Hay varios tipos de literatura, la que llega por los sentidos, como si fuese un fogonazo que nos introduce en lo que el autor quiere trazar. La hay también que se limita a plasmar un mundo, donde los personajes respiran y van cobrando vida, pero estamos lejos de ellos, envueltos en la madeja de nuestro pensamiento. De Nabokov y su excelso mundo de sensaciones o de David Herbert Lawrence que traza en cada página de sus libros una sensualidad que parece ya un cuadro impresionista, donde podemos otear el mundo, a través de las pinceladas de los personajes. Pero también el psicologismo que late en ambos, seres que saben que la estética de una novela no elude el contenido. Esa simbiosis entre forma y fondo se consigue con éxito, navega en sus libros.
En la actualidad, pocos escritores perciben el sonido del tiempo, pocos evocan su luz y su fulgor, que aunque quede arrastrado por un laberinto de prisas y de banalidades, queda como poso en el alma del lector que ansía la cultura como bebedizo para salvarse de la quema de la existencia.
Mauricio Wiesenthal logra ese cometido, en sus libros respira un mundo que siempre se descubre, donde conviven músicos, escritores, pintores, todo un mosaico que cincela un universo del pasado. En El esnobismo de las golondrinas, podemos ver todo un cosmos que se abre, como abanicos de seda que nos dan aire, a la vez que nos alivian de la vida y su rutina. En Via Condotti, en Roma, la prosa que va puliendo las palabras de Wiesenthal nos llega adentro:
“Cuando uno pasea por las calles los ojos se le van llenando de brillos: las luces de los diamantes de Bulgari, los reflejos de las sedas de Ferragamo, los cueros esplendorosos de Gucci, las panteras de Cartier, las porcelanas y los bronces de los anticuarios, las puertas barnizadas de los palacios”.
Hay mil historias en el libro, nos cuenta que Stendhal vivía en Via Condotti y contemplaba el crepúsculo desde Plaza de España. Toda la prosa de Wiesenthal es un jarrón de porcelana, que debemos de acariciar con calma y minuciosidad, es una prosa que limpia las banalidades de la vida, que convierte el arte de decir en una caricia, en un roce íntimo:
“Bajo los puentes del Sena corren también los manuscritos de Descartes, que naufragaron en el río cuando venían de Estocolmo, donde murió el filósofo. Bajo los puentes del metro se ven las cruces del cementerio de Montmartre. Aguas oscuras del silencio. Riberas de la elegía, donde pasean —peripatéticas, de orilla a orilla— heladas estatuas sin sombrero, gatas desveladas y sin amor”.
Todo el libro es una respiración, un latido, un beso tímido en una boca que concede volver atrás y soñar de nuevo, abandonando el mundo distópico y absurdo en que vivimos. Byron, Lamartine, Wilde, Goethe, Stendhal, Balzac, Bécquer, todos conviven en sus libros, parece que se encuentran como viajeros del tiempo que saben que morir no es desaparecer sino volver a ser evocados por aquellos que los amaron.
En las mil ciento cincuenta páginas del libro escucho en cada página caer una hoja al suelo, oigo su sonido, también veo como en un espejo miles de seres que ya no existen pero que ilustraron sus vidas y las nuestras en un apogeo de la imaginación. Como buen esteta, recuerda los balnearios, donde la paz es un pensamiento que deja sus briznas en los ojos para que nos enamoremos de nuevo de la tarde que muere:
“Cuando era joven me gustaba pasar temporadas en los balnearios oyendo contar las historias de los alquimistas antiguos. Me enamoraba entonces de todas las muchachas románticas que acompañaban a sus abuelas”.
Recuerda el ayer y vive el ahora, cuando ya es un hombre mayor que toma pastillas porque la vida nos va dejando en cueros, nos quita la ilusión y nos hace ver la otra cara de todo, hasta ensombrecernos y alejarnos de la niñez para siempre. Muy bello cuando dice:
“Las ramas de los tilos forman lámparas de oro en el atardecer”.
Y su monumental Rilke donde transfigura la vida de un hombre único y extraordinario, ese alquimista del verso, ese demiurgo que aún atraviesa nuestra mirada con los recuerdos de sus versos. La detallada vida de Rilke es contemplada por Wiesenthal como el que mira a un espejo y se ve a sí mismo, contemplando el mar al atardecer, cuando solo quedan olas y pensamientos.
Libro monumental, publicado por la bella Acantilado, editorial que hace de su elegancia su distinción. Sus mil cien páginas están llenas de erudición y cito, por poner un ejemplo, estas líneas:
“A finales de mayo ya estaba Rilke alojado en el Hotel Stelzer, de Rodaun. La primavera tardía había llenado de flores blancas los manzanos y saúcos, y el aire descuidado de los jardines, en tiempos de guerra, lo hacía todo más silvestre y romántico. Pero Rilke permanecía ajeno al mundo”.
Cuenta Wiesenthal que Rilke no supo apreciar Sevilla, su dorado encaje, su marfil en la mirada. Además, habla del poeta como un hombre en perpetua fuga, que siempre salía huyendo. Su eterno peregrinar lo llama el escritor catalán “el paseo suicida por un precipicio”.
Cuando el libro termina ya sabes que todo lo que cuenta es una voz que habla en susurros, que quiere comprender al errante Rilke, que siempre ha sido objeto de su fascinación. Al evocarlo, en muchos datos y muchos acontecimientos, lo hace con la mirada atenta del que quiere conocer el alma, el que recorre un paisaje, el que estudia una cartografía.
Pocos escritores actuales han cincelado una obra tan limpia, tan tersa en el lenguaje, tan pulcra en la mirada como la de Mauricio Wiesenthal. Todo un cosmos vuela en Libro de Réquiems, El esnobismo de las golondrinas, Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto) o su Orient-Express, su último libro.
Respiramos con él otro tiempo, caminamos en las frondas de paisajes norteños cuando ya el sol se va y solo queda la noche y la nostalgia de lo que no se ha vivido. Vuelven los trenes antiguos y la elegancia perdida y nos acuna una voz ancestral, el demiurgo que es Wiesenthal, un último espejo donde mirarnos en el tiempo, cuando este fue esplendor y belleza.