En su navegación igual al “barquero”, Efraín Barquero nos lleva de lo mundano a lo poético. Voz inagotable que rescata e ilumina pueblo y naturaleza. Sostenido en lenguaje esencial pleno de valores y simbolismo, construye cada verso como un artesano.
Esta mañana me despertó la noticia luctuosa. El llamado “último de los grandes poetas de la prolífica Generación Literaria del ´50”, Efraín Barquero (3 de mayo 1931 – 29 de junio 2020), con quien conversé por teléfono hace unos días, nos dejó durante los pardos granizos invernales de cuarentena, con el recuerdo de El poema en el poema. Desde su pueblo natal, Piedra Blanca, en Teno, surgieron las semillas de su poesía de raigambre campesina. Se paseó por el litoral cercano, Constitución, para recoger en la arena las palabras de espuma que arrojaba el mar en su oleaje constante. Siguió estudiando en Talca y a orillas del Maule el joven Barahona —su nombre original era Sergio Efraín Barahona Jofré—, se encontró con el barquero, de allí tomó el seudónimo. Después supo de la asociación con La Divina Comedia, de Dante Alighieri. Luego, en el Pedagógico, fue compañero de Jorge Teillier, Rolando Cárdenas y Pablo Guíñez, todos poetas de chispera, que animaban tertulias en cafés, bares y círculos literarios. Barquero, en cambio, se movía poco en esas aguas procelosas y gregarias, más bien era un poeta de la ausencia.
De Teno al mundo
Barquero fue un rapsoda de espíritu itinerante. Viajó por países de Oriente, en especial por la China de Mao, invitado por el gobierno de la tierra de Lao Tsé y Confucio, en 1962, a través de las gestiones de Venturelli. En Pekín enseñó español con los cuentos de Manuel Rojas. A su regreso publicó El viento de los reinos (1967) y dijo: “Muestro a China vista por un extranjero. No me hago el chino. Quiero decir que la veo desde fuera. Ese es el mérito de la obra”, decía sobre el poemario relanzado por Nascimento y Ediciones Lastarria (2019), que cito más adelante. Desde su raíz cristiana, pero con actitud abierta y ecuménica, la estadía en Oriente lo acercó a las enseñanzas del budismo y al zen.
Transitó por la carrera diplomática, siendo nuestro agregado cultural en Colombia, a comienzos de los años setenta. Después vivió un largo exilio en México, Cuba y Francia.
Hizo cada verso como un artesano, construyendo el sentido de habitar. Deambuló por la tradición poética que incorpora elementos propios de la lírica popular y en parte del mundo de la poesía infantil. Esta última línea creativa lo acerca a los poemas para niños de Miguel Arteche (Premio Nacional 1996). En lo popular se entronca con Emma Jauch en sus De remembranzas y olvidanzas, alentadas en la imaginería de Pedro Olmos. Con Fidel Sepúlveda Llanos, en temáticas relacionadas con la Lira Popular. Y con Pablo de Rokha, en la expresión elegíaca de lo vernacular.
Luces y sombras del camino. Pasó precariedades, pero obtuvo reconocimientos. Impregnado de nostalgia por la aldea, sacralizó la cotidianeidad, vistiendo el manto del recuerdo poetizado y unido al pan, el cuchillo, las manos, el tejido, el agua, la piedra, la casa, el vino, la mesa, el mimbre, la puerta, el río, la abeja, el árbol, la tierra, el molino, el alimento, la madera, el rostro, la mortaja.
Obras principales de Barquero
Su fructífera trayectoria marca la palabra ancestral que, latiendo, plasma los ritmos naturales de la tierra. La nostalgia del lar y sus relaciones con el ser humano, manteniendo un sello propio desde su primer libro que nos impulsa al retorno a la naturaleza, Árbol marino (1950), que erróneamente ha sido puesto en biografías e incluso en su Antología como si fuese el segundo. Esta aclaración sin duda es merecida, pues contiene una mirada ecológica, premonitoria, que hoy toma vigencia en trepidantes poemas de juventud casi desconocidos y poco citados, como: “Río de mi infancia”, “La muchacha dormida”, “Leyendas maulinas”, “Sinfonía de los trenes” o “Amor de la tierra”, donde protagonizan la fragancia de la selva, las gaviotas, el falucho, la gruta, el bosque, las redes, la solitaria playa inexplorada, las ciudades sumergidas.
