Premio Cervantes 2003, a los diez años de su muerte
A Gonzalo Rojas, el poeta del relámpago que nunca se apaga, al que anduvo por estas calles, en los cafés, salones y mercados, presencia que aún anda por aquí, donde lo he visto y lo sigo viendo, aunque algunos dicen que lo vieron partir hace diez años. T.E.
Poeta del silencio y de la muerte, presto a enamorarse, enarboló un sentido sagrado de los versos.
En la tertulia en que recordó a entrañables amigos como Huidobro, Rulfo y Paz, nos dijo: “yo también me estoy yendo, ahora voy a desnacer”.
Rojas siempre fue un hombre extraordinariamente libre y ese principio es parte importante de su legado; libertad que se refleja en el erotismo expresado en parte de su obra.
Fue parido en el sur profundo de Chile. Nació en Lebu, capital de la provincia de Arauco, Región del Bío-Bío, el 20 de diciembre de 1916. Lebu, originalmente Leufu, significa “torrente hondo” en mapudungun. Allí convivió con el aguacero, el volcán, el borde oceánico, los estratos minerales, los acantilados. Su padre era profesor devenido en minero del carbón y por ello Rojas estuvo en el borde abismo junto a la carbonífera Lota, a las profundidades, a los subterráneos de la tierra.
Relámpago surrealista de la Mandrágora
Siendo niño uno de sus hermanos pronunció la palabra “relámpago” en medio de una tormenta, y fue tal el impacto que ese solo concepto le causó que, en un ingenuo juego infantil de las palabras, comenzó -sin darse cuenta- a entrar en la poesía. Tal vez por ello, explora en la escritura automática de los surrealistas y participa del Grupo la Mandrágora. Testimonio ineludible de su discutida adhesión es que aparecen sus poemas desde el primer número de la revista del mismo nombre, que los agrupaba, con marcado protagonismo de Teófilo Cid, Enrique Gómez-Correa y Braulio Arenas, al que se suma un muy adolescente Jorge Cáceres. Bregaron influenciados por el creacionismo huidobriano y las corrientes vanguardistas literarias que venían desde Europa, impulsadas por la exaltación del inconsciente en poetas como Guillaume Apollinaire, el Conde de Lautréamont, Louis Aragon y Paul Eluard, en torno a los Manifiestos que realizaron con André Breton, a quien Rojas conoció en su primer viaje a Europa, en 1953.
Respecto al proceder y contexto del grupo chileno, el crítico Bernardo Subercaseaux sostiene que la Mandrágora fue “un discurso vanguardista de obturación de la realidad y, como tal, uno de resistencia espiritual, con una lógica artística y no social. Fue una estética surrealista y freudiana asumida “rabelesianamente”, sin medias tintas, tras lo cual estaba el intento de una vanguardia radical en lo estético, que estuviera totalmente fuera de la realidad, o que se derramara de tal modo sobre ella hasta hacerla desaparecer”.
Octavio Paz, en Los Hijos del Limo, consideraba al Grupo la Mandrágora como el único auténticamente surrealista de Latinoamérica.
Vuelta a las raíces
Unos años más tarde, Rojas evita las elipsis de las modas y se aparta del surrealismo para entrar a las honduras de sus propias raíces, las de sus orígenes, con obras como La Miseria del Hombre, con la que ganó el concurso literario de la Sociedad de Escritores de Chile, SECH, en 1946. El premio consistía en la edición del volumen. Pasaron dos años y nunca hubo tal publicación, por lo que Rojas decidió retirar sus manuscritos y financiar por cuenta propia su primer libro. Finalmente fue publicado por la imprenta Roma de Valparaíso, en 1948, donde se había trasladado a vivir. Se trataba de un pequeño taller porteño especializado en afiches de circo. Para esa pequeña imprenta éste era el primer trabajo “grande” que realizaban. El poeta sufrió el proceso editorial y de correcciones. Al ver el naciente ejemplar, exclamó: “es el libro más feo del mundo”.
Aún los pesares del novel poeta estaban por comenzar, pues su primer libro fue atacado sin piedad por varios críticos. Sin embargo, fue muy elogiado por Gabriela Mistral:
Caro Gonzalo Rojas / Hace solo una semana que tengo su libro. Me ha tomado mucho, me ha removido y, a cada paso, admirado y, a trechos, me deja algo parecido al deslumbramiento de lo muy original, de lo realmente inédito.
