Por Alfonso Berrocal.- / Noviembre 2019
A menudo se busca la reconciliación de la poesía y la filosofía en un supuesto origen común, en esa afección del espíritu que consiste en el asombro, entendido a veces como extrañamiento, no sin mezcla de cierta fascinación por la espontaneidad con que la realidad surge ante nosotros y nos interpela con la sensualidad de la presencia, la desolación de la ausencia o el lujo de todas las semejanzas posibles entre las cosas.
Acaso ese lugar es al que se refiere el último texto -y lo tomamos como índice de la poética del autor- al afirmar que ‘sentir, analizar, comprender, expresar’ es el asunto humano primordial.
La enumeración indica ya que ni pueden disociarse del todo, ni mezclarse completamente. ‘Sentir, analizar, comprender, expresar’ contiene entre sus términos la discontinuidad que nos constituye. Sería injusto decir que este libro presenta una serie de poemas acompañados de una explicación.
Quizá al lector, cuando abre el libro, se le posa la mirada, antes de empezar a leer, en esa separación existente entre el poema y el texto. Es quizá algo más que un espacio en blanco. Es la posición que hace posible una nítida correspondencia, acaso con forma de sutura, entre la exclamación que esconde todo poema y la sintaxis de los razonamientos.
‘Sentir, analizar, comprender, expresar’. Podríamos evocar la imagen del archipiélago porque es un conjunto de islas que justamente están unidas por aquello que las separa. Una misma disposición hay en los temas que abordan textos y poemas; el Ser, la realidad tanto en su inmensidad cósmica como en su inmediatez, la comunidad de lo existente y sus vacíos, el tiempo y sus formas, el yo con su juego, representaciones o ficciones que nos alimentan o nos dejan ayunos, los otros, el otro (por citar algunos de esos temas) aparecen como orillas de una grieta, cuando no como grietas insalvables ellos mismos.
Los poemas de Javier Olalde no ocultan sus referentes, que por otra parte son amplios, remotos y lo suficientemente fundados como para no caer de ningún modo en vanos culturalismos y lo suficientemente ricos como para que Dámaso Alonso dialogue con los presocráticos. Exploraremos sin ánimo de ser exhaustivos, tan sólo uno que proponemos como línea argumental. Heráclito, con su devenir y el fuego secreto que altera todas las cosas y todo lo muda, se presta inevitablemente a la estoica contemplación de que todo perece, a veces pronunciada con noble impasibilidad romana, otras con la tonalidad sombría de la cuna y la sepultura -que decía Quevedo-, cuando no con el heideggeriano ser para la muerte, pues no es sino la extinción lo que retorna una y otra vez.
Pero ante esas verdades evidentes, certezas garantizadas por el tiempo, Olalde nos muestra también -acaso con Parménides y Spinoza- que la ‘finalidad de lo existente es existir’ y que incluso en lo más fugaz hay una resistencia hermosa, poética, conmovedora: ‘Por un instante, el árbol y la nube y el pájaro y el hombre coincidieron’. El poema se titula Fugacidad, el texto reflexiona sobre la extinción y sus círculos concéntricos. Quizá todo cumpla ese destino, pero el poema por sí sólo defiende -a nuestro juicio- ese instante que a lo mejor también merece retornar. Lo podemos defender también en la distinta pero igual perspectiva de lo momentáneo a partir de la figura del viajero que se presenta en el texto ‘Arrío las banderas’.
Si alguien, al escuchar, todo esto, piensa que es demasiado pesimista, podríamos decir con Nietzsche que ‘el pesimismo es nuestra fortaleza’, o quizá que no nos queda más remedio que seguir de pie contemplando el lento discurrir de las cosas o los meta-universos hacia la nada o hacia su regreso. Es más, estos poemas no aspiran a ser ‘demasiado humanos’ sino solamente ‘estrictamente humanos’ y acaso todas esas formas de infinitud, universos posibles o meta-universos no son nada si no cabe pensarlos a medida -sea esta la que sea- del ser humano.
A menudo se recuerda la frase de Protágoras ‘el hombre es la medida de todas las cosas’, pero se omite su segunda parte ‘de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son’. Lo estrictamente humano de estos poemas es la búsqueda de esa medida de lo que somos y dejamos de ser. Una medida que difícilmente se amolda a la cifra, a la magnitud exacta, pues el azar conspira, normalmente, contra toda ilusión de orden y permanencia– No sin cierta ironía se dice: ‘Nos hallamos emplazados en la confluencia de tres corrientes primordiales; la determinación innata del instinto biológico, el condicionamiento del medio sociocultural y la permanente contingencia del azar. Y situados en esa encrucijada hemos de ejercer la autodeterminación personal’.
Difícil pues, y en ello reside el trance de estar vivo, dar con la propia hechura, Lo usual es el exceso y la desmesura, la firmeza improbable de las causas y las finalidades, la legislación moral o histórica, la altura imposible de los cielos teológicos, ante los cuales siempre será verdad la queja de Iván Karamazov que repite todo ser humano que haya conocido la piedad: ‘Ningún dios clemente es compatible con el orden físico y biológico’. Y de igual modo Olalde: ‘Demasiadas las víctimas para que un dios pueda aguantar su peso’.
El dolor es acaso nuestra medida más cierta y estos poemas también nos invitan a mirarlo desnudamente, a ser capaces de sostenerle la mirada y reconocer que todo lo que le podemos oponer o es demasiado frágil o es demasiado falso.
La última parte del libro, bajo el título de El otro, es una desnuda meditación sin asideros sobre el dolor. Y acaso no es casual que aparezca ahí como ápice en que se sostiene la realidad y la irrealidad en la que estamos, el universo con su apariencia de orden, los tiempos -sean cíclicos, sucesivos o históricos-, pero siempre en permanente interinidad que nos configura y desfigura, y con ellos todos los edificios conceptuales que no hacen sino soslayarlo, quizá nos estemos dejando llevar por Schopenhauer.
Se dice con frecuencia que la filosofía es una actividad radical, porque aspira a llegar a la raíz mas profunda de las cosas. Los poemas y los textos de Extravagancia infinita surgen de la constatación y de la conciencia de que lo que considerábamos arraigando en la comprensión de nosotros mismos y de las cosas ha sido descuajado, y en ese desarraigo vagamos sin fin por un afuera en que no hay cobijo alguno. No diremos eso de la muerte de Dios, porque ya es muy tarde, y porque los poemas de Javier Olalde son claros, no por ello fáciles, y antes de solicitar de nosotros una interpretación, lo que cr
eo que pide este libro es que escuchemos la verdad con que interpela a nuestras conciencias.