Cuatro años después irrumpe con estrofas de hondo sentido social, expresadas desde la herida abierta que hurga con la daga y no cicatriza. A través de estos temas establece una simbología trascendental y mítica, utiliza elementos donde el verso oriundo sigue algunas trazas casi imperceptibles de la línea más colectiva y laboral de su amigo Neruda, quien prologó el segundo libro de Barquero: La piedra del pueblo (1954). El autor de Canto general y Matilde Urrutia fueron sus padrinos de matrimonio, cuando se casó en 1955 con Elena Cisternas Franulić, compañera con que compartió toda su vida.
Acerca de su segunda obra Hernán del Solar dice: “Este poeta desconocido aparece de pronto y se conquista un puesto preferente en la literatura nacional. Vigoroso, amplio, incontenible, trae una poesía diferente y profunda. Efraín Barquero es de esos nombres que hay que guardar en la memoria”. En Poesía chilena (Ediciones Trilce, 1966), Jaime Concha señala que se trata de un texto compuesto de la unión de dos substancias elementales: la tierra y el fuego, para detenerse luego en la capacidad que tiene Barquero en la evocación de los objetos, transmutados y establecidos como el territorio fundamental del ser social del hombre. Escribe “Los objetos… tienen una grave persuasión sobre su obra… no los disfraza con máscaras simbólicas ni los deforma en los laberintos de la emoción: los acepta en su existencia plena y desnuda”.
Con variaciones y saltos evolutivos Barquero mantendrá estas características a través de su escritura poética contenida en cerca de una veintena de libros publicados.
La compañera (1956), epifanía llena de misterio, donde ella es una niña del pueblo y en otro poema tú eres como una casa con tus senos y tu rostro. El tejido aquí se amplía hasta urdir las relaciones germinativas del beso, tejer la casa, tejer un hijo, semilla será el hombre, y la mujer, vasija. Rescata costumbres campesinas junto a las visiones de libertad, sobrevivencia, solidaridad. Se pregunta ¿Pero es que entonces no tienen ningún valor / los sueños de dos amantes pobres? La mujer lo sostiene y guía. Despunta el olor de ella, que se transforma en la fuerza del poeta, la cabellera, la lluvia, la estrella, la boca, sus ojos, el corazón que arde siempre, la primavera, el nidal, los pájaros, el trigo, la rueda, el horno, la alfarera, la mirada, el silencio, la contemplación, tu encanto, el regazo, el fruto, el hijo, las manos, la mariposa, la ventana azul.
Siguió con Enjambre (1959). Que aniden sobre mí las lechuzas centenarias, / y sus ojos sean la única lámpara encendida / para escudriñar en las tinieblas. Energía in crescendo de cada palabra perfectamente escogida y metáforas de fuerza inusitada. Por primera vez incorpora textos de prosa poética, rasgos autobiográficos que nos acercan a las figuras de los abuelos, los padres, los tíos, que pueblan “Tierras de Piedra Blanca”, “Las manos del barro”, “Inclinación del crepúsculo”. El verso se afianza y entra a una dimensión donde borra el tenue límite entre realidad y sueño. Allí el fogón y la niebla adquieren protagonismo: Sobresaltado por sombras y miradas antiguas, surgen las herramientas, el barro, la leña, los odres, el huerto, los azahares, el puma, los surcos, el águila, el camino, el caballo, el jinete dormido, los cántaros, el brasero, la cepa, la cópula sorda y sangrienta de las bestias en celo, el conjuro. Atraviesa los planetas y mares en movimiento circular que alcanza reverberos cósmicos. En su poema “Granero”, visionario atisba la temprana imagen poética del perenne ciclo del Samsára: y los vientos golpean sus alas oceánicas / para bajar a los que mueren y subir a los que nacen, / del fuego al agua, / del agua a la piedra, / de la piedra a resonar y a encenderse nuevamente.