… Lo que sé, a veces, es recibir el relámpago violento de la creación efectiva, de lo genuino, y eso lo he experimentado con su precioso libro…
Acepte mis congratulaciones
Gabriela
Hotel Mocambo, Veracruz, México
Meses más tarde recibe una nueva carta manuscrita, de dos páginas, fechada por la maestra de América, en julio de 1948, en Santa Bárbara, California, que fue muy estimulante para Rojas y que atesoraba en sus baúles de recuerdos.
En La Miseria del Hombre, Gonzalo Rojas ya dialogaba con los arcanos y nos estremece con versos como:
“Me arranco las visiones y me arranco los ojos cada día que pasa.
No quiero ver ¡no puedo! Ver morir a los hombres cada día”.
Son las imágenes de una infancia marítima y fluvial, en su Lebu natal, paraje remoto, puerto maderero y carbonífero, infierno donde los mineros cavaban hondo el roquerío submarino antediluviano, con el gas grisú a punto de estallar.
Pero también está el amor que lo redime de ese sufrimiento y lo lleva a sentidos delirios, hasta escribir poemas como “Las Hermosas”, que comienza con estos versos:
“Eléctricas, desnudas en el mármol ardiente que pasa de la piel a los vestidos,
turgentes, desafiantes, rápida la marea,
pisan el mundo, pisan la estrella de la suerte con sus finos tacones
y germinan, germinan como plantas silvestres en la calle,
y echan su aroma verdemente”.
En “Retrato de Mujer” nos dice:
“Ponte el vestido rojo que le viene a tu boca y a tu sangre,
y quémame en el último cigarrillo del miedo
al gran amor, y vete descalza por el aire que viniste
con la herida visible de tu belleza. Lástima
de la que llora y llora en la tormenta.
No te me mueras. Voy a pintarte tu rostro en un relámpago
tal como eres: dos ojos para ver lo visible y lo invisible,
una nariz arcángel y una boca animal, y una sonrisa
que me perdona, y algo sagrado y sin edad que vuela de tu frente,
mujer, y me estremece, porque tu rostro es rostro del Espíritu”.
En ese primer libro evoca a Violeta Parra en su viejo Chillán y a César Vallejo con su hueso húmero, en versos que marcarían definitivamente su impronta de poeta mayor. Entre sus sucesivos libros cabe destacar Contra la Muerte, de 1964, sobre el que Rojas explicó: “es un rechazo a la literatura, si es que ella es embalsamamiento del pensamiento”.
Al año siguiente viaja a China, donde estuvo con Puyi, el último emperador, el que huyó de la Ciudad Prohibida y luego de la invasión nipona a Manchuria. Fue prisionero, “reeducado” y terminó siendo jardinero del Jardín Botánico de Beijing. Rojas nunca creyó en las palabras de Puyi. “Es un discurso aprendido”, me dijo con desazón.
Publica Oscuro (1977), del que Eugenio Montejo ha destacado “la angustia numinosa, la revelación del amor y el testimonio del tiempo”.
De Oscuro cito un fragmento del poema a su madre muerta, Celia:
1 Y nada de lágrimas; esta mujer que cierran hoy / en su transparencia; ésta que guardan / en la litera ciega del muro / de cemento, como loca encadenada / al catre cruel en el dormitorio sin aire, sin / barquero ni barca, entre desconocidos sin rostro, ésta / es / únicamente la / Única / que nos tuvo a todos en el cielo / de su preñez. / Alabado sea su vientre
2 Y nada, nada más; que me parió y me hizo / hombre, al séptimo parto / de su figura de marfil / y de fuego, / en el rigor / de la pobreza y la tristeza, / y supo / oír en el silencio de mi niñez el signo, / el Signo / sigiloso / sin decirme / nunca / nada.
El poeta alguna vez me dijo: “Mi madre era una mujer que hablaba poco, a pesar de su gracia, su brío y su luz. Recibí de ella un destello verdadero de mujer. Algo absolutamente necesario y que para mí fue definitivo: el silencio, el sigilo”.
