, solo en apariencia. Ella que no puede ser madre, lo acepta, y sobresale su magnanimidad tan egoísta (a pesar de la paradoja) por encima del resto. En la sombra, pero no tanto; secundaria en ningún caso. No nos pueden confundir sus posibles pausas o comedidos gestos, su escasa grandilocuencia y la constante pasividad. Para gritos y aspavientos, la vulgar, la ordinaria… esa “a-fortunata” que apabulla con ademanes de poca clase.
Yerma como Jacinta se contienen, maquinan, le dan al acumen, apoyadas en un estamento social que las mantiene y las soporta en su empeño de maternidad. Sus actos y su moral son producto y consecuencia de una sociedad burguesa que no exige cultura a sus mujeres, ninguna o muy poca: no se sofocan por no saber juntar una sílaba con otra, a ellas se les pide estar y principalmente, saber estar: esposas y madres.
Y ahí es donde radica la perversión, en la maternidad impuesta de manera exógena. Es un convencionalismo que se ha de perpetuar, de lo contrario, la sospecha hacia la hembra no se hace esperar. Mientras tanto, el tiempo pasa y lo hace infructuosamente…
YERMA. Pero no te dejas cuidar.
JUAN. Es que no tengo nada. Todas esas cosas son suposiciones tuyas. Trabajo mucho. Cada año seré más viejo.
YERMA. Cada año… Tú y yo seguiremos aquí cada año…
JUAN (Sonriente.) Naturalmente. Y bien sosegados. Las cosas de la labor van bien, no tenemos hijos que gasten.
Puñalada trapera que le asesta su marido.
Para Jacinta y Yerma la economía familiar no resulta problema grave: pertenecen a un estamento sólido que les permite la crianza con largueza de toda una prole. Pero el destino les ha jugado una mala pasada con la desdicha de la infertilidad…o eso parece al menos.
Juanito y Juan son a su modo complacientes, remetidos y encostrados en sus asuntos masculinos que han de atender sin dilación. Ambos coinciden en sus comportamientos: esperar, verlas venir, dejar que el paso de las semanas obre por sí mismo, satisfacer necesidades domésticas, no mostrar enfados ni malas caras: los hombres soportan con dificultad rabietas (histerias femeninas) y llantos desconsolados.
Se encargan de recordarles sus funciones maritales: en casa mejor que fuera, la calle es para “gente desocupada”. Y de salir, acompañadas para salvaguardar la honra del apellido que les adorna; sobre sus cabezas reposa el honor: “la mujer del césar…ser y parecer” es una retahíla que han de recordar en todo momento. Quien evita la ocasión, evita la tentación.
De nuevo, Jacinta y Yerma esperan, pero Yerma… se desespera. A ella lo de coser y la “pata quebrada” no le va. Jacinta se pavonea, en cambio, de su tranquilidad en la medianía que le aporta el pedigrí masculino. Galdós poco simbólico en su famosa novela, y Lorca pleno de metáforas, siempre con el agua a vueltas, vida y más vida que se estanca en el pozo oscuro de su personaje.
No sé si alguna de ellas son romanceras o les gustan las películas de amor y los folletines…quizá nunca han sentido el deseo de amar ni el impulso de la pasión: todo ello queda emborronado por el “toc” maternal.
Si en algún momento de su pasado vibraron, hay que esconderlo, que nadie se entere de los bajos instintos. El matrimonio se acepta y punto, así lo mandan los parámetros reiterativos. Ambas confían en su capacidad de transformación…no de sus propias personalidades, sino de la modificación de sus respectivos; volverá al redil, debió pensar Jacinta, “me hará un hijo” anhelaba Yerma, “me lo debe”. El punto de narcisismo y de presunción por su parte es inaguantable, pero así la pintó su autor; se sentía dueña y señora de su -¿mala?- suerte en manos de un hombre al que nunca amó más allá de considerarlo instrumento para cumplir su estancia terrenal.
Obligación antes que devoción: el placer para otras. Jacinta y Yerma simulan inocencia, casi se muestran “pobrecitas” ignorantes asediadas por una sociedad inmisericorde con ellas. Hay cosas que se callan aunque se sepan, hay medias verdades que silenciar…asumir lo que el altísimo designe más allá de su fe o no en él.
El mundo de hombres que les toca vivir les provee de su amparo y poco más. Pedir y exigir supone subvertir los cimientos de la época. Pero Jacinta y Yerma no se sienten capaces de perpetuar esa urdimbre subvenida. Solo el ser madres aplacará el deseo de romper una cadena que las atenaza.
Yerma se pudre porque en la tómbola a ella le ha tocado el peor premio; por delante de sus narices pasea la infancia una y otra vez y ella se queda con tres palmos de narices sin poder exhibir ni tan siquiera la pedrea.
El corsé que han encargado la galdosiana y la lorquiana choca de bruces con el desparpajo y la soltura, no exenta de cierta desfachatez, de la otra, de las otras que dicen todo lo que sienten, así lo bueno como lo malo. Llenas de sabiduría popular que luchan por lo que quieren a pesar del resultado final no siempre benefactor ni favorable. Es la vida y no se puede tener todo. Quizá a medias, como Jacinta cuando acepta al hijo “espúreo”, cuestión de ética y de estética.
A Yerma no se le da ni tan siquiera esa opción, y me malicio que la habría rechazado de plano: ella, una mujer recia estaba dispuesta a sangrar y sufrir el dolor de varias maternidades. No cabe otra solución. Si no puedo ser madre, tú tampoco me lo vas a recordar…aquí paz y después, gloria. La muerte…ajena, por supuesto. Ella lo estaba en vida.
Jacinta y Yerma constituyen dos ejemplos de mujeres muy de su tiempo; saltan de las páginas noveleras y dramáticas para vivir junto a nosotros, lectores y espectadores de una realidad que la sentimos a ratos lejana, a veces inexorable y la mayoría del tiempo fuera del cuadro.
Difícil y erróneo, creo yo, juzgar con nuestros ojos aquellos momentos y aquellas vicisitudes. Observar, sí. Desentrañar las entretelas de sus respectivos creadores: sus féminas se alzaron por encima de ellos y cobraron hálito vital.