Blancura de las manos y cal de los huesos en El pan del hombre (1960), representan la pureza de la harina, el sueño prolongación del recuerdo: El niño del largo corredor, el de la casa / oscura, que volvió por tu sueño a la pradera. En este libro Barquero nos lleva al útero, a la matriz del hogar: Esa es la hora de penetrar en el destiempo. Coexiste lo primigenio con lo numinoso: Porque es de noche cuando retorno y hay otros seres en mi mesa.
“A partir de El regreso (1961), se producen en la obra de Barquero dos movimientos que se extienden en direcciones opuestas para reencontrarse más adelante: por un lado, un despliegue metafísico y arquetípico que se detiene en el ciclo de la vida como regeneración natural y, por otro, un arraigo en el mundo del niño representado ahora a través del lenguaje infantil y el juego. De esto último darán cuenta obras como Maula (1962) y Poemas infantiles (1965), vinculadas a la relación familiar con el hijo. Estas dos obras tienen en común los recursos de la canción, el folclor popular, lo festivo, la narración y la ligereza de la imagen”, ha escrito Naín Nómez.
Decanta sus temas y obsesiones ahondándolas en El viento de los reinos (1967), contrapunto temporal entre lo eterno y transitorio, integrando hombre y naturaleza. Pone el lenguaje poético renovado en virtud de su periplo asiático: era primera vez que llorábamos a los hermanos ausentes / era primera vez que veíamos las estatuas rotas… Yo avanzaba guiado por el centro de mí mismo / por el extraño peso de mi alma… el viento con el duro esplendor de un fantasmal otoño / me mostró las cámaras donde el sándalo duerme / los cerrados recintos / donde los objetos imperiales se agrupan / donde el oro brilla entre el polvo y el humo.
…Pirámides sin hueco / esfinge con mi rostro, corcel con mi silencio, dice en Epifanías (1970). Después de los viajes al oriente su obra se enriquece con evidente panteísmo que amplía su concepción del entorno. Cuántos seres llevo en mí. Emerge un poeta diferente, más profundo y metafísico. Acentúa la dimensión de lo sagrado: Palabra-cosa, mi desnudez la habita / mi corazón me pertenece en el vacío… El poema que yo hago es mi cuerpo verdadero / el fruto sin el árbol, la ausencia sin mi amigo / es el centro de un círculo sin nadie / el punto invisible del espacio florido / el poema sucede a cada uno sin término.
Todo lo que asoma al rayo deshabitado del día / da constancia de mí. Versos que constituyen un recorrido de honda búsqueda, sello trascedente que roza lo mítico.
En Arte de vida (1971), retorna a lo arcaico, desde el asombro desmesurado, con un texto en prosa poética, construido en varios episodios sucesivos con números romanos. Al inicio del número III se lee: La noche se extiende a todas horas a mi alrededor, noche a la que se agrega un duro, un interminable, un subterráneo mundo de trabajo, que me roba a los seres que yo quisiera tener más largamente junto a mí. Este género literario aquí esgrimido con maestría, le permite hacernos saber de su primer amor; ella era la joven telefonista del pueblo: ocupada como estaba en su mesa con los misteriosos y resonantes hilos que eran mi gran curiosidad. La “góndola” que hace el recorrido entre Teno y Curicó, ciudad a la que fue enviado a estudiar: allá sigue mi destierro: hallo tan larga la semana, tan distantes las vacaciones y el verano, como un sueño inalcanzable. El temor a la muerte; la panadería del padre y el complejo proceso de la fermentación, la batea, el horno; el sometimiento a las lecturas de Pío Baroja: No sé cómo llegó su nombre y su figura tan vasca a un pueblo como Teno, donde había tan pocos libros que nadie leía.
El poema negro de Chile y Bandos marciales (1974), ambos libros dan cuenta del exilio y las experiencias del desarraigo, su trabajo se torna más descriptivo y se vuelca a la contingencia. Utiliza la anáfora articulando su visión de los vencidos. Busca la metáfora y soslaya lo panfletario. Retrata el ambiente impersonal, violento, con títulos alusivos: Los sacrificados, o El victimario y su espejo. Explora por primera vez la temática de la visión del doble, como Poe, Borges o Cortázar, enfrentando al perseguido con el perseguidor, al que cae con el que sostiene, como un acertijo plasmado con el efecto del azogue mercurial reflejado en espejos móviles. La ironía se apodera de Bandos Marciales, el poema se hace dolor y toca lo narrativo, al servicio de la denuncia a través del humor negro y lo tragicómico. “Bando 118”: Cúmplenos expresar nuestra sincera aflicción / por el desaparecimiento de Pablo Neruda, / autor este de varios libros sobre los pájaros / y gran cultor de nuestras bellezas patrias.