En 2003 es invitado de honor al Festival de Medellín, donde lee “Ochenta veces nadie”. En agosto de 2006 asiste a la Cátedra Alfonso Reyes, en Monterrey, donde pone en valor la importancia de disentir. Pensar, pero disintiendo. Debatir. Rojas conoció a Alfonso Reyes en abril de 1959, mismo año en que el apolíneo autor de Mallarmé entre nosotros deja de existir.
Qedeshim Quedeshoth (2009) es una de sus últimas antologías, publicada a los 91 años, y que se valora por incluir 12 poemas inéditos. Armando Uribe ha declarado que Rojas “es autor de poemas que van a quedar en la lengua castellana para siempre”.
El poeta gregario
La trayectoria de Gonzalo Rojas se ve enaltecida por su generosidad gregaria en la creación de los legendarios Encuentros de Concepción, a comienzos de la década del ´60, y a los que asistieron, entre otros autores: Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Mario Benedetti, Alejo Carpentier, Augusto Roa Bastos, Miguel Arteche, Enrique Lihn, Jorge Teillier, Volodia Teitelboim, Luis Oyarzún, Fernando Alegría, Nicanor Parra y Pablo Neruda. Pintores como Oswaldo Guayasamín. Participaron poetas beat como Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti. Según Carlos Fuentes y José Donoso, esos encuentros son la cuna del “boom latinoamericano”.
Con la misma entrega participó a mediados de los años ´60 de los Encuentros de Poesía Joven, del Grupo Trilce y del Grupo Arúspice, en Valdivia y otras ciudades del sur de Chile. Fue cuando celebró sus cincuenta años, 1966, e impulsó a los jóvenes en las cátedras y en la fraternidad creadora que fue formándose en torno a los encuentros y talleres.
Profesor de literatura y más adelante diplomático, Gonzalo Rojas Pizarro pierde a su padre en las minas del carbón cuando tenía apenas 3 años. Le dedica el poema “Carbón”: “Ahí viene / embarrado /, enrabiado contra la desventura, furioso / contra la explotación, muerto de hambre”. Versos que surgen luego del período que él mismo llamaba “larvario”, dedicado a la lectura intensa de los clásicos griegos y latinos, a Rimbaud, Baudelaire y los españoles del Siglo de Oro.
De allí recuperó la secular pregunta platónica, “Qué se ama cuando se ama …”, para convertirla de manera genial en interrogación poética y dejarla suspendida en el aire resonando por décadas. También esas sabias lecturas entroncaron al esplendoroso niño tartamudo de Lebu con los grandes lamentos funerarios de la humanidad, con el poema mesopotámico Gilgamesh, hasta llevarlo o elevarlo a ser el longevo poeta del cántico, investigador siempre silabeando, en la búsqueda de nuevos lenguajes, distorsionando la sintaxis hasta el límite y más allá del límite con la valentía del inconformismo del que es capaz de penetrar en aquel silencio de su evocativo poema “Al silencio”, en el oxígeno encontrado en Heráclito, en el polvo de estrellas que seremos ardiendo en el aire.
En esos periplos se encontró con Roberto Matta, con quien realiza El Quijote de Matta en diálogo con Gonzalo Rojas, exposición de litografías y libro del diálogo imaginario del poeta chileno con el personaje cervantino. Trilogía de autores. Rojas declara: “Para mí Matta es el relámpago y parece gobernarlo todo…”.
Regresó a Chile a comienzos de los ´80 y se reunió en Concepción con Enrique Lihn, Jaime Giordano, Omar Lara, Pedro Lastra y Oscar Hahn.
Premios y Homenajes
Escribió sobre el desposeído, la prostituta, el minero, como una reivindicación de lo popular y humano. Emprendió un combate para ligarse con la aventura de cavar hondo en la mina, desde las trincheras de su poesía. Abordó la obra como forma de vida, de existencia, mirando con ojos nuevos hasta crear una cadena significante en la línea metafísica del enfrentamiento con el abismo. ¿Qué es el amor? ¿Qué somos?
Su manera de tomar a Eros y Tánatos es muy moderna y yuxtapone lo genealógico y las vertientes de lo numinoso, plasmación que lo sitúa en la post vanguardia histórica, donde su poética aparece renovada en los cruces con Huidobro y Matta.