Durante dieciocho años no publica, hasta su primer viaje de retorno en 1992, larga travesía interior como Odiseo. Ese mismo año se editan tres obras sucesivas de Barquero con distintas temáticas y estilos, en este orden: Mujeres de oscuro, A deshora, El viejo y el niño. En el primero nos dice: Un hombre es desterrado a perpetuidad / y sale con un pedazo de su cuerpo / a vivir a la otra orilla del mundo / a donde sólo llega la voz de sus muertos. Desolación en tierra extraña: y el llanto irrumpe ensordecedor / como si vomitaran restos carbonizados / alquitrán, qué se yo. Le falta una parte de su cara, la mano cortada: Es como si tuviéramos una culebra amarrada a la cintura / y una argolla de hierro en cada pie. La lejanía se hace dolor: Y de qué hablan estos hombres sin patria / hablan de los cementerios de sus pueblos natales / porque temen ser enterrados aquí / temen quedar aquí como atascados / temen dormir junto a muertos desconocidos / bajo la nieve que han visto por primera vez.
En A deshora, renuncia a toda forma de puntuación, no usa puntos, comas ni capitulares y solo en los últimos poemas incorpora algunos guiones inclinados. Alejado por tantos años, recibió la marca de todas las heridas y nos dice: todo lo vi en el mundo /desde la otra orilla / como si lo estuviera viendo y recordando / como si lo hubiera visto / y olvidado muchas veces. Desolación que llega a lo famélico: cuando lo abracé me hablaron / sus huesos duros como piedras. La finitud: soy el desposado por la muerte. La trashumancia: siempre sería la víspera / de mi partida / nunca el ansiado / día siguiente.
Inmóviles frente a la imagen orientalizante del blanco cerezo florido, surgen las figuras de El viejo y el niño: con el sabor de su primer recuerdo, de su primer olvido. En este libro Barquero regresa a la prosa poética y al uso clásico de la puntuación. A través de las figuras del anciano y el niño, dibuja las sombras de un día muy antiguo, interminable, mientras observa la nieve caída, que es como la página en blanco antes de escribir una carta. Con los guiones indica el inquietante dialogo en torno a sus existencias: -¿Los que se van no regresan? / -Sí, vuelven, pero nunca encuentran el instante / perfecto, la estación preferida. Muestra la doble cara de algunas cosas, desde el desarraigo: Estoy frente a mí mismo con temor de que sea ya muy tarde.
En 1998 publica La mesa de la tierra, versos untados en recóndito espíritu solidario de integración: Para que siempre te acuerdes al extender la mano / que estás tocando la mano de todos los hombres. En el poema “Trueque sagrado”, habla del pacto de sangre, donde los hombres muerden el hierro del cuchillo para quitarle su sabor amargo. En este libro diría que Barquero ha depurado el reencuentro entre naturaleza e historia humana. Búsqueda solitaria y solidaria de los gestos indulgentes, dimensión fraternal donde la mesa congrega y se presenta como símbolo magnánimo del rito, continuidad de la especie, pertenencia y arraigo. Metonimia del hombre y la casa, eterno retorno donde el cuchillo alcanza el grado litúrgico en la mesa, donde corta el pan o repite el acto esencial de sacrificio y traición. Aquí se aleja de la poesía lárica y alcanza un grado de metaforización que lo entronca con cierto romanticismo vitalista y las antiguas corrientes gnósticas. No es una mesa, es una piedra. Tócala en la noche. / Es helada como el espejo de la sangre / donde nadie está solo sino juzgado por su rostro… / Porque el hombre tiene la edad de su primer recuerdo.
Su Antología (2000) constituye un recorrido por la poesía de quien ha sido considerado uno de los poetas chilenos más deslumbrantes del siglo XX y comienzos del XXI.