En 2006 doce universidades chilenas, entre ellas la Universidad Católica, lo postularon al Premio Nobel de Literatura, reconociendo en Rojas una obra de original sentido, de un giro novedoso en su estilo y ritmo. Una huella importante como maestro de nuevas generaciones.
Entre la vanguardia y lo cotidiano, nunca se detuvo ni un minuto en su vasta obra y enfrentó las cosas con sencillez, sentido social, apasionado erotismo y más hondamente con un misterio. Postura que asumió en el reto de escribir después de Huidobro y Neruda, emergiendo su figura como el último de los sublevados.
Verdadero poeta del asombro, errante, incansable viajero y buscador, Gonzalo Rojas se sentía un jovenzuelo silabeando el mundo a los 94 años. Creador de múltiples neologismos, ha promulgado “el respiro, la imaginación, el amor loco, de todo eso carece el paisaje actual”, me señaló durante nuestra última conversación.
Recibió en vida los más altos premios y homenajes. El Premio Nacional, el “Octavio Paz”, el “Reina Sofía”, y en 2003 el Premio Cervantes, son algunos de los reconocimientos que coronaron la existencia de “El Poeta más Poeta”.
Su despedida estuvo en los ojos del mundo. Muere el 25 de abril de 2011. Poetas, escritores y pintores surgieron sentidas manifestaciones por el último viaje del bardo chileno, que cautivó a un amplio público lector con su generosidad y humor juvenil. Mientras Rojas envejecía, su creación poética se hacía joven.
Mis encuentros con Gonzalo Rojas
Desde comienzos de los años ´80, visité a Gonzalo Rojas en distintos lugares y épocas. Las conversaciones que tuvimos aún me habitan. Me encontré con él en México, donde comentamos los tiempos aciagos de América Latina, y confesó: “Lo irreparable es el hastío”. Sabia sentencia que marcaría mi rumbo.
Más tarde fuimos vecinos en Madrid, donde nos reuníamos con Sergio Macías y Pepe de Rokha, que también venían del país azteca a la tierra de Alberti, a quien veíamos con frecuencia en el Círculo de Bellas Artes. Gonzalo y su amada Hilda R. May, esposa y musa de ardientes versos, inspiradora de piezas como “Vocales para Hilda” y “Los Amantes”, eran ya parte del entorno en que compartíamos nuestras preocupaciones literarias. En otra ocasión asistimos junto a Alfredo Matus Olivier y Roque Esteban Scarpa a los Homenajes a García Lorca (1986, quincuagésimo aniversario luctuoso del poeta granadino), donde disertaban los amigos sobrevivientes al bardo asesinado. También recuerdo haber acompañado en esos años a Gonzalo al Ateneo de Madrid, a una inolvidable ponencia del erudito Dámaso Alonso, sobre El Misterio de la Poesía.
Compartir con Gonzalo Rojas era una experiencia con todos los sentidos; más de alguna vez nos juntamos en la Puerta del Sol o la Plaza Mayor, en opíparas celebraciones que incluían la barroca paella valenciana de mar y montaña con butifarra, caracoles y setas, regada con vino de la Rioja Alta de la región española del valle del Ebro. Esta puesta en escena inducía una interminable sobremesa de encendida tertulia, por la que iban pasando, al caer la tarde, otros comensales de diversas latitudes. Entrábamos a los debates sobre las visiones estéticas de la poesía contemporánea, con asesinatos literarios o laureles para algunos connotados autores. Una tarde me dijo con gesto de complicidad: “No soy poeta de las certezas, más bien soy de las preguntas o de las aproximaciones. No hay que entender nada en la poesía, la poesía se respira”.
Siempre atento a los nuevos vientos en la poesía, captó los últimos adelantos con su espíritu “viejóven”. A comienzos del 2005, viajó a Santiago y lo acompañé al homenaje que le hicieron los pintores de Chile, en el Centro Cultural de España, donde cientos de jóvenes se acercaron al vate, influenciados por su vehemente obra impregnada de modernidad. Al día siguiente lo recogí en el Hotel Orly, en cuyo café, el Caffeto, coincidimos varias veces con Claudio Giaconi o Gastón Soublette. Ahí Gonzalo almorzó un enorme lomo a lo pobre coronado con dos huevos fritos, de súbito agarró una servilleta y esbozó algunos versos. “Los poetas son de repente”, me dijo chispeante.
Continuamos la conversación cerca de allí, en el Drugstore, donde estaba el recordado dramaturgo Jorge Díaz, que vivía de manera intermitente entre Madrid y Santiago. Bebí con el poeta un café arábigo muy cargado y aromático, para capear la fría llovizna, mientras hablamos de la manifestación de lo sagrado en la poesía, de la música de las esferas y de la danza de los derviches, de su veta metafísica y del mundo clásico y divino. Fue cuando me contó, iluminado el semblante, su nuevo y extraordinario proyecto, que consistía en hacer un encuentro de escritores en Santiago, similar a los de Concepción, pero específicamente sobre la poesía mística, sobre el Oriente, los sufíes y los poetas árabes, y para ello convocar a nuestro país autores de Siria, Egipto, Persia, Líbano, Jordania o Palestina. Me hablaba con fascinación juvenil de esta sorprendente posibilidad, lo decía y explicaba con sus ojos encendidos, como el relámpago que siempre lo acompañó.
Ese ideal era reivindicador de su sentido sagrado del verso y sin duda marcaría un hito trascendente para Chile e Iberoamérica; sin embargo, no se alcanzó a realizar esta interesante iniciativa. El plan lo tenía tan claro, que entiendo hoy ese lúcido deseo como una tarea pendiente y que pudiera ser un sentido futuro homenaje a su vertiente más filosófica.
Hace algunos años lo visité en Chillán, donde Rojas sin esfuerzo encontraba el libro preciso en medio de millares de volúmenes, rodeado de recuerdos de los países que fueron testigos de su travesía, como la famosa cama china, con espejos de tres siglos, traída de Beijing. Todo ello dispuesto en una casa larga y continua como un tren, cuyos vagones ocultaban sorprendentes secretos, que al paso se iban revelando en una sucesión que parecía reflejar su trayectoria, rematada en un rosedal y un mirador.
También lo visitaba en su secreto refugio que bautizó con uno de sus poemas, “El Torreón del Renegado”, situado camino a las termas, donde encontré ejemplares de la revista “Vuelta”, fundamental en la difusión de su poesía, en la época en que estrechó amistad con Octavio Paz y el grupo enlazado a esa significativa publicación literaria. Poeta de lo real e imaginario, asomado al barranco sobre un río al que siempre regresa, para conjurar los exilios con su afanoso grito “Chillán de Chile arriba”.
Con motivo de su centenario, he tenido el honor de dar varias ponencias sobre su vida, obra y legado en la Universidad de Santiago de Compostela, en el campus de Lugo, y en la XIX Cumbre Poética Iberoamericana en la Universidad de Salamanca, en España. También fui invitado a inaugurar el simposio “Nacimiento del Relámpago”, con una clase solemne, en el Teatro Municipal de Chillán.
Su voz sonora, vibrante, recitando desde el alma los versos de Pound, de Hölderlin, del tormentoso Vallejo o de su admirado Virgilio, nos acompañará largamente, así como el recuerdo de su animada presencia, que forjó una poesía que corre como una vertiente de amplio registro y múltiples variantes, donde podemos encontrar la ternura, el deseo, lo pagano o lo mitológico, junto al atributo, la fuerza, el poderío y la belleza de los grandes poetas del último siglo.
Desde hoy Gonzalo Rojas, junto a Neruda, Mistral, Huidobro, de Rokha, Parra y otros cíclopes, pasa a formar parte del numen inmortal de los Poetas de Chile, que han llevado nuestro nombre alrededor del mundo, y Rojas lo hizo siempre con su querida gorra marinera, suspensores y bufanda roja, como otro signo de rebeldía de este alumbrador de palabras que nos mostró el otro lado de las cosas.
Con su muerte el firmamento se hace más vasto y sus versos renacen a la eternidad.
Nota: Este texto fue publicado previamente en el nº 17 de la revista Quinchamalí, editada por la Universidad del Bío Bío; Chillán, Chile, 2017. Actualizado en febrero de 2021, en Santiago de Chile.