A través de su larga trayectoria resalta la constelación de significados en elementos como el agua, la piedra, la casa, la mesa, la tierra, el pueblo y el hombre, centro de ese acontecer poetizado, que lo lleva a ser: un hombre meditando en el misterio de estar vivo. A partir de Epifanías (1970), donde surge a menudo “como un pez vuelto a ser pez”, el poeta experimenta un claro salto y refundación. Giro que advierte su obra limpia y equilibrada desde los años del periplo oriental, reflejando amplia visión en la búsqueda de respuestas a preguntas existencialistas, universales y eternas.
El poema en el poema (2004), es protagonizado por el poema homónimo que enfatiza su impronta: La poesía es como hacer un gran fuego / un soplido largo, muy largo en las tinieblas / cuyo sonido cambia si es invierno o verano / olvidando quienes somos en la eterna llamarada. Conserva la hondura, calidez, calidad y coherencia de una poesía afincada en los sentimientos más profundos del ser humano, que refleja el sentir y la identidad chilena y latinoamericana. En el poema “Nadie está lejos” nos dice: Nadie está lejos si puedo nombrarlo / si mi perro mueve la cola cuando lo nombro /…si con mi copa en alto se la ofrezco al destino / mostrándole los cuatro extremos de la mesa / …si para todos alcanza esta incalculable medida / derramada en el hombre y ofrecida en la copa…
El pan y el vino (2008), Barquero fue hijo único, de padre panadero, esto explica su conocimiento simbólico del ritual y ofrenda milenaria que no podemos ignorar. El pan que se emplea en el santo sacrificio de la eucaristía debe ser ázimo, de sólo trigo y hecho recientemente, para que no se corrompa. El vino que se utiliza en la celebración eucarística debe ser natural, del fruto de la vid, puro y sin mezcla de sustancias extrañas. Representan la solemnidad del santísimo cuerpo y sangre de la mitología cristológica. Poesía fraterna del trigal dorado listo para la siega y de la parra cargada de uva que será llevada al lagar. Bajo esa apariencia el redentor se ha quedado y nos acompaña, así fue ofrecido por Melquisedec. Versos aforísticos que son liturgia solidaria y búsqueda depurativa que cristaliza el entrelazamiento temático donde permanece lo fundamental. Epifanía del “religare”, que es enlace al axis mundi. Versos que revelan su admiración por la corriente del pensamiento mistraliano. Desde las voces de los antepasados transcurre en actitud heracliteana, ciñe y afianza origen y ancestralidad. Soliloquio laberíntico donde sintagma y paradigma se aluden desdoblándose como una figura borgeana hasta el infinito.
Pacto de sangre, Universidad de Talca, 2009. Rememorante espacio simultáneo del pacto con la otra que yuxtapone temporalidades y atraviesa la genealogía humana, donde la sangre es sobrevivencia y abrazo. Jaime Valdivieso indica en un breve y oportuno prólogo: «Se expresa en este poema largo, en cuatro partes, el mutuo entendimiento entre dos mujeres, entre dos razas, lo cual implica no sólo comprensión sino también admiración recíproca». Arquetipo de encuentro y convivencia que establece el vínculo entre la “castellana” y la “india”. Es La Momo como patrona y su sirvienta, retratadas en Lo Gallardo. De alguna manera Barquero quiso retribuir a Inés del Río esos años de estadías junto al mar. Pedro Gandolfo escribió: “Pacto de sangre dona un poetizar lúcido, maduro y apelante, como si de pronto el lector se viese obligado a oír aquella verdad que sólo el arte puede decir”.
Estrellamar, 2010, surge cuando Leonardo Fontecilla seleccionó doce Poemas Infantiles de Barquero (de 1965) y convocó a siete músicos de distintas voces para componer un disco en base a ese poemario que fue reeditado por Lumen, con dibujos de Sole Poirot y acompañado de un CD, que dio nueva vida a sus poemas con canto, guitarra, acordeón y otros instrumentos.
Escrito está, editado por LOM en 2017, dedicado a su esposa, Elena Cisneros, fallecida el año anterior, cierra las ediciones en vida del legado barqueriano. Dolor que causa un vuelco en su escritura. Experiencia sobrecogedora de amor y muerte, del que José Miguel Ruiz diría: “Si la poesía es experiencia y verdad, allí está la experiencia de la muerte, del amor admirable, el amor grande, forjado y probado en el tiempo; ahí está la verdad más pura y bellamente expresada del lazo del poeta y su compañera”. Con esta obra afianza, concluye y sella el círculo de su poesía amatoria iniciado con La Compañera. El libro está compuesto por dos partes, “La página en blanco”, auténtico testimonio de soledad, que estremece: Tu último suspiro fue aún más suave / que soplar un vilano, que aspirar una flor. / Y sin dejar de mirarme, como acercándose a mí / para decirme que la ayudara a vivir un día más. / Yo soplé en su boca para hacerla vivir / sabiendo que estaba muerta, soplé y soplé / y sentí que alguien me estrechaba con un abrazo mortal. / Era el primer nudo de nuestra vida, el nudo ciego / de nuestra juventud, que se hace también ciegamente / con los extremos de la vida y de la muerte. / Yo dejé de soplar para decirle a mi mujer / que ella no podía morir porque yo estaba vivo. / Y ante esta afirmación se produjo un silencio infinito. La segunda parte la llamó “La primera palabra”, donde presenta poemas que se van entrelazando entre sí para crear una continuidad que alcanza momentos de admirable majestad. Aunque la rememoración es incapaz de retener la historia o devolver al ser amado, el poeta puede retrotraerla de la muerte a través de la recuperación de sus actos, de esta manera retoma el rito con sentimiento de pérdida en versos cicatrizantes y mirada de eternidad: Qué importa esperar otro otoño si la muerte es tan larga.
Barquero es la persona que guía o gobierna una barca como en la epopeya homérica, aquí también es el viejo lobo de mar, solitario, sin su compañera de toda la vida, a la que tuvo que cerrar sus ojos.
Lo Gallardo y “La Momo”
En los años ´60, Barquero -junto a Elena, su esposa profesora de artes plásticas e hijos- pasó varias temporadas en la legendaria residencia de “La Momo”, Inés del Río, viuda de Balmaceda, la gentil dama protectora de los poetas y artistas, en Lo Gallardo, junto a Llo Lleo y San Antonio. Allí coincidió con otros grandes de la época, como la trinidad formada por Luis Oyarzún, Roberto Humeres y “El Chico Molina”, instigadores de ángeles y demonios. En esas tertulias rondaban los fantasmas de Lautremont, Gide, Kant, Rilke, Verlaine, Poe, Hesse.
En el libro A deshora, dedica el poema “Flor” a la memoria de Inés del Río de Balmaceda: acércate que yo te vea con mis manos / traigan / una lámpara / traigan un gran espejo ciego / yo veré / abrirse tu rostro como los nenúfares / como el doble nenúfar de las aguas / acércate / a la ventana para verte a la luz / del mediodía / antes de leer la carta escrita / con tinta de lluvia / quiero abrirla / quiero leer / a la luz de tu rostro…
Deambuló por varios países perseguido por la nostalgia de esa época inspiradora bajo el aura radiante de la mecenas de los poetas, pintores y músicos vanguardistas, La Momo. Esto lo hizo retornar a la calle Larraín Gandarillas, en Llo Lleo, en 1993, pero “nunca fui profeta en mi tierra”, me dijo alguna vez con cierta desazón, recordando ese tiempo litoral cerca de Isla Negra. En esos días fue declarado “Ciudadano Ilustre” en San Antonio, donde regaló sus libros a la Biblioteca Pública Vicente Huidobro.
Los problemas económicos lo hicieron regresar a Francia, donde aún viven sus hijos, allí contaba con previsión médica y cierto privilegio social. En 1998, hizo otro intento, esta vez instalándose en Valparaíso, donde nos reunimos en el Café Riquet junto al poeta Hugo Zambelli. Otras veces participamos en la tertulia del Babestrello, que organizaba Ennio Moltedo, otro vate “silencioso”. Fueron momentos estelares del compartir la amistad literaria, sin embargo, como una predestinación, una sombra inefable, nuevamente debió regresar a Marsella sin el reconocimiento que merecía su obra. El poeta Aldo Calderón Navarro fue su vecino en Llo Lleo y advierte que el trabajo del poeta no fue valorado porque «nunca perteneció a los círculos de poder, al establishment de la literatura de este país» y porque nunca buscó el éxito a cualquier costo.
Mis encuentros con Barquero
Desde París tomaba el tren en la Gare de Lyon para visitarlo en Marsella, en los años noventa, postrimerías del milenio en fuga. Allí Barquero escribió cerca de la orilla del Mediterráneo, puerto y vórtice por el que confluyen las rutas a Italia, Suiza, España y el Cercano Oriente. En alguno de esos viajes le llevé la cinta Láminas de Almahue, su trabajo con el cineasta Sergio Bravo y música de Gustavo Becerra. Una película que había visto siendo muy joven y que nunca olvidaré, donde su poesía y su propia voz iluminan pueblo y naturaleza. Esas reuniones del reencuentro significaron para mí el amparo necesario en torno a la mesa y la conversación sustanciosa, que hoy hacen tanta falta. Al atardecer vimos juntos el celuloide. Energía vital que rescata la dignidad del ser humano como un canto en el centro de la creación.
En esta intermitencia territorial y geográfica regresó a Chile otra temporada, pero ya no estaban los amigos, los lugares, la ritualidad poética del fogón, el horno del pan, los oficios que ofician la provincia. Compartimos largas conversaciones en la olvidada cofradía del Lancelot, junto a Enrique Volpe, Fernando Onfray, Jaime Valdivieso, Armando Uribe y otros bardos también idos. Una tarde en la tertulia Barquero nos dijo con su nostálgica voz: “noto que mi mundo desapareció” y se regresó a Francia. Mientras los recuerdo, escribo, pienso y borro la niebla, he creído verlos nuevamente y siento que en alguna parte de mí siguen latiendo, respirando, las palabras de esos muertos señalados.
Barquero rehuía los grandes grupos. Parecía introvertido, pero en el dialogo literario más íntimo entre sus pares era muy perceptivo, sabía escuchar y escogía el mensaje preciso en todo momento. Desde 1992 y hasta hace unos años, también nos reunimos en la sociedad de escritores, algunas veces en torno al vino que sabía degustar. Por allí andaban Stella Díaz Varín, Eliana Navarro, José Miguel Vicuña, Edmundo Herrera, Mario Ferrero, Alberto Rubio y otros entrañables. A ratos Efraín se quedaba en el silencio de la humildad poética, con ese estilo profundo, pausado, misterioso, que también tenían Matías Rafide y Juvencio Valle. Percibí en el poeta maulino esa paciencia provinciana, contemplativa, del sosiego que deja ver un trasfondo de sabiduría y que de súbito emerge para irrumpir con una genialidad inesperada.
En los últimos meses no había posibilidad de reunirse por la cuarentena, me llamaba para leer y comentar sus nuevos poemas que estaba escribiendo, inéditos que serán recogidos en una nueva antología definitiva, según me cuenta su hija Ana Barquero, desde Nueva York.
Al morir, portarás la máscara que tú mismo tallaste / porque temes la oscuridad y la extrema claridad. / Y cuántas veces la llevaste sin que lo supieras / al mirar por última vez el rostro de los otros… / …Al vivir, has ido conociendo tu rostro / y has ido conociendo la máscara que cuelga del muro…
Fragmento (“Las máscaras” / La mesa de la tierra)
El poeta de Pacto de sangre abrazó el Premio Nacional de Literatura en 2008. Entró en la soledad ermitaña de la escritura casi conventual y se quedó en Chile, con cierta intermitencia desde 2014, para terminar la tarea. A la partida de su compañera, 2016 —a quien dedicó tres libros—, intensificó su actitud de sabio anacoreta. Lo visité en su último tiempo y me dijo: “Theodoro, me levanto al alba, a esperar que venga el poema”.
Me admiró su disciplina y horario monásticos. Inagotable, escribió con lucidez y tesón hasta el último latido. Saber ahora de su partida, hace más difícil este tiempo infausto. Como un “barquero”, el poeta Barquero nos llevó de una orilla a otra, de lo mundano a lo poético, donde reside el misterio antropológico que nos hace retornar a la tierra y sus elementos esenciales.
Texto publicado previamente en el nº 26 de la revista Quinchamalí, editada por la Universidad del Bío Bío; Chillán, Chile, 